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'A girl walks home alone at night' (Ana Lily Amirpour). Sabor a sangre

Una mujer-vampira enfundada en un chador elige a sus víctimas por su grado de explotadores: proxenetas y yonquis son sus presas preferidas

A girl walks home alone at night (algo así como “una chica vuelve sola a la casa de noche”) tiene un título más que sugerente: como un dardo que apunta justo al centro del supuesto problema, la frase reúne el espectro de riesgos que en los últimos meses se viene debatiendo en cada caso de violación o asesinato que aparece en los medios. Si la chica hizo bien en salir, si hizo bien en volver tan tarde, si no fue una locura que saliera sola (es decir sin un tipo). El sentido común imperante dictaminó que la ciudad es una boca de lobo –aunque se niega a discutir por qué- y que para una chica volver sola a la casa, tarde a la noche, es algo así como adentrarse voluntariamente en el territorio del peligro.

A girl walks home alone at night es una película norteamericana hablada en persa y filmada en California por una directora de origen iraní (aunque nacida en Inglaterra), Ana Lily Amirpour. Pero acá se estrena en este contexto, rodeada de estos debates, y es inevitable que parezca algo así como una de las respuestas posibles, desde la ficción, que dan ganas de que alguna artista argentina pudiera ofrecer. Sobre todo porque su protagonista es una chica (Sheila Vand) que no tiene nombre ni es una actriz conocida y eso la vuelve un poco genérica, como si representara a muchas chicas. De pelo hasta los hombros y remera a rayas como la que usa Jean Seberg en Sin aliento de Godard, podría pasar por una parisina cool pero ella elige como vestimenta un chador negro que le cae hasta los pies. Así enfundada, con grandes ojos delineados que parece orientales, no es difícil tampoco imaginarla como la protagonista de una imposible película de vampiros que no se podría estrenar en Irán ni pasar la censura.
Porque esa chica es una vampira, y su chador es el equivalente de la capa de Drácula, un manto donde se oculta lo que no deber ser visto no solamente para tentar a los ojos masculinos, como quiere la ley, sino porque es mortal, sin metáforas. En una ciudad ficcional a la que el humo de las fábricas y las bombas que extraen petróleo le dan un aspecto de rapiña inhumana, ella deambula por las noches a la caza de presas muy puntales: no mata niñxs ni mujeres, y en cambio elige tipos que a su modo son explotadores, proxenetas, yonkis o dealers. A esos les cae de sorpresa y con una fuerza animal que no se sabe de dónde viene, les salta al cuello. O a uno que lleva tatuada la palabra “Sexo” en la garganta, le chupa el dedo, sensual, para sacar enseguida unos colmillos que parecen una concreción posible de la pesadillesca vagina dentada.

Así y todo, Amirpour no hizo una película feminista bajo la premisa demasiado estrecha de convertir a una chica en vengadora de abusos machistas, sino una que se vale de distintas tradiciones del cine, desde Jarmusch al noir (si bien algunas referencias, como la idea forzada de western y la música simil Leone-Tarantino parecen regodeos autocomplacientes y juveniles), para plantear una serie de imágenes sugerentes en una historia donde todo queda bastante suelto. Primero, la de la vampira con chador, que sin dudas es un hallazgo y parece una respuesta contradictoria a esa solución mágica de que las chicas se tapen para que no las maten o las violen. Lejos de tranquilizar la visión, el chador de la protagonista se vuelve pura amenaza, y la mezcla de lánguida chica indie con cazadora brutal que ella propone tiene una fuerza que pervive. Y luego, el paisaje donde esos pájaros de hierro que picotean la tierra para extraer el petróleo y las luces frías de las fábricas parecerían guardar alguna relación con esa Ciudad Mala en la que las prostitutas se someten y arriesgan por unos mangos, la ricachonas aburridas no ven otra salida que convertirse en explotadoras y los maridos arrastran a sus mujeres hasta el corazón del vicio –pero claro, de todo esto, misteriosa y discreta como su protagonista, la película no dice nada.

(Marina Yuszczuk, Página 12)