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El fracaso de los políticos de hoy frente al éxito de la Transición (Bonifacio de la Cuadra)

Periodista

A punto de repetirse la convocatoria de las últimas elecciones generales -las del 20 de diciembre de 2015-, de resultados políticos fallidos, en cuanto que los elegidos por la ciudadanía no han sido capaces de alumbrar un Gobierno, merece la pena recordar los tiempos iniciáticos de nuestra democracia, en los que los representantes políticos alcanzaron acuerdos sustancialmente más difíciles, en condiciones muchísimo más precarias.

Curiosamente, el reciente fracaso de la formación de un Gobierno y la investidura de su presidente ha sido perpetrado por personalidades de alta gama académica y politológica, junto a veteranos en la función pública y en la experiencia democrática, mientras que los consensos de la Transición fueron obra de políticos novatos e históricamente enfrentados -desde quienes habían ejercido responsabilidades durante el franquismo hasta los que venían del exilio, la cárcel o la disidencia, junto a un núcleo de centristas que ansiaban una salida democrática al régimen-, todos ellos unidos por la voluntad, muy problemática y azarosa, de establecer las reglas del juego de una democracia.

El proceso constituyente, tras la reforma política de Adolfo Suárez, el harakiri de las Cortes orgánicas, la legalización del PCE y las elecciones democráticas del 15 de junio de 1977, es decir, año y medio después de la muerte del dictador, se produjo en un contexto militarizado, de sindicalismo vertical, nacionalcatólico, ultraderechista y con pretensiones sólidas de instalar al jefe del Estado designado por Franco al frente de una dictadura coronada o una monarquía del 18 de julio. En ese ambiente, con un resultado electoral que dio a UCD 165 escaños, al PSOE 124, al PCE 20 y a Alianza Popular 16 (con Manuel Fraga al frente de los siete magníficos y otros exministros de Franco), se acomete la elaboración de la Constitución democrática.
- Sin consenso para gobernar.

Si se analizan las diferencias políticas que han impedido en 2016 la formación de un Gobierno a los cuatro principales líderes (Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y Albert Rivera) y se las compara con las que separaban a los siete ponentes de la Constitución (los centristas José Pedro Pérez-Llorca, Miguel Herrero y Gabriel Cisneros; el socialista Gregorio Peces-Barba; el comunista Jordi Solé Tura; el nacionalista catalán Miquel Roca y el exministro de Franco Manuel Fraga) será fácil no comprender lo ocurrido en 2016 y asombrarse del consenso obtenido en el proceso constituyente.

Porque tras casi 40 años de franquismo, y mediante la estrategia no bélica de Torcuato Fernández-Miranda, de la ley a la ley, la Constitución que habría podido liderar la entonces denominada mayoría mecánica -UCD más AP- habría significado algún avance desde la dictadura, pero no se habría tocado la pena de muerte, ni potenciado los derechos humanos, ni reforzado las libertades, ni reconocido el derecho de huelga, ni establecida la aconfesionalidad del Estado, ni contemplada la disolución del matrimonio...

De igual modo que los partidos emergentes y, en general, la izquierda, en 2016 han promovido el cambio político, por el momento sin resultados, los constituyentes -gracias a dejar con frecuencia a Fraga en minoría- pretendieron introducir los derechos humanos, erradicar la tortura, garantizar el derecho a la autonomía de las nacionalidades, establecer la aconfesionalidad del Estado, consagrar la libertad de expresión, potenciar los resucitados partidos... Hasta tal punto resultaba rupturista el borrador de Constitución que las entonces llamadas “fuerzas vivas” -desde la banca a la Iglesia, pasando por la milicia y el empresariado-, una vez que en noviembre de 1977 se conoció el texto secreto sometido a confidencialidad por la ponencia, clamaron contra su contenido y acusaron sobre todo a UCD de los excesos logrados por la izquierda y los nacionalistas. Incluso una persona no vinculada al franquismo, como el escritor orteguiano Julián Marías, atacó con dureza el borrador de Constitución, pidió enérgicamente la supresión del término “nacionalidades” y defendió con ardor que se atribuyeran mayores competencias políticas al Rey.

La conmoción provocada por la publicación del borrador originó algunos reajustes del texto, como la cacofónica referencia a la “Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, a cambio de mantener el término “nacionalidades”, objetado por el minoritario Fraga, quien, acertadamente, entendía que “nación y nacionalidad es lo mismo”. Pero no todo fueron rebajas, ya que, por ejemplo, la abolición de la pena de muerte, que no figuraba en el borrador de la Constitución, se introdujo en el debate parlamentario, con luz y taquígrafos. Un mínimo recuerdo de los últimos años del franquismo y los primeros de la Transición (o el estudio documentado de aquellos años, sin planteamientos conspiranoicos) nos hace comprender el cambio radical entre un régimen nucleado en torno a los Principios Fundamentales del Movimiento y una democracia como la que diseñó una Constitución homologable a las de otros países europeos.

Sería positivo que los partidos que promueven ahora el cambio político frente a un PP -heredero del minoritario Fraga- que utiliza la Constitución democrática como parapeto inmovilista, tuvieran en cuenta aquella transición exitosa y se quedaran con el espíritu de consenso que orientó su actuación. Hay una expresión en el preámbulo de la Constitución -que redactó Enrique Tierno- que explica cómo la tarea no quedó acabada, sino que había y hay que empujar hacia el futuro: cuando proclama la voluntad constituyente de “establecer una sociedad democrática avanzada”.

En los primeros años de vigencia de la Constitución, los operadores políticos colaboraron con esa proclama, mientras que en las décadas siguientes tanto el PP como el PSOE se olvidaron de cumplir aquellas reglas del juego democrático y no promovieron su desarrollo avanzado. Baste un ejemplo, entre muchos. ¿Cómo los sucesivos Gobiernos y sus mayorías parlamentarias no han tenido ocasión, a lo largo de más de 37 años, de desarrollar el artículo 69.1, que establece: “El Senado es la Cámara de representación territorial”, a pesar de que la cuestión autonómica y nacionalista es uno de los problemas que aquejan a este Estado?

- Un republicano recuperado.

En cuanto al cumplimiento de los mandatos constitucionales en los primeros años de vigencia de la Ley Fundamental, un reciente documental titulado Un Tribunal para la Constitución (codirigido por los catedráticos Miguel Beltrán y Daniel Sarmiento) recoge, entre otras muestras de esa actitud coherente con la letra y el espíritu de la Norma Suprema, el testimonio de Francisco Rubio Llorente (recientemente fallecido) a propósito del nombramiento, en 1980, del presidente de la institución máxima intérprete de la Constitución. Rubio Llorente explica que, una vez conocido que el Gobierno de Suárez tenía un candidato -el exministro de Educación Aurelio Menéndez- era preciso, para mantener la independencia del tribunal, que fuera elegido otro. Y así fue cómo el constitucionalista Manuel García-Pelayo obtuvo más votos de sus colegas magistrados y fue propuesto al Rey como presidente del alto tribunal. Esa decisión incorporaba la audacia de que cinco años después de la muerte del dictador fuera un republicano, que había participado en la contienda civil contra las tropas de Franco, quien presidiera el Tribunal Constitucional.

En contraste con esta voluntad de independencia del poder político, la dependencia de las instituciones constitucionales fue aumentando con los años. Así, en 2008, la designación del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que la Constitución atribuye a los 20 vocales del CGPJ, la decidió el entonces presidente del Gobierno, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, de acuerdo con el líder de la oposición, Mariano Rajoy. Los 20 vocales obedecieron a los políticos y fue propuesto al Rey, y designado, Carlos Dívar, que cuatro años después terminó dimitiendo tras el escándalo de las llamadas semanas caribeñas, de las que se beneficiaba, a costa del erario público.

Las pretensiones de los políticos emergentes y de los veteranos que apuestan por el cambio hacia “una sociedad democrática avanzada” no deben partir de cero. El arsenal del proceso constituyente, acometido a muy pocos años del franquismo y cuando los resortes de la dictadura estaban dispuestos a boicotear todo progreso político (el frustrado golpe de Estado del 23-F solo fue una muestra de la voluntad de bloqueo), debe servir a los demócratas de hoy para mirarse en aquel espejo, revitalizar aquellas habilidades para el consenso y alejarse de la pasividad de quienes han ocupado el poder durante décadas, pero poco han hecho para avanzar y mucho para deteriorar las instituciones de la democracia recuperada.

(Espacio Público)