Japón es un país acostumbrado a luchar contra la adversidad de la naturaleza, e incluso la historia, para resurgir de las cenizas
El castillo de Kumamoto, una antigua fortaleza de la isla japonesa de Kyushu, se mantuvo en pie por más de cuatro siglos. Resistió incendios, terremotos, conflictos internos y los embates de la Primera y Segunda guerras mundiales.
El fuerte sismo que afectó a Japón el pasado 16 de abril dañó su estructura y sacudió la fama del inexpugnable recinto.
Pero antes de que la última piedra tocara el suelo, las autoridades niponas pusieron en marcha la reconstrucción.
Y no es la primera vez que ocurre. Japón es un país acostumbrado a luchar contra la adversidad de la naturaleza, e incluso la historia, para resurgir de las cenizas.
La importancia de que las futuras generaciones puedan contemplar todo aquello que los identifica como pueblo, fue una de las lecciones aprendidas en el programa Juntos, organizado por el Ministerio de Relaciones Exteriores japonés (MOFA) y el Centro de Cooperación Internacional de Japón (JICE).
Cuando se llega al centro de Tokio, luego de recorrer el largo trayecto en autobús desde el Aeropuerto Narita, una selva tupida de rascacielos nubla la vista, ya cansada por las casi 30 horas de viaje que separan La Habana de la capital nipona.
Al pensar en Japón, desde la distancia, es imposible no imaginarse una sociedad modernizada hasta los tuétanos, donde un botón siempre tiene la clave para obtener lo que se desea, desde un simple refresco hasta un pasaje en metro.
Pero la experiencia vivida durante más de diez días por un grupo de latinoamericanos y caribeños, incluidas tres cubanas, ayudó a desmontar la idea de un país dominado por robots.
Solo después de acostumbrarse a dormir en tierra ganada al mar, a las autopistas de tres pisos y a la velocidad del Shinkansen (tren bala), uno descubre que los japoneses, aunque punteros en lo que a innovación y desarrollo tecnológico concierne, mantienen prácticamente intactas gran parte de sus tradiciones.
Precisamente en esa conjunción entre innovación y tradición está la raíz del modelo nipón.
Justo en el centro de Tokio, donde se agolpan más de 12 millones de habitantes, las líneas entre lo nuevo y lo viejo se desdibujan y el visitante puede acercarse a los retratos de una nación milenaria.
Esas mismas calles quedaron reducidas a polvo hace más de 70 años cuando los aviones B-29 norteamericanos descargaron 1 665 toneladas de bombas incendiarias durante la II Guerra Mundial, uno de los mayores operativos de su tipo en la historia.
Los desastres de entonces aparecen hoy como postales donde apenas par de avenidas separan uno de los centros financieros más importantes del mundo del puente Nijubashi, que custodia la entrada principal del Palacio Imperial.
Para un novato en la ajetreada vida de este emporio del lejano oriente resulta difícil entender cómo los mismos jóvenes que circulan por el convulso distrito de Shibuya, al ritmo de sus teléfonos inteligentes, luego encuentran en templos y jardines un remanso de paz.
Japón presenta uno de los índices de suicidios más elevados a nivel mundial y algunos especialistas lo han vinculado con la dependencia tecnológica y el aislamiento social que puede causar. Más del 95 % de los habitantes posee más de un dispositivo celular; encontrar también el balance interior no es poca cosa.
El seis de agosto de 1945 un edificio de ladrillo y hormigón con una cúpula de acero resistió el bombardeo nuclear de Estados Unidos sobre la ciudad de Hiroshima. El artefacto explosivo nombrado Little Boy detonó a 600 metros sobre el Genbaku Dome y por eso la estructura aguantó la detonación que sesgó más de 80 000 vidas al instante.
El inmueble, preservado tal y como quedó, se erige hoy como símbolo de paz y esperanza, pero también para aprender las lecciones del pasado.
“El bombardeo atómico sobre Hiroshima fue también por nuestros errores”, aseguró un guía de más de 60 años que condujo al grupo por el Parque Conmemorativo de la Paz. Resulta difícil pensar en alguna justificación para desatar tanta barbarie.
En Kioto, la ciudad con mayor cantidad de templos en todo Japón, se encuentra el Pabellón Dorado o Kinkaku-ji, un santuario budista declarado Patrimonio de la Humanidad, que ha sido quemado en varias ocasiones pero que siempre fue reconstruido.
La necesidad de resguardar el patrimonio, tanto material como inmaterial de la nación, requiere desarrollar una capacidad innovadora sin límites.
Resulta imprescindible entonces acudir a la herencia, que día tras días le ha permitido refundarse.
(Iramsy Peraza Forte, Granma)