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Algunas preguntas a los intelectuales (Rosa Pereda)

Escritora y crítica cultural

Todavía me acuerdo del último artículo de Julián Marías en 'El País', de lo que pasó con él, y de sus razones fundadas para cambiarse al 'ABC'.

Y también, del trato injustísimo que este intelectual insobornable ha recibido de mi generación -que es la de sus hijos-, salvo excepciones, como Jean-Claude del Agua, discípulo amado de Tuñón de Lara en Pau, y que fue responsable de que en la facultad (de Deusto) leyera yo a Ortega y al propio Marías Sr.

Yo creo que aquello, lo de El País, que sólo contaré bajo tortura (nada más empezar: la tortura, digo, que una no es nada heroica) era una guerra silenciosa: la constatación de un fracaso, el suyo de ellos, que no habían acabado con la dictadura, y el corte de un cordón umbilical, que sin embargo, como siempre en esa tubería filial, nos dejaba una huella: el ombligo. Que, por cierto, ahí sigue.

Que nosotros –mítico y por tanto, probablemente inexistente nosotros- nos sintiéramos un poco Adán y Eva tiene cierto sentido. Y no es mera justificación. A este país no lo reconoce ni su madre, y ya sé que cito a Alfonso Guerra. Y ya sé también que las herencias recibidas han sido siempre, hasta la caricatura, un argumento falaz. Pero también sé que el análisis de la historia, y más de la más cercana, es absolutamente necesario para entender el presente rabioso, y para construir el futuro inmediato. Y que para historias recibidas, las ha habido peores que ésta de ahora… que se las trae.
Pero también sé que no basta con diagnosticar –con todo el argumentario pro domo sua, que, si no es verdadero, es útil- ni con construir el grupo afín, y los medios que lo potencien, que es de lo que se trata ahora: una generación que merece e intenta tomar el relevo. Pero, tratándose de intelectuales, y tratándose de la vida social (y no hay otra), a lo mejor conviene también teorizar algo en positivo.

Quiero decir: en proyecto, en posibles, en futuro. Porque me da la impresión de que los intelectuales no se construyen sólo a base de poder y conseguirlo, sino, precisamente, a base de opciones, de líneas de pensamiento, de análisis de la realidad, de proyecto y objetivos. De marcar la diferencia.
Para eso me temo que hay que hacerse algunas preguntas. Y lo que es peor, tratar de responderlas. Y que hay algunas que, si no están formuladas antes, malamente se podrá responder a otras, como el papel de los intelectuales. Porque: intelectuales, ¿para qué? Pues como la libertad: para el bien.

Pregunto si el intelectual es, como se viene diciendo, un creador de opinión. Para mí, más bien, un generador de conocimientos. Uno que pone en relación, desde distintas disciplinas, el presente concreto con dos cosas: una concepción del mundo, y unos objetivos de futuro. Es decir: con diagnósticos y valores, pero también con proyectos. Que qué graciosa, ¿no? Pues sí. Así de graciosa. Aunque adoro, y no desprecio en absoluto, el 'agitprop', y aunque creo que forma parte del rol del intelectual en determinadas circunstancias –a veces, tan irredento como Bertrand Russell, del que me pediría media docena ya mismo, que falta nos hace-, creo que hay una tarea de fondo, esa de las grandes preguntas del presente, que no las hacéis vosotros: que nos las hace el mundo mismo. La sociedad misma.

El mal. Y el dolor. La realidad nos golpea incesante hasta el asco. La política hace sus jueguitos y sus números. ¿Los intelectuales? Si en algún momento supieron abstraer y marcar rayas éticas –los universales derechos humanos, por ejemplo- ahora no están. Ni se les espera. ¿O si? Al margen de la reflexión metafísica, que también es pertinente (la realidad es la realidad) el mal supone victimarios y víctimas. El crecimiento y acercamiento, mediático o no, de las víctimas; la necesidad de escuchar su voz: ¿supone la elaboración de una nueva epistemología, de un nuevo código moral, de un nuevo imperativo categórico? Claro que me refiero a Adorno. Y sí. Creo que lo exige. Y que –por lo de mediático- esa toma en cuenta de los testimonios, de las verdades de las víctimas como parte integrante del análisis, ha de encontrar su manera. Que sepa qué hacer con los cambios de temperatura emocional y pseudorracional que, sabemos, producen los media. Del intelectual exigiría el paso más allá. En dirección a la dichosa (infeliz!) verdad.

La desigualdad. Más allá de la injusticia cósmica –más allá de la desgracia- hay, lo sabemos y vivimos con ellas, desigualdades inducidas. Yo creo que los intelectuales están para ir un paso más allá que los economistas y los políticos. Es decir: para deconstruir sus lógicas, para introducir variantes al margen del máximo beneficio. Variantes que forman parte de la realidad –como la avaricia de los mercados, como los propios sistemas de producción, como los mecanismos especulativos del sistema- pero que no están presentes en los análisis, que separan la economía de la nevera (léase, por ejemplo, pensiones) de la de los dormitorios principales y el conjunto de la casa…

Yo creo que la desigualdad flagrante y creciente está preguntando a gritos a los intelectuales. Y, entre las desigualdades, transversal de un modo, pero paralela de otro, no se me olvida la desigualdad de la mayoría: la de las mujeres. También reclama de los intelectuales una respuesta, que, por otra parte, también tiene tradición. Y que no sólo corresponde a las mujeres pensantes, aunque sean ellas las más interesadas, o al menos, las que están hincando el codo, con sanas excepciones como el maestro Bourdieu: forma parte de una reflexión general. Sin la que poco se puede pensar. Ni esto, ni lo demás.

Y, aunque el maltrato a las mujeres sea transversal a las clases, no soy capaz de separarlo del tema de la pobreza y la explotación. (Por cierto, y entre paréntesis, el rol y trato a las mujeres intelectuales también es otra pregunta que yo me haría).

La violencia y la paz. Están pidiendo a gritos, y a todos los niveles, una reflexión de nuevo cuño. Pasado el sueño de la pax perpetua, inmersos como estamos en varias guerras, frías para algunos, calientes y mortales para tantos, el tema de la guerra y las violencias exige una atención yo diría que prioritaria. Es cierto que hay demasiados prejuicios e ideas recibidas, que van con los paquetes ideológicos que cada quien lleva en la mochila. Pero un esfuerzo de limpieza y mirada al futuro creo que debe estar en la agenda de los y las intelectuales de este país. Y de los demás. Es tan urgente como la inminencia bélica, así, en casa, que mi piel me avisa un día sí y otro también. Y creo que son los intelectuales los que tienen que desbrozar lo que toca a los mercados, a los centros incontrolados de decisión, a los Estados (controlados o al menos formalmente controlables), a las religiones, a las tecnologías. Y la elaboración de un proyecto racional de paz. Justa. Duradera.

¿Y la cultura? Creo que el papel de la cultura se relaciona íntimamente con todo lo anterior, aunque añade algo, que es otra pregunta, y que tiene que ver con el fenómeno de la creación. Y por tanto, de la libertad. Las preguntas de la cultura (del mundo de la cultura, se dice, separándolo tan inútil como frívolamente del mundo en general) no se reducen al 21% de IVA, ni a las agresiones en materia económica y de derechos que ha sufrido últimamente. Pero el papel de la cultura, su necesidad y excepcionalidad, si es que la tiene –y yo creo que las tiene, necesidad y excepcionalidad-, deben formar parte de esa reflexión intelectual, de esas respuestas que los intelectuales tienen que pensar y formular: ahí se darán respuestas a los hechos concretos que la inquina anticultural de la derecha ha puesto, casi como monotema, en nuestras agendas. Porque en la cultura está, desde mi punto de vista, el mejor modo de ir articulando, cambiando, y mejorando, la vida social. Una articulación que sólo respira en la libertad, y que, por su propia finalidad colectiva, necesita de su enraizamiento en lo público. El papel del Estado democrático en ese enraizamiento es, desde luego, una pregunta fundamental. Y también, las respuestas dependerán del modelo de mundo, del modelo de sociedad. Es más: formarán parte muy fundamental del diseño de ese modelo. Querámoslo o no.

Estos bloques de preguntas, que obviamente no agotan la gran interrogación que el mundo hace a los intelectuales, no son sólo filosóficas, pero tampoco son sólo técnicas. Y justo en ese terreno que convoca a la filosofía y no se olvida de lo técnico y científico, y justamente para ponerlas en relación, y con el proyecto social bien expreso, es donde se me ocurre que está el sitio del intelectual. Sea lo que sea eso. Pero de algo estoy segura: malamente se piensa de uno en uno.

Malamente se piensa sin una base, en la que la universidad está de pleno derecho. Pero no podemos confundir la universidad con la carrera académica. Y ésta, parece, es una tentación muy de nuestros días. Criticarla –someterla a análisis- es tema de otro momento. Y seguramente, de otras personas, que yo soy sólo una periodista y, finalmente, una groupie de lo que me ha tocado vivir. Las preguntas están ahí.

(Espacio Público)