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Gay Talese y Joseph Mitchell, dos tipos audaces

Los reconocidos escritores estadounidenses vuelven con El puente y La fabulosa taberna de McSorley

La fabulosa taberna de McSorley, Joseph Mitchell. Trad. Marcelo Cohen, A. Gibert y M. Schifino. Jus Ediciones, 472 págs.

El puente, Gay Talese. Trad. Antonio Lozano. Alfaguara, 208 págs.

Joseph Mitchell nació en 1908 y publicó My Ears Are Bent, su primera antología, en 1938. Bent significa doblados, pero doblados no nos dice demasiado. Destrozados, podríamos arriesgar, una palabra que tal vez haga justicia al hecho de que Mitchell debía entrevistar para el World Telegram a varias personas por día, pero seguramente no a la pasión con que las escuchaba.

Inmediatamente pasó al semanario New Yorker, del que llegaría a ser una de sus plumas más reconocidas. Ahí escribió notas más largas, de unas 30 páginas de libro cada una, en promedio, pero también a gran ritmo. Varias de esas notas fueron recopiladas en 1943 en La fabulosa taberna de McSorley, una selección excepcional que acaba de ser editada en castellano (con traducción de Marcelo Cohen, Alejandro Gibert, y Martín Schifino).

Mitchell escribe sobre Mazie, que hace veintiún años trabaja vendiendo entradas en un cine cerca del puente de Brooklyn, y conoce a más vagabundos que nadie en la ciudad. Cuenta la vida de Mazie y lo que Mazie le cuenta sobre los vagabundos. Escribe sobre el Capitán Charley, que tiene un museo donde acumula miles de curiosidades de manera indiscriminada; sobre Lady Olga, mujer barbuda; sobre una pareja que vive en una gruta en el Central Park; y sobre el comodoro Dutch, que vive de organizar anualmente un cena de gala a beneficio de sí mismo.
La nota sobre la taberna McSorley, la más antigua de Nueva York, retrata a cada uno uno de los cinco dueños que tuvo el negocio, todos ellos reacios a cualquier tipo de cambio, y señala que el fundador, “el viejo John”, apasionado por los objetos del recuerdo, revistió hasta el último centímetro cuadrado de las paredes del local con fotos y recortes de diarios, entre ellos la portada del Times de Londres del 22 de junio de 1815, que incluía en una esquina un párrafo dedicado al comienzo de la batalla de Waterloo. Es una nota asombrosa: pura enumeración de datos, que se sucede en forma espiralada, como en zoom, de manera vertiginosa.

Las aperturas y cierres de las notas de Mitchell son ejemplares. Es el estilo el que empuja el periodismo hacia la ficción, no porque escriba en un estilo literario, sino por todo lo contrario. En Mitchell, todo lo que aparece lo hace como “efecto de realidad”. Anota siempre los precios: “La cerveza valía quince centavos, se vendían dos por veinticinco”.

Sobre los gitanos hay dos notas: una sobre Johnny Nikanov, autoproclamado rey, y otra sobre las estafas de las mujeres gitanas. Mitchell da con un policía que es “la máxima autoridad nacional en materia de carteristas, timadores y estafadores”, que lo invita a una charla que dará a dos aprendices para contarles las historias que las gitanas repiten a sus presas. La nota cuenta esa charla.

Hay otra nota sobre un club de sordomudos, y una sobre un vagabundo, Santa Claus Smith, que da a quienes lo ayudan vales por cifras siderales, anotados en un simple papel, destinados a un banco, que los receptores, en la duda, a veces envían para su cobro. A partir del acceso al archivo del banco, donde Smith no tiene cuenta, Mitchell rastrea a los depositantes y a través de ellos dibuja un perfil de Santa Claus.

Joe Gould, “el último bohemio”, sufre el tormento de “la trinidad”: intemperie, hambre y resaca. Es, en otros aspectos, una suerte de alter ego de Mitchell, al que este retrata en 1942 en “El profesor gaviota”. Gould hace veintiseis años que escribe una misteriosa Historia oral de nuestro tiempo, al parecer tan digresiva como el Tristram Shandy, y para la cual ya ha completado 270 cuadernos escolares. Gould padece “memoria absoluta”, es capaz de recordar largas conversaciones absurdas durante largos períodos, para luego transcribirlas.Teme al efecto castrador de la máquina de escribir y desprecia el dinero.

Vagabundos, charlatanes: Mitchell se mueve en el campo de las fabulaciones, no para desenmascararlas, sino para hallar en su singularidad más fina no la mentira sino la verdad de cada uno de los retratados. Son esas singularidades las que tejen la historia de una ciudad.

La reescritura del artículo sobre Gould, en 1964, marcará el fin de la producción escrita de Mitchell. Pasará sus treinta años restantes, siempre como periodista del New Yorker, sin poder escribir una sola línea, en uno de los bloqueos creativos más célebres de la literatura norteamericana. “El mundo se ha convertido en un lugar pavoroso que ya no tolera la clase de escritura que yo hacía”, dirá Mitchell al cumplir los ochenta.

La impronta de la prosa de Mitchell es global, casi religiosa. La de Gay Talese se acerca al pop. Es periodismo para medios que incorporan la fotografía en una nueva dimensión gráfica. Son, casi, notas para acompañar imágenes. ¿Cómo se acompaña una imagen?, podría ser una pregunta que se hiciera Talese.

En El puente, Talese cuenta la construcción del puente colgante que será el más largo del mundo, el Verrazano-Narrows, que en 1964 unió Brooklyn y Staten Island, con una “luz” en su parte central, sobre el agua, de 1.298 metros. Cuenta cómo se fue construyendo y quiénes lo hicieron, obreros de una rama especial de la construcción, la de quienes tienden cables de acero de un extremo al otro, por encima del vacío.

“El componente artístico y dramático de la construcción de un puente arranca una vez que se han erigido las torres, cuando los hombres deben subirse a ellas para iniciar el tendido de los cables y la unión de la luz sobre las aguas. Acoplar el acero es lo más cerca que se puede estar de hacer arte entre las nubes”, escribe Talese.

Talese trabajaba para el New York Times cuando se construyó el puente; ahí publicó una decena de notas al respecto. Se pueden consultar en la web. Las fotos del diario no son las fotos del libro. El original es de 1964. Hace cuatro años, al cumplirse los 50 años del puente, volvió a editarse. El autor le agregó un prefacio y un epílogo. Talese busca siempre el grano del relato. Lo que se narra es esa búsqueda. No busca adelante sino en lo que está contando. Velozmente cambia de zoom, llega a una situación casi epifánica, también porque la búsqueda misma va configurando ese carácter. En el centro del libro está la historia de la caída de un obrero.

A todos los trabajadores se los menciona con nombre y apellido, se describe el puesto que ocupan, sus funciones: el calentador, el receptor, el ensartador, el remachador, el presionador, el jefe andante, el capataz, los submarinistas, el soplón. Todos tiene una historia familiar vinculada a la construcción y una historia particular que también forma parte de la historia de la construcción. El puente es un homenaje a un sindicalismo de una ciudad, porque también es un retrato de una historia urbana, de un momento de la historia urbana de Nueva York. El libro “no pretende ser tanto la celebración del puente en sí como de los hombres que lo levantaron. Los mismos que no fueron invitados a la ceremonia de inauguración”, dice.

Como Gould, como Mitchell, Talese no graba, no toma notas. Escucha.

(Ezequiel Alemian, Revista Ñ, Clarín)