El ensayista Nicolás Mavrakis analiza No-cosas, nuevo libro de Byung-Chul Han
En su nuevo ensayo, el filósofo surcoreano hace una crítica radical del smartphone y ve una disolución del mundo en “no-cosas”: del orden terreno al orden digital y la pérdida del ser desde la mirada heideggeriana
El escritor y ensayista Nicolás Mavrakis es autor de Byung-Chul Han y lo político (Prometeo, 2021) donde recorre el pensamiento del famoso filósofo surcoreano. Lleva años estudiando los vínculos entre la cultura humanística y la tecnología digital en publicaciones como Una pregunta sobre internet (Letra Sudaca, 2017), Houellebecq, una experiencia sensible (Galerna, 2016) y #Findelperiodismo y otras autopsias en la morgue digital (Ediciones CEC, 2011).
- Según Byung-Chul Han, el mundo se vacía de cosas para llenarse de información: se descorporiza perdiendo la referencialidad y la facticidad. Los signos digitales, cada vez más, ya no representan a un objeto real. Y nos desmaterializamos como personas en dígitos: el “otro” va desapareciendo también. ¿Desde la perspectiva heideggeriana de Han avanzaríamos hacia una mayor pérdida del Ser?
- Sin dudas, el avance del “emplazamiento técnico” profundiza el olvido del ser. Nos reduce a la mera verdad del “ente”, cuya función en este “emplazamiento técnico” hoy liderado por Silicon Valley es demandar y consumir objetos, al punto tal que el hombre mismo se reduce a un objeto entre otros. Han menciona en este sentido la cuestión de la autoexplotación: “Ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose”. En No-cosas, estas premisas se afinan en una crítica precisa a algo que Heidegger intuyó pero no llegó a ver: el hecho de que, como escribe Han, “el mundo se torna cada vez más intangible”, lo cual no tiene tanto que ver con la melancolía por la materialidad de las cosas, sino con un eficiente traslado hacia la vida cotidiana de la lógica actual del capital. Este desarraigo del capital frente a toda acción económicamente productiva en beneficio de la pura financiarización especulativa lo vemos en marcha entre palabras vaporosas como “los mercados” o “las inversiones extranjeras”. Estamos hablando de ciclos financieros, no de ciclos productivos. Silicon Valley es un ejemplo de cómo se pueden crear las más grandes fortunas a partir de la especulación improductiva con “no-cosas” como los datos. Pero en este punto hay que recordar lo que Heidegger decía a través de Hölderlin: “Donde está el peligro, crece también lo que salva”. En la medida en que seamos conscientes de lo que pasa, es más probable que podamos reaccionar. Pero, ¿queremos reaccionar?
- El filósofo dice que las energías libidinales se apartan de las cosas para ir hacia las no-cosas: “nos hemos vuelto todos infómanos”, fetichistas de la información y no de las cosas. ¿Qué es un infómano?
- El “infómano” es la versión última del narcisista, cada vez más dependiente de lo que le da certezas afirmativas sobre el valor de sus opiniones, sus consumos y sus hábitos, expuestos a cada instante y sin sospechas de negatividad. Han repite una y otra vez que lo único que las redes sociales nos retribuyen a cambio del usufructo voraz de nuestros datos es narcisismo. Los “Me gusta”, los “corazones”, los “compartidos” y los “vistos” que intercambiamos no son más que narcisismo distribuido por usuarios que, al mismo tiempo, son cada vez más segmentados, filtrados y moldeados por la lógica narcisista de las redes. El círculo de confirmación mutua y celebratoria que nos repite que somos las mejores versiones posibles de nosotros mismos cierra a la perfección. Hay vidas, incluyendo carreras profesionales súbitas y exitosas, atadas a la reputación que se construye con el narcisismo digital.- Sería el caso del derrumbe de la multinacional WeWork con el megalómano de Adam Neumann.
- Es un buen ejemplo. Tal vez Han no es tan popular en Twitter por señalar estas farsas. El punto es que el “fetichismo de la información y los datos” no es una conducta que se nos imponga por las malas, sino por las buenas.
- Han hace casi un llamado a aferrarnos al “orden terreno” compuesto por cosas físico-analógicas. Opina que lo firme y duradero estabiliza la vida, pero está siendo sustituido por el orden digital: cada vez más percibimos el mundo a través de pantallas y no tocamos las cosas. La mayor parte de la comunicación pasa por allí. El mundo va perdiendo solidez y “se torna cada vez más intangible, nublado y espectral... El smartphone irrealiza el mundo”. ¿Por qué lo alarma tanto a Han el que los dispositivos se estén devorando el mundo?
- Acá podríamos dar vuelta la pregunta: ¿por qué no nos alarma tanto a nosotros que los dispositivos se estén devorando al mundo? Hay una zona en la argumentación de Han a la que se puede atacar por buenas razones. Porque son ideas que nos enfrentan al hecho de que nuestra propia identidad, a pesar de lo que muchas veces nos gustaría creer, es menos maleable, mutable y transformable que lo que pensamos, y por eso no podemos evitar ser cómplices conscientes del sistema. Ahora bien, cuando Han habla acerca de dispositivos como el teléfono inteligente, lo que se cuestiona es nuestra complacencia irrestricta a un sistema de explotación que nos riega con narcisismo. Si creemos que Han sólo está contra los teléfonos, nos queda la caricatura de un pesimismo anacrónico que, además, convalida nuestra propia fantasía autocomplaciente acerca del libre dominio que creemos tener sobre los objetos técnicos del siglo XXI. Pero Han no está contra los teléfonos inteligentes por lo que son, sino por lo que hacen y representan. Lo dice con claridad: el teléfono profundiza el cautiverio en un sistema que sólo nos da libertad para optar entre elecciones preestablecidas y consumos, pero empantana toda acción concreta. Gran parte de lo que consideramos “activismo político” no es más que una inútil “indignación digital”. Pero Han dice algo más: lo único “inteligente” del teléfono inteligente es que gracias a la complacencia narcisista con la que nos nutre cada interacción digital, este “capitalismo del Me gusta” no tiene que temer ninguna resistencia. Es la permisividad del “capitalismo del Me gusta” lo que anula cualquier confrontación. Fastidia un poco el hecho de que Han lo diga sin vueltas porque esto es un ataque directo a nuestro narcisismo, de repente asediado por el hecho de que aunque Silicon Valley nos haga creer que somos emperadores, estamos desnudos.
- Para Han, nos estamos “mudando” a la infósfera, donde no necesitamos las manos: el hombre del futuro “ni siquiera se dará cuenta de que no usa las manos”. Los trabajos físicos tienden a hacerlos máquinas y robots. Empuñamos el mouse o apretamos un botón y todo arranca. Aunque esas interfaces tienden a desaparecer ante los comandos de voz. Dice el filósofo que Heidegger parece haber intuido que el ser humano no tendría manos y que en lugar de trabajar, se inclinaría a jugar. El análisis de la mano por Heidegger puede usarse hoy como defensa del orden terreno frente al digital. Aquel pensador distinguía la mano de los dedos: en el uso de la máquina de escribir solo intervenían las yemas y esto “retira al hombre de la esfera esencial de la mano”. Plantea que es la mano la que nos abre el mundo circundante. La mano que toma la cosa, la experimenta más originalmente que la mera visualización. Martillar es lo que mejor nos descubre el martillo: la mano es la que tiene acceso a la esfera original del ser. Y la existencia humana hace pie en tierra: el pie para Heidegger representa la estabilidad del suelo que conecta al hombre con la tierra que le da sostén. Las manos y los pies nos ligan al orden terreno. Concluye Han: “El hombre sin manos del futuro es también un hombre sin pies. Abandona flotando la tierra hacia la nube digital”. ¿Qué es “el hombre sin manos que teclea”?
- Esto vuelve a la cuestión de cómo Han retoma ideas de Heidegger acerca de la técnica. Un punto importante es qué significan las “cosas” para Heidegger. En el contexto de Ser y tiempo, las “cosas”, en tanto que instrumentos, establecen la mundanidad del mundo: nos muestran que hay ciertos fines y efectos posibles, y el modo en que los empleamos definen tal o cual proyecto. Es por esto que el modo en que el hombre, como Dasein, decide qué hacer con estos instrumentos, define su sentido en términos de “efectividad de la existencia”. Pensemos en una “cosa” conocida como la noche. La noche ya no existe. Silicon Valley la está aboliendo con el “scrolling” hipnótico en redes sociales y el “binge watching” (las maratones de series). Para los trabajadores de la seguridad informática, hace un buen rato que no existe tal cosa como la noche porque internet nunca se apaga. Como sea, lo que Heidegger dice es que la relación inicial del hombre con el sentido del ser se da a partir de su alcance de las cosas, ¿pero qué pasa si las cosas se disuelven en bytes? Heidegger intuía que la “tierra”, aquello propio que fundamenta un arraigo inalienable, también quedaría dentro de la esfera de la “maquinación” y su mundo de puras ganancias y beneficios. A partir de ahí, si hoy usamos las manos, los dedos, la mirada o el pensamiento para controlar los dispositivos, no son más que tecnicismos. De lo que se trata es del desarraigo de todas las instancias conocidas de lo humano. Por supuesto, uno lee esto y no puede menos que pensar en el chasquido del guante de Thanos, el personaje de Marvel, pulverizando a la humanidad. Y esto puede ayudar a encasillar a Han como un oscuro nihilista. Sin embargo, él no describe algo que va a pasar, sino algo que está pasando. Esto es lo inquietante.
- Han concluye que “nos encaminamos hacia una era trans y poshumana de información. La digitalización es un paso consecuente en el camino hacia la anulación de lo humano”. Y habla de una pérdida del mundo. No sé si estamos ante la “pérdida del ser” en lo que respecta al humano. Se lo puede ver como evolución, cambio del ser, mutación no biológica sino tecnológica, buscada y consciente: la consolidación del cyborg. Vivimos rodeados de tecnología, los dispositivos se nos adosan al cuerpo y van entrando en la piel. También la percepción ha cambiado y nadie puede detener eso.
- ¿Las redes no riegan nuestro narcisismo con reconocimientos virtuales en la medida en que contamos todo el tiempo lo que sentimos? ¿Y lo que sentimos no es casi siempre lo opuesto del pensar? Y si nuestro narcisismo es recompensado por sentir en lugar de pensar, ¿no tiene mucho sentido que en las redes haya una total ausencia de negatividad? Apenas asoma la negatividad, se la bloquea, silencia, deja de seguir o se la “cancela”. Y sin negatividad, dice Han, no hay lenguaje ni entendimiento. Como buen romántico, Han no propone qué hacer frente a la época, sino que simplemente se opone al “deber ser” de la época. No es poco. Y es, además, una posición crítica astuta: evade una discusión con el único filósofo contemporáneo al que nunca menciona en sus libros, el alemán Peter Sloterdijk. Sloterdijk explica que la esencia del hombre no ha sido nunca otra cosa que la técnica, y por eso oponerse a los gigantescos saltos tecnológicos no significa proteger al hombre de nada, sino negar lo que es: esa artificiosidad que llamamos “transhumanismo”.
- Para Han, el “Phono sapiens descubre la comunicación como su campo de juego. Es más Homo ludens que Homo faber”. ¿Qué significa esto?
- Han dice que el Phono sapiens, un hombre ligado en cuerpo y alma a su teléfono inteligente, deja de “actuar” ante el mundo y abandona el estado de Homo faber para convertirse en un Homo ludens, que es algo así como un hombre que, tal como ocurre en un juego, se limita a seguir reglas establecidas por otro para cumplir objetivos ajenos. ¿Y a cambio de qué? De gratificación narcisista. Han habla de un futuro cercano hecho de renta básica universal y juegos de video. La verdad, no creo que sea algo tan lejano de los planes de Mark Zuckerberg a partir de su presentación de Meta.
- Han parece renegar del smartphone: creo que ni tiene uno. Esa suerte de nostalgia analógica parece algo ingenua y conservadora. Para la acción política se necesita el smartphone: imaginemos el feminismo sin la ayuda práctica de redes sociales para las movilizaciones. El smartphone es una tecnología como las demás: su sentido está abierto, no viene dado. Renunciar a él sería renunciar a la política. Es evidente que se está convirtiendo en un opio, que potencia la fragmentación perceptiva y la pérdida de sentido, que nos tiene trabajando gratis para nuevos señores feudales digitales alimentando el big data, que diluye la “era de la verdad” dando paso a la sociedad posfactual de la fakenews, que es un campo de trabajo móvil y un informante que nos monitorea: nos sentimos libres y nos delatamos en un confesionario móvil. Es una herramienta de la derecha mundial, pero no podemos cedérsela en exclusividad. No está completo el diagnóstico si lo consideramos solo eso, puro veneno. Un arma puede servir para oprimir o liberar.
- Es un error pensar que el sentido de la tecnología está abierto y no viene dado. De hecho, el sentido de la tecnología sí viene dado, no está abierto y no es otro que la expansión del mundo en el que tal sentido es posible. Es lo que Heidegger llamaba “la esencia de la técnica”. Los usos de un teléfono pueden variar, pero su esencia no está abierta a discusión. Con menos filosofía y más pragmatismo: estamos hablando de la expansión de la lógica existencial del neoliberalismo. Lo mejor que podemos hacer es conocer esa esencia de la técnica para alcanzar una relación más “serena”. Aun así, tampoco creo que el smartphone haya ayudado a la emancipación de nada ni nadie. Toda adquisición de derechos es fruto del trabajo de la política, es decir, de los mecanismos y las convicciones de la política y de la sociedad que la interpela. Tuitear en favor de la vida o contra los incendios forestales nunca le salvó la vida a nadie ni apagó una sola hoja en llamas. En internet no hay ninguna libertad ni algún orden constitucional que garantice nada. Estas ilusiones son el subproducto de un negocio y de un modelo de vigilancia, nada más. Aun así, no se trata de apagar nuestros módems y tirar los teléfonos. Han no llama a pensar desde la negación sino desde la negatividad, es decir, desde cierto entendimiento crítico que pueda relampaguear en nuestra mente mientras madrugamos repartiendo “corazoncitos” en Instagram creyendo que nada tiene mayor sentido.
- Prólogo.
En su novela La policía de la memoria, la escritora japonesa Yoko Ogawa habla de una isla sin nombre. Unos extraños sucesos intranquilizan a los habitantes de la isla. Inexplicablemente, desaparecen cosas luego irrecuperables. Cosas aromáticas, rutilantes, resplandecientes, maravillosas: lazos para el cabello, sombreros, perfumes, cascabeles, esmeraldas, sellos y hasta rosas y pájaros. Los habitantes ya no saben para qué servían todas estas cosas.
Yoko Ogawa describe en su novela un régimen totalitario que destierra cosas y recuerdos de la sociedad con la ayuda de una policía de la memoria similar a la policía del pensamiento de Orwell. Los isleños viven en un invierno perpetuo de olvidos y pérdidas. Los que guardan recuerdos en secreto son arrestados. Incluso la madre de la protagonista, que evita que desaparezcan las cosas amenazadas en una cómoda secreta, es perseguida y asesinada por la policía de la memoria.
La policía de la memoria puede leerse en analogía con nuestra actualidad. También hoy desaparecen continuamente las cosas sin que nos demos cuenta. La inflación de cosas nos engaña haciéndonos creer lo contrario. A diferencia de la distopía de Yoko Ogawa, no vivimos en un régimen totalitario con una policía del pensamiento que despoja brutalmente a la gente de sus cosas y sus recuerdos. Es más bien nuestro frenesí de comunicación e información lo que hace que las cosas desaparezcan. La información, es decir, las no-cosas, se coloca delante de las cosas y las hace palidecer. No vivimos en un reino de violencia, sino en un reino de información que se hace pasar por libertad.
En la distopía de Ogawa, el mundo se vacía sin cesar. Al final desaparece. Todo va desapareciendo en una disolución progresiva. Incluso desaparecen partes del cuerpo. Al final, solo voces sin cuerpo flotan sin rumbo en el aire. La isla sin nombre de las cosas y los recuerdos perdidos se parece a nuestro presente en algunos aspectos. Hoy, el mundo se vacía de cosas y se llena de una información tan inquietante como esas voces sin cuerpo. La digitalización desmaterializa y descorporeiza el mundo. También suprime los recuerdos. En lugar de guardar recuerdos, almacenamos inmensas cantidades de datos. Los medios digitales sustituyen así a la policía de la memoria, cuyo trabajo hacen de forma no violenta y sin mucho esfuerzo.
A diferencia de la distopía de Ogawa, nuestra sociedad de la información no es tan monótona. La información falsea los acontecimientos. Se nutre del estímulo de la sorpresa. Pero el estímulo no dura mucho. Rápidamente se crea la necesidad de nuevos estímulos. Nos acostumbramos a percibir la realidad como fuente de estímulos, de sorpresas. Como cazadores de información, nos volvemos ciegos para las cosas silenciosas, discretas, incluidas las habituales, las menudas o las comunes, que no nos estimulan, pero nos anclan en el ser.
- De la cosa a la no-cosa.
El orden terreno, el orden de la tierra, se compone de cosas que adquieren una forma duradera y crean un entorno estable donde habitar. Son esas «cosas del mundo», en el sentido de Hannah Arendt, a las que corresponde la misión de «estabilizar la vida humana». Ellas le dan un sostén. El orden terreno está siendo hoy sustituido por el orden digital. Este desnaturaliza las cosas del mundo informatizándolas. Hace décadas, el teórico de los medios de comunicación Vilém Flusser ya observó que «las no-cosas penetran actualmente por todos los lados en nuestro entorno, y desplazan a las cosas. A estas se las llama informaciones». Hoy nos encontramos en la transición de la era de las cosas a la era de las no-cosas. Es la información, no las cosas, la que determina el mundo en que vivimos. Ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la nube. El mundo se torna cada vez más intangible, nublado y espectral. Nada es sólido y tangible.
Las cosas estabilizan la vida humana, «y su objetividad radica en el hecho de que […] los hombres, a pesar de su siempre cambiante naturaleza, pueden recuperar su unicidad, es decir, su identidad, al relacionarla con la misma silla y con la misma mesa». Las cosas son polos de reposo de la vida. En la actualidad, están completamente recubiertas de información. Los impulsos de información son todo menos polos de reposo de la vida. No es posible detenerse en la información. Tiene un intervalo de actualidad muy reducido. Vive del estímulo que es la sorpresa. Ya por su fugacidad, desestabiliza la vida. Reclama hoy permanentemente nuestra atención. El tsunami de información arrastra al propio sistema cognitivo en su agitación. Las informaciones no son unidades estables. Carecen de la firmeza del ser. Niklas Luhmann caracteriza así la información: «Su cosmología no es una cosmología del ser, sino de la contingencia».
Las cosas retroceden cada vez más a un segundo plano de atención. La actual hiperinflación de las cosas, que lleva a su multiplicación explosiva, delata precisamente la creciente indiferencia hacia las cosas. Nuestra obsesión no son ya las cosas, sino la información y los datos. Ahora producimos y consumimos más información que cosas. Nos intoxicamos literalmente con la comunicación. Las energías libidinales se apartan de las cosas y ocupan las no-cosas. La consecuencia es la infomanía. Ya nos hemos vuelto todos infómanos. El fetichismo de las cosas se ha acabado. Nos volvemos fetichistas de la información y los datos. Hasta se habla ya de «datasexuales».
La Revolución Industrial reforzó y expandió la esfera de las cosas. Solo nos alejaba de la naturaleza y la artesanía. La digitalización acaba con el paradigma de las cosas. Supedita estas a la información. El hardware es soporte de software. Es secundario a la información. Su miniaturización lo hace contraerse cada vez más. La internet de las cosas lo convierte en terminal de información. Las impresoras 3D invalidan el ser de las cosas. Las degradan a derivados materiales de la información.
¿En qué se convierten las cosas cuando prevalece la información? La informatización del mundo convierte las cosas en infómatas, es decir, en actores que procesan información. El automóvil del futuro dejará de ser una cosa a la que puedan asociarse fantasmas de poder y posesión para ser una «red informativa» móvil, es decir, un infómata que se comunica con nosotros: «[El coche] os habla, os informa “espontáneamente” sobre su estado general, y sobre el vuestro (negándose eventualmente a funcionar, si no funcionáis bien), el coche consultante y deliberante, pareja en una negociación general del modo de vida […]».
El análisis heideggeriano del Dasein en Ser y tiempo requiere una revisión que tenga en cuenta la informatización del mundo. El «ser-en-el-mundo» de Heidegger consiste en «manejar» cosas que están «vorhanden» o «zuhanden», que están para usarlas con las manos. La mano es una figura central del análisis heideggeriano del Dasein. El Dasein (el término ontológico para el hombre) accede al mundo circundante por medio de las manos. Su mundo es una esfera de cosas. Pero hoy se habla de una infoesfera. Hoy estamos en una infoesfera. No manejamos las cosas que, pasivas, tenemos delante, sino que nos comunicamos e interactuamos con infómatas, los cuales actúan y reaccionan como actores. El ser humano ya no es un Dasein, sino un inforg que se comunica e intercambia información.
En la smarthome, unos infómatas se preocupan por nosotros, nos cuidan. Hacen por nosotros toda clase de operaciones. Quien los usan no tiene que preocuparse. El telos del orden digital es la superación de los cuidados, que Heidegger describe como un rasgo esencial de la existencia humana. La existencia es cuidarse. La inteligencia artificial se halla ahora en proceso de librar de cuidados a la existencia humana, optimizando la vida y velando el futuro como fuente de preocupación, es decir, sobreponiéndose a la contingencia del futuro. El futuro calculable como presente optimizado no nos causa ninguna preocupación.
Las categorías del análisis heideggeriano del Dasein, como «historia», «estar arrojado» o «facticidad», pertenecen todas al orden terreno. Las informaciones son aditivas, no narrativas. Pueden contarse, pero no narrarse. Como unidades discontinuas de breve actualidad, no se combinan para constituir una historia. Nuestro espacio de memoria también se asemeja cada vez más a una memoria informática llena hasta arriba de masas de información de todo tipo. La adición y la acumulación desbancan a las narraciones. Los largos espacios de tiempo que ocupa la continuidad narrativa distinguen a la historia y la memoria. Solo las narraciones crean significado y contexto. El orden digital, es decir, numérico, carece de historia y de memoria, y, en consecuencia, fragmenta la vida.
El ser humano como proyecto optimizador de sí mismo que constantemente se renueva se alza por encima de su condición de ser «arrojado». La idea heideggeriana de «facticidad» consiste en que la existencia humana se basa en la indisponibilidad. El «ser» de Heidegger es otro nombre para la indisponibilidad. El hallarse «arrojado» y la «facticidad» pertenecen al orden terreno. El orden digital desfactifica la existencia humana. No acepta ninguna indisponibilidad fundamental del ser. Su divisa es: el ser es información. El ser está, pues, completamente a nuestra disposición y es controlable. La cosa de Heidegger, en cambio, encarna la condicionalidad, la facticidad de la existencia humana. La cosa es la cifra del orden terreno.
La infoesfera tiene cabeza de Jano. Nos ayuda a tener más libertad, pero al mismo tiempo nos somete a una vigilancia y un control crecientes. Google presenta la futura smarthome en red como una «orquesta electrónica». Su usuario es un «director de orquesta». Pero los autores de esta utopía digital describen en realidad una prisión inteligente. En la smarthome no somos directores autónomos. Más bien somos dirigidos por diferentes actores, incluso por metrónomos invisibles. Somos objetos de una visión panóptica. La cama inteligente con varios sensores lleva a cabo una monitorización continua aun durante el sueño. La monitorización se introduce cada vez más en la vida cotidiana en forma de convenience. Los infómatas, que nos ahorran mucho trabajo, resultan ser eficientes informantes, que nos vigilan y controlan. De ese modo permanecemos confinados en la infoesfera.
En el mundo controlado por los algoritmos, el ser humano va perdiendo su capacidad de obrar por sí mismo, su autonomía. Se ve frente a un mundo que no es el suyo, que escapa a su comprensión. Se adapta a decisiones algorítmicas que no puede comprender. Los algoritmos son cajas negras. El mundo se pierde en las capas profundas de las redes neuronales, a las que el ser humano no tiene acceso.
La información por sí sola no ilumina el mundo. Incluso puede oscurecerlo. A partir de cierto punto, la información no es informativa, sino deformativa. Hace tiempo que este punto crítico se ha sobrepasado. El rápido aumento de la entropía informativa, es decir, del caos informativo, nos sumerge en una sociedad posfáctica. Se ha nivelado la distinción entre lo verdadero y lo falso. La información circula ahora, sin referencia alguna a la realidad, en un espacio hiperreal. Las fake news son informaciones que pueden ser más efectivas que los hechos. Lo que cuenta es el efecto a corto plazo. La eficacia sustituye a la verdad.
Hannah Arendt, como Heidegger, se ceñía al orden terreno. A menudo invocaba la permanencia y la duración. No solo las cosas del mundo, sino también la verdad, estabilizan la vida humana. En contraste con la información, la verdad posee la firmeza del ser. La duración y la constancia la distinguen. La verdad es facticidad. Opone resistencia a toda modificación y manipulación. Constituye así el cimiento de la existencia humana: «En términos conceptuales, podemos llamar verdad a lo que no logramos cambiar; en términos metafóricos, es el espacio en el que estamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas».
Significativamente Arendt sitúa la verdad entre el suelo y el cielo. La verdad pertenece al orden terreno. Da a la vida humana un sostén. El orden digital pone fin a la era de la verdad y da paso a la sociedad de la información posfactual. El régimen posfactual de la información se erige por encima de la verdad de los hechos. La información con su impronta posfactual es volátil. Donde no hay nada firme se pierde todo sostén.
Hoy las prácticas que requieren un tiempo considerable están en trance de desaparecer. También la verdad requiere mucho tiempo. Donde una información ahuyenta a otra, no tenemos tiempo para la verdad. En nuestra cultura posfactual de la excitación, los afectos y las emociones dominan la comunicación. En contraste con la racionalidad, son muy variables en el tiempo. Desestabilizan la vida. La confianza, las promesas y la responsabilidad también son prácticas que requieren tiempo. Se extienden desde el presente al futuro. Todo lo que estabiliza la vida humana requiere tiempo. La fidelidad, el compromiso y las obligaciones son prácticas asimismo que requieren mucho tiempo. La desintegración de las arquitecturas temporales estabilizadoras, entre las que también se cuentan los rituales, hacen que la vida sea inestable. Para estabilizar la vida, es necesaria otra política del tiempo.
Entre las prácticas que requieren tiempo se encuentra la observación atenta y detenida. La percepción anexa a la información excluye la observación larga y lenta. La información nos hace miopes y precipitados. Es imposible detenerse en la información. La contemplación detenida de las cosas, la atención sin intención, que sería una fórmula de la felicidad, retrocede ante la caza de información. Hoy corremos detrás de la información sin alcanzar un saber. Tomamos nota de todo sin obtener un conocimiento. Viajamos a todas partes sin adquirir una experiencia. Nos comunicamos continuamente sin participar en una comunidad. Almacenamos grandes cantidades de datos sin recuerdos que conservar. Acumulamos amigos y seguidores sin encontrarnos con el otro. La información crea así una forma de vida sin permanencia y duración.
La infoesfera tiene sin duda un efecto emancipador. Nos libera más eficazmente del penoso trabajo que la esfera de las cosas. La civilización humana puede entenderse como una espiritualización creciente de la realidad. El hombre transfiere sucesivamente sus capacidades mentales a las cosas para hacerlas funcionar por él. El espíritu subjetivo se transforma así en espíritu objetivo. En este sentido, las cosas como máquinas representan un progreso en la civilización, ya que contienen en sí mismas ese instinto que, como una forma primitiva del espíritu, las capacita para actuar por su cuenta. Hegel incluyó en su Filosofía real esta idea: «La herramienta no tiene aún en sí misma la actividad. Es cosa inerte […]. Sigo teniendo que trabajar yo con ella. Yo he tenido la astucia de introducirla entre mí y la coseidad externa para preservarme […] y dejar que ella se desgaste […], pero sigo sacándome callos; el hacerme cosa sigue siendo un momento necesario; la actividad propia del impulso no ha pasado aún a la cosa. Hay que poner en la herramienta también actividad propia, convertirla en algo que actúa por sí mismo». La herramienta es una cosa inerte porque no actúa por sí sola. El hombre que la maneja se convierte en una cosa porque su mano se encallece. Se desgasta como una cosa. Con las máquinas autónomas, la mano ya no se encallece, pero ellas todavía no la liberan completamente del trabajo. Las máquinas necesitan de fábricas y trabajadores.
En el siguiente paso civilizatorio, no solo se implanta el instinto en la cosa, sino también la inteligencia, esa forma superior de espíritu. La inteligencia artificial convierte a las cosas en infómatas. La «astucia» consiste en que el hombre no solo deja actuar a las cosas, sino también pensar por él. No son las máquinas, sino los infómatas los que emancipan del trabajo a la mano. Pero la inteligencia artificial queda fuera de la imaginación de Hegel. Además, Hegel se fija demasiado en la idea del trabajo, de modo que no tiene acceso a una forma de vida que no sea trabajo. Para Hegel, el espíritu es trabajo. El espíritu es mano. En su efecto emancipador, la digitalización promete una forma de vida que se asemeja al juego. Genera un desempleo digital que no tiene carácter coyuntural.
Vilém Flusser resume de la siguiente manera la situación del nuevo mundo dominado por la información: «Ya no podemos retener las cosas, y no sabemos cómo retener la información. Nos hemos vuelto inestables». Tras cierto escepticismo inicial, Flusser imagina el futuro con imágenes utópicas. La inestabilidad inicialmente temida da paso a la ligereza del juego. El ser humano del futuro, sin interés por las cosas, no será un trabajador (Homo faber), sino un jugador (Homo ludens). No necesitará vencer laboriosamente las resistencias de la realidad material mediante el trabajo. Los aparatos programados por él se encargarán de hacer ese trabajo. Los humanos del futuro no se servirán de las manos: «Este nuevo ser humano que tendremos a nuestro alrededor y que se gestará en nuestro propio interior es manualmente inactivo. Ya no tratará con cosas y, por tanto, ya no podremos hablar de actividades».
La mano es el órgano del trabajo y la actividad. El dedo, en cambio, es el órgano de la elección. El humano manualmente inactivo del futuro solo hará uso de sus dedos. Elegirá en lugar de actuar. Para satisfacer sus necesidades presionará teclas. Su vida no será un drama que le obligue a actuar, sino un juego. Tampoco querrá poseer nada, sino experimentar y disfrutar.
El humano manualmente inactivo del futuro se acercará a ese Phono sapiens que toca con los dedos su smartphone. Usar el smartphone es una forma de jugar. Es tentadora la idea de que el humano del futuro solo juegue y disfrute, es decir, de que no tenga «preocupaciones». ¿Puede considerarse la creciente «gamificación» del mundo, que engloba tanto la comunicación como el trabajo, una prueba de que la era de la humanidad lúdica ya ha comenzado? ¿Debemos dar la bienvenida al Phono sapiens? El «último hombre» de Nietzsche ya lo anticipaba: «La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento […]. La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud».
El Phono sapiens, que solo experimenta, disfruta y quiere jugar, se despide de esa libertad a que se refería Hannah Arendt, que está ligada a la actividad. Quien actúa rompe con lo que existe y pone en el mundo algo nuevo, algo completamente diferente. Para ello debe vencer una resistencia. El juego, en cambio, no interviene en la realidad. Actuar es el verbo de la historia. El humano jugador, manualmente inactivo, del futuro representa el final de la historia.
Cada época define la libertad de forma diferente. En la Antigüedad, la libertad significaba ser un hombre libre, no un esclavo. En la modernidad, la libertad se interioriza como autonomía del sujeto. Es la libertad de acción. Hoy, la libertad de acción se reduce a libertad de elección y de consumo. El hombre manualmente inactivo del futuro se entregará a la «libertad de la yema de los dedos»: «Las teclas de que dispongo son tan numerosas que las yemas de mis dedos nunca podrán tocarlas todas. Y así tengo la impresión de ser completamente libre de decidir». La libertad de usar la yema de los dedos es, pues, una ilusión. La libre elección es en realidad una selección consumista. El hombre inactivo del futuro no tendrá en verdad otra posibilidad de elegir, puesto que no actuará. Vivirá en la poshistoria. Ni siquiera se dará cuenta de que no usa las manos. Pero nosotros somos capaces de crítica porque todavía tenemos manos y podemos actuar con ellas. Solo las manos son capaces de elección, de tener libertad de acción.
La dominación perfecta es aquella en la que todos los humanos solamente jueguen. Juvenal caracterizó con la expresión panem et circenses aquella sociedad romana en la que ya no era posible la acción política. La gente se calla con comida gratis y juegos espectaculares. Renta básica y juegos de ordenador serían la versión moderna de panem et circenses.
(Julián Varsavsky, Página 12, 06/12/21)