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'Las tres hermanas' (editorial Espasa) de Heather Morris: Cibi, Magda y Livi, la historia de novela de tres hermanas que sobrevivieron juntas al horror nazi

“Todas las noches, cuando me acuesto, estoy en Birkenau. Eso es seguro. Cada noche. Mi mente no puede olvidar que estuve ahí. Tengo 95 años y cada noche estoy ahí”. Lo explica Livi, que sobrevivió al horror del campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau. Livi, junto a sus hermanas Cibi y Magda, salvaron la vida en aquel infierno gracias a la tenacidad, la inteligencia, la suerte y el infinito amor que las unía, porque allí donde una desfallecía, la otra insuflaba vida. Les da voz y memoria eterna Heather Morris en Las tres hermanas (Espasa), una novela que “no me fue muy difícil escribir, porque, de hecho, las hermanas me contaron unas historias increíbles y yo pude entretejerlas en este relato”, explica a Magazine Lifestyle.

Morris es autora de El tatuador de Auschwitz (Espasa), publicado en 2018, un éxito internacional de ventas. Fue la lectura de este libro la que empujó a las protagonistas judías de esta historia a contactar con la escritora y guionista neozelandesa, porque ellas también conocieron a Lale Sokolov, el hombre que marcaba los números en los brazos de los apresados en Auschwitz. Pero Morris pronto se percató de que la historia de las tres hermanas merecía un tomo aparte.

“Siempre me pregunto cómo es que pude luchar tanto y cómo sobrevivimos... No puedo decírtelo. Es un milagro. Realmente, no creo en los milagros -confiesa Livi-. Pero algo sucedió. Algunas veces le llegué a preguntar a mi hermana mayor: ‘¿Pasamos por esto’? Ella me contestaba: ‘¡Nu (expresión hebrea), se te ha ido la cabeza! ¿De qué estás hablando? ¡Pues claro que pasamos por esto!’. No podía creerme a mí misma”.

Las tres hermanas vivían en la localidad eslovaca Vranov nad Topl’ou, junto a sus padres, Menachem y Chaya, y su abuelo, Yitzchak. Su padre debía someterse a una intervención delicada para extirparle una bala errante, alojada en el cuello y que fue a parar ahí en los combates durante la Primera Guerra Mundial. Un día, Menachem tenía abrazadas a sus hijas: Cibi, la mayor, Magda y Livi, la menor. Era junio de 1929. Temía que la operación no fuera bien, como así pasó, y por eso les suplicó: “Quiero que me prometáis que siempre cuidaréis de vuestras hermanas. Que siempre estaréis las unas por las otras. Que no permitiréis que nadie os separe, nunca. ¿Lo entendéis?”. Lo prometieron, por supuesto, y la promesa se convirtió en la divisa que regió (y salvó) sus vidas.

- Un valioso amuleto.

No es gran cosa. Y como arma defensiva o de ataque deja mucho que desear. Tampoco fue ese su cometido. Este cuchillo que descansa en la palma de la mano de la Livi de 95 años, y que tantas veces escondió en su mano y entre la ropa cuando tenía 15, lo encontró entre el fango, mientras intentaba, junto a Cibi y otras prisioneras, rescatar un carro que había quedado hundido en el barro. En un lugar como Auschwitz, donde nada era tuyo, ni siquiera la ropa, y en el que la maquinaria de exterminio nazi intentaba arrebatarte la dignidad y la condición humana, un cuchillo así era algo muy valioso. Una posesión. Casi un talismán, con el que cortarían el pan, para compartirlo y racionarlo, o el pedazo de carne de origen incierto que les caía muy de vez en cuando en el cuenco de la sopa, con la complicidad de la cocinera. La herramienta valía tanto como el hecho de convertirla en un secreto, a salvo de los registros y afrontando los riesgos, ya que podía morir si se se lo encontraban encima.

En marzo de 1942, la Hlinka, la policía del régimen eslovaco que colaboró con los nazis, se fijó en Livi, de 15 años. Quería obligarla a trabajar, durante el verano, en un campo del que nadie sabía nada. Cibi, que tenía 19 años, no quiso dejarla sola y la acompañó, a pesar de que nadie la reclamaba, ante la desolación de su madre y de su abuelo, que hicieron todo lo posible (y lo imposible), durante meses, para impedir que se llevaran a Magda, buscada también por la Hlinka.

Y aquí fue donde empezó todo. El libro se convierte en un relato del horror, aunque el amor empape sus páginas. Del horror, porque pone los pelos de punta y la emoción en los ojos mientras se lee la brutalidad de la que es capaz el ser humano. Golpean el ánimo los capítulos en los que Cibi y Livi ya advierten que no volverán a casa después del verano, y que quizás nunca salgan con vida del centro en el que están, presidido en su entrada por el mensaje Arbeit macht frei (El trabajo te hará libre), el lema que abría las puertas al infierno de Auschwitz.

Allí aprenden a no destacar, a no moverse mientras aguardan en las filas, durante horas; a no mostrar signos de debilidad, a evitar el temblor en las manos o en la cara, para no ser “seleccionadas” y ser destinadas al pabellon del que nadie vuelve o a habituarse al olor que desprenden los crematorios. Cuando les comunican que dormirán en Birkenau, y que cada día deberán recorrer los kilómetros de distancia a pie, también aprenden a no ayudar a las que caen, agotadas y debilitadas por la mala alimentación y el trabajo extenuante. Una de ellas se desmaya y en el suelo recibe un disparo de un oficial de las SS: “Cibi y Livi no reducen la marcha cuando esquivan el cadáver de la chica. Han aprendido a parecer indiferentes, a no dar muestras de conmoción o de miedo, de indignación u horror. Para sobrevivir uno debe permanecer invisible. Llamar la atención sobre uno mismo, por muy insignificante que sea el acto, a menudo es lo único que hace falta para sufrir la muerte instantánea”. Incluido el estar enferma. Si en las revisiones se detectaban lesiones, debilitamiento o llagas podían acabar en la cámara de gas.

- Mucho más que unos candelabros.

Cuando abandonaron el campo de Auschwitz, en plena retirada y desconcierto de las tropas nazis, vivieron muchos momentos en los que creían que serían asesinadas o morirían de cansancio y hambre, en las temidas “marchas de la muerte”. Volvieron andando, desde Polonia, a Eslovaquia, su país natal. Pero no fueron recibidas como heroínas. El rechazo social a los judíos seguía latente. Se encontraron su vivienda ocupada por unos inquilinos que no tenían intención de abandonarla. Magda, que había sido la última a abandonarla, junto a su madre y su abuelo, escondió en un falso techo los candelabros y las fotos de la familia. No fue fácil. Magda propinó dos patadas al señor de la casa y mientras Livi le empuja, Magda se sube a una silla se retuerce para alcanzar los candelabros y las fotos escondidas, ante la oposición de la mujer. Pero lo consiguen. La memoria de la familia, ya sin vivienda, está a salvo.

En la primavera de 1943 recibieron la visita de Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler. Las obligaron a formar a todas y Cibi se percató de que a ella la revisarían antes que a su hermana. Sin decir nada a Livi, le cambió el sitio. Livi fue enviada a la derecha, igual que Cibi, y ambas salvaron la vida. Al acabar, Livi le preguntó por qué lo había hecho y Cibi le contestó que así podía saber a qué fila la enviaban. Cibi habría elegido la misma fila, fuera la de la salvación o la de la muerte.

Por eso, el libro es una inmensa historia de amor: “Y no es amor romántico. Es algo más rico, el amor entre hermanas, que se conectan como ninguna otra persona. En mi caso, por ejemplo, yo tengo marido y tengo hijos, pero son mis hermanos quienes mejor me conocen y quería contar el amor entre hermanas, que lo es todo”, explica la autora..

- El capítulo que Morris tuvo que reescribir.

Heather Morris explica a Magazine Lifestyle que supo guardar la distancia mientras escribía la novela: “He intentado evitar que mis sentimientos influyeran en mi escritura”. Sin embargo, hubo un capítulo en el que esa contención se deshizo. Fue cuando las tres hermanas retornan a Eslovaquia, después de una difícil marcha de la muerte, “donde ellas me admitieron que estuvieron a punto de perder la esperanza. Ahí sabían que lo que le sucediera a una le pasaría a las tres. Fue en esos meses, el ir de un campo a otro, intentando sobrevivir, cruzando pueblos en Alemania, que se turnaron, ayudándose las unas a las otras”. Al llegar a Praga son recibidas por miles de personas en las calles, alcalde incluido: “Eso me enfadó y lo escribí estando muy enfadada, porque no podía aceptar que estas personas, que las habían expulsado y que eran responsables de que muchas familias hubieran perdido la vida, estuvieran ahí pensando que ahora podían darles la bienvenida. Y estos sentimientos sí que interfirieron en la forma en como lo escribí. Y las hermanas me escribieron y me dijeron: ‘No, te equivocaste, porque, de hecho, fue el momento más difícil; cuando volvimos a casa’. Y mi interpretación de este regreso a casa interfirió con la escritura. Por suerte, me corrigieron y lo reescribí”.

En septiembre de 1944, la otra hermana, Magda, la madre Chaya y el abuelo Yitzchak, son deportados a Auschwitz, como miles de judíos. En la barahúnda de la llegada, las hermanas se reconocen y el encuentro es uno de los momentos más conmovedores del libro, un excelente trabajo periodístico novelado. La emoción entre ellas se desata, a la vez que las atenaza la tristeza, porque pierden el contacto con la madre y el abuelo, a los que pueden saludar unos segundos a través de la alambrada. Ya no los verán más.

Heather Morris admite que no se emociona mientras escribe: “Me disocio y, simplemente, pongo palabras en la pantalla, aunque cuando las leo, entonces sí que me emociono mucho y me cuesta volver a leer lo que he escrito”. Pero este capítulo es distinto. “Nunca leo ese capítulo, donde nos explican lo que pasó con la madre y el abuelo. Nunca. No. Prácticamente intento hacer como si no hubiera sucedido. Y me lo contó Livi, pero para mí es demasiado doloroso”.

- Los números de la infamia.

Son los números que identificaban a los prisioneros. El de arriba, el 4559, es el de Livi, el de abajo, el A-25592, el de Magda, que evidencia que habían entrado muchos más prisioneros, ya que ella fue apresada casi dos años después. El de Cibi era el 4560, lo que da fe de que siempre estuvo al lado de Livi, la pequeña, protegiéndola, sin separarse ni un milímetro de ella. Estos números son el vínculo con Lale Sokolov, el tatuador de Auschwitz. Preguntada Morris sobre si tuvo la tentación de alargar la presencia en el libro de este personaje, afirmó, sin dudarlo: “Ya tiene su espacio en su propio libro, y no hacía falta escribir más sobre él”. Aun así, su aparición es importante, porque cuando Cibi y Livi ven a su hermana Magda y se la llevan a su barracón para protegerla, advierten que no tiene número, por lo que le piden a Sokolov que se lo marque: “Si no tenías número no existías y eso equivalía a la muerte”, recuerda la autora.

Pero sucedió. Por eso, Livi, con 95 años, ante la negación del Holocausto y el resurgimiento de los partidos neonazis, lamenta: “El mundo no quiere escuchar. La gente ha cambiado y no lo cree. Y ves a gente joven que dice: ‘Todo es imaginación’. Sí, imaginación. Pero es verdad; la verdad. Yo no sé aquí, ahora, cómo pudimos sobrevivir”.

- 'Las tres hermanas' (Heather Morris).

1.-

Vranov nad Topl'ou, Eslovaquia.
Marzo de 1942.

- Por favor, dime que va a estar bien; estoy muy preocupada por ella -ruega Chaya inquieta mientras el doctor examina a su hija de diecisiete años.

Magda lleva varios días con fiebre.

- Sí, señora Meller, Magda estará bien -le asegura el doctor Kisely.

La pequeña habitación contiene dos camas; en una duerme Chaya con su hija más joven, Livi; y la otra la comparten Magda y su hermana mayor, Cibi, cuando está en casa. Un gran armario ocupa una de las paredes, abarrotado con las pequeñas posesiones personales de las cuatro mujeres de la casa. En primer lugar, el frasco de perfume de cristal tallado con su lazo y su borla de color esmeralda, y al lado una fotografía borrosa. En ella se ve a un hombre sentado en una silla, con un bebé sobre una rodilla y una niña algo mayor en la otra. Una tercera, de más edad, posa de pie a su izquierda. A su derecha se encuentra la madre de las muchachas, con una mano apoyada sobre el hombro de su marido. La madre y las hijas llevan vestidos de encaje blanco; juntos son la familia perfecta o, al menos, lo eran.

Después de que Menachem Meller muriera en la mesa de operaciones cuando, al fin, le quitaron la bala pero perdió demasiada sangre para sobrevivir, Chaya quedó viuda y, las niñas, huérfanas de padre. Yitzchak, padre de Chaya y abuelo de las hermanas, se mudó a la pequeña cabaña para ayudar en lo que pudiera, mientras que el hermano de Chaya, Ivan, vive en la casa de enfrente.

Ella no está sola, aunque se sienta así.

Las pesadas cortinas de la habitación están echadas, impidiendo que la brillante luz del sol de primavera que se atisba por encima de la barra de las cortinas alcance a la temblorosa y febril Magda.

- ¿Podemos hablar en la otra habitación? -pregunta el doctor Kisely, cogiendo a Chaya del brazo.

Livi, con las piernas cruzadas sobre la cama de al lado, observa a Chaya mientras coloca otra toalla húmeda sobre la frente de Magda.

- ¿Te quedas con tu hermana? -le pregunta su madre, y Livi asiente con la cabeza.

Cuando los adultos abandonan la habitación, Livi se dirige hacia la cama de su hermana y se tumba junto a ella para secarle el sudor del rostro con un pañuelo.

- Va a estar todo bien, Magda. No voy a dejar que te pase nada.

Esta se obliga a sonreír un poco.

- Esa es mi frase. Yo soy la hermana mayor, yo cuido de ti.

- Pues ponte buena.

Chaya y el doctor Kisely recorren los pocos pasos desde el dormitorio hasta la sala principal de la casa. La puerta delantera se abre directamente a aquella acogedora sala de estar, con una pequeña zona de cocina en la parte posterior.

El abuelo de las muchachas, Yitzchak, está lavándose las manos en el fregadero. Ha dejado un rastro de virutas de madera al volver del jardín, y hay más en la alfrombra azul desteñida que cubre el suelo. Sobresaltado, se da la vuelta y salpica el suelo de agua.

- ¿Qué pasa? -pregunta.

- Yitzchak, me alegra que estés aquí. Ven a sentarte con nosotros.

Chaya se vuelve con rapidez hacia el joven médico, con miedo en los ojos. El doctor Kisely sonríe y la guía hasta una silla de la cocina, y aparta otra de la pequeña mesa para que Yitzchak se acomode.

- ¿Está muy mal? -pregunta este.

- Va a ponerse bien. Tiene fiebre, nada de lo que una muchacha joven y sana no pueda recuperarse por sí sola.

- Entonces ¿qué problema hay? -quiere saber Chaya.

El doctor Kisely toma otra silla y se sienta.

- No os asustéis por lo que estoy a punto de deciros.

Chaya se limita a asentir con la cabeza, desesperada por que le diga ya lo que tiene que decir. Los años desde que estalló la guerra la han cambiado: su frente antes lisa está llena de arrugas, y está tan delgada que el vestido le cuelta como si estuviera tendido al sol.

- ¿Qué pasa, hombre? -insiste Yitzchak. La responsabilidad que siente hacia su hija y sus nietas lo ha envejecido más de lo que le corresponde, y no tiene tiempo para misterios.

- Quiero ingresar a Magda en el hospital...

- ¿Qué? ¡Pero si acabas de decir que va a ponerse bien! -explota Chaya. Se levanta de inmediato apoyándose en la mesa.

El doctor Kisely alza una mano para silenciarla.

- No es porque esté enferma. Hay otra razón por la que quiero ingresarla y, si me escucháis, os la explicaré.

- ¿De qué narices estás hablando? -espeta Yitzchak-. Suéltalo ya.

- Señor Meller, Yitzchak, estoy oyendo rumores, rumores terribles, que dicen que se están llevando de Eslovaquia a judíos jóvenes, chicos y chicas, para trabajar para los alemanes. Si Magda se encuentra en el hospital, estará a salvo, y prometo que no dejaré que le pase nada.

Chaya vuelve a derrumbarse en la silla, cubriéndose la cara con las manos. Esto es mucho peor que la fiebre.

Yitzchak le da unas palmadas distraídas en la espalda, pero está concentrado en escuchar todo lo que tiene que decir el doctor.

- ¿Qué más? -pregunta, mirando a este a los ojos e instándolo a ser directo.

- Como he dicho, son varios rumores, y ninguno es bueno para los judíos. Si vienen a por vuestros hijos es el principio del fin. Y eso de trabajar para los nazis..., no tenemos ni idea de lo que significa.

- ¿Qué podemos hacer? Ya lo hemos perdido todo: el derecho a trabajar, a alimentar a nuestras familias... ¿Qué más pueden arrebatarnos?

- Si lo que estoy oyendo tiene alguna base real, quieren a vuestros hijos.

Chaya se endereza en su asiento. Tiene el rostro enrojecido, pero no llora.

- ¿Y Livi? ¿Quién va a proteger a Livi?

- Me parece que los buscan de dieciséis años o más. Livi tiene catorce, ¿verdad?

- Quince.

- Sigue siendo una niña. -El doctor Kisely sonríe-. Creo que estará bien.

- ¿Y cuánto tiempo se quedará Magda en el hospital? -pregunta Chaya, y se vuelve hacia su padre-. No querrá ir, no querrá abandonar a Livi. ¿No recuerdas, Padre, cuando Cibi se marchó y le hizo prometer a Magda que cuidaría de su hermana pequeña?

Yitzchak le da unas palmadas en las manos.

- Si queremos salvarla, tendrá que marcharse, le guste o no.

- Creo que bastarán sólo unos días, tal vez una semana. Si los rumores son ciertos, ocurrirá pronto, y después la traeré a casa. ¿Y Cibi? ¿Dónde está?

- Ya la conoces, se ha ido con la 'Hachshara'.

Chaya no sabe qué pensar de la 'Hachshara', un programa de entrenamiento para enseñar a la gente joven como Cibi las habilidades necesarias para empezar una nueva vida en Palestina, muy lejos de Eslovaquia y de la guerra que asola Europa.

- ¿Sigue aprendiendo a labrar la tierra? -bromea el doctor, pero ni a Chaya ni a Yitzchak les hace gracia.

- Si va a emigrar, eso es lo que encontrará cuando llegue: mucha tierra fértil esperando que la siembren -dice Yitzchak.

Pero Chaya permanece en silencio, perdida en sus pensamientos. Una hija en el hospital y la otra lo bastante joven como para escapar de las garras de los nazis. Y la tercera, Cibi, la mayor, ahora forma parte de un movimiento juvenil sionista con la misión de crear una patria judía, sea cuando sea eso.

Todos se han percatado de que realmente necesitan una tierra prometida, y cuanto antes, mejor. Pero al menos sus tres hijas están a salvo por el momento, piensa Chaya.

2.-

Área boscosa en las afueras de Vranov nad Topl'ou, Eslovaquia.
Marzo de 1942.

Cibi se agacha mientras un pedazo de pan le pasa volando junto a la cabeza. Le frunce el ceño al joven que lo ha lanzado, aunque sus ojos centelleantes revelan un sentimiento muy distinto.

Cibi no dudó cuando llegó la convocatoria, y respondió con entusiasmo al deseo de forjar una nueva vida en una nueva tierra. En un claro en mitad del bosque, lejos de ojos entrometidos, se construyeron cabañas para dormir, además de una sala común y una cocina. Allí veinte adolescentes aprenden a ser autosuficientes, viviendo y trabajando juntos en una pequeña comunidad, y se preparan para una nueva vida en la tierra prometida.

La persona responsable de esta oportunidad es el tío de uno de los chicos que también están sometidos al entrenamiento. Aunque Josef se convirtió al cristianismo, no ha perdido la solidaridad con los judíos que están pasando apuros en Eslovaquia, a pesar de su cambio de fe. Es un hombre adinerado, así que adquirió unas tierras en el bosque a las afueras del pueblo, un lugar seguro para que los jóvenes puedan entrenar juntos. Jose solo tiene una regla: cada viernes por la mañana todos deben regresar a casa, antes del 'sabbat', y no volver hasta el domingo.

En la cocina, Josef suelta un suspiro al ver que Yosi le lanza un trozo de pan a Cibi. Ya han preparado el viaje de este grupo, se marcharán dentro de dos semanas. Su  campo de entrenamiento está funcionando: ocho grupos se han ido ya a Palestina... y ahí están esos dos, haciendo el tonto.

- ¡Si el calor de Palestina no nos mata, lo hará la comida que preparas, Cibi Meller! -le grita su atacante-. A lo mejor deberías limitarte a cultivar los alimentos.

Ella se acerca al joven a zancadas y le rodea el cuello con un brazo.

- Como sigas tirándome cosas, no vivirás para llegar a Palestina -le advierte, apretando un poco.

- ¡Se acabó, chicos! -anuncia Josef-. Terminad y salid. El entrenamiento comienza en cinco minutos. -Hace una pausa-. Cibi, ¿quieres pasar un rato más en la cocina practicando cómo hacer pan?

Cibi libera el cuello de Yosi y se pone firme.

- No, señor, no parece que se me vaya a dar mejor por mucho tiempo que pase en la cocina.

Mientras habla, veinte sillas chirrían contra el suelo de madera del comedor improvisado cuando los jóvenes judíos se apresuran a terminar sus comidas, deseosos de salir y comenzar a entrenar otra vez.

Forman unas hileras desordenadas y se ponen firmes mientras su instructor, Josef, se acerca sonriente. Está orgulloso de sus valientes reclutas, tan dispuestos a embarcarse en un viaje peligroso, dejando atrás a sus familias y su país mientras la guerra y la ocupación de los nazis se propagan a su alrededor. Es mayor y más sabio y, tras prever el futuro de los judíos en Eslovaquia, convocó la 'Hachshara', creyendo que era su única oportunidad si querían sobrevivir a lo que estaba por llegar.

- Buenos días -dice Josef.

- Buenos días, señor -responden a coro.

- Entonces el Señor hizo un pacto con Abraham aquel día y dijo... -comienza, buscando su conocimiento de los versos del primer libro de la Biblia.

- "Yo he entregado esta tierra a tus descendientes, desde la frontera de Egipto hasta el gran río Éufrates" -responde el grupo.

- Y el Señor le dijo a Abraham...

- "Deja tu patria y a tus parientes y a la familia de tu padre, y vete a la tierra que yo te mostraré" -terminan ellos.

La solemnidad del momento queda rota por los rugidos de una camioneta abriéndose paso trabajosamente a través del claro. Cuando aparca junto a ellos, un granjero de la zona baja de ella.

- Yosi, Hannah, Cibi -llama Josef-, seréis los primeros para la clases de conducir de hoy. Y, Cibi, me da igual lo buena o mala cocinera que seas, pero tienes que aprender a conducir una camioneta. Ponte con las mismas ganas con las que te has abalanzado sobre el cuello de Yosi y dentro de nada estarás enseñando tú a los demás. Necesito que todos sobresalgáis en algo para que ayudéis con el entrenamiento. ¿Comprendido?

- ¡Sí, señor!

- El resto, id al cobertizo. Hay mucha maquinaria de granja dentro que aprenderéis a utilizar y a mantener.

Cibi, Hannah y Yosi se acercan a la puerta del asiento del conducto de la camioneta.

- Vale, Cibi, tú primero. Intenta no romperla antes de que nos toque a Hannah y a mí -dice Yosi juguetón.

Ella se acerca a Yosi y, una vez más, le rodea el cuello con el brazo.

- Estaré conduciendo por las calles de Palestina antes de que tú encuentres la primera marcha -le gruñe al oído.

- Vale, parad ya. Cibi, sube; yo me montaré al otro lado -dice el granjero.

Mientras ella se monta en la camioneta, Yosi le da un empujón desde atrás. Con la mitad del cuerpo dentro y la otra mitad fuera del vehículo, se plantea qué hacer, y decide que ayudará a Yosi a subir de la misma manera cuando sea su turno.

Yosi y Hannah se parten de risa mientras Cibi, tras el volante de la camioneta, pone el motor en marcha y avanza por el camino dando botes como un conejo. Por la ventanilla del conductor sale un brazo extendido con el dedo corazón en alto.

(Blai Felip Palau, Magazine Lifestyle, La Vanguardia, 23/01/22)