Antonio Scurati ha biografiado narrativamente a Mussolini
Tengo 52 años. Nací en Nápoles, crecí en Venecia y vivo en Milán. Soy profesor universitario de literatura y escritura creativa. Tengo dos hijas, Lucia (12) y Maria (10). ¿ Política? Soy de izquierdas. ¿ Creencias? No tengo. Mi pasatiempo favorito es beber en el bar con los amigos
El hombre de la providencia.- El formidable libro de Antonio Scuratti M. El hombre de la providencia (Alfaguara) arranca con una tremebunda descripción de las náuseas y vómitos biliosos del hombre que en 1925 detentaba ya todo el poder en Italia: Mussolini. Pronto entiendes qué sucede: su úlcera duodenal somatiza el daño que puede infligirle el salvaje asesinato político de su valiente oponente parlamentario, el socialista Giorgio Matteotti. Entiendo la técnica de Scuratti: narra con los mejores recursos de la novela lo que un riguroso trabajo de documentación sostiene por debajo. Así urde Scuratti una tetralogía fenomenal que –publicada ya la primera entrega, M. El hijo del siglo – llega ahora a su segundo tomo. “¡Y ahora veo que quizá necesite una pentalogía!”, me sopla Scuratti, escritor infatigable y certero
- Mussolini colgado por los pies.
- En la gasolinera de plaza Loreto, detrás de mi casa.
- Anda.
- Pasé el otro día, con mi hija de la mano.
- Hace 76 años solamente.
- Pensé “¿se lo explico a la niña?”.
- ¿Le explicó algo?
- Que la democracia y la libertad nunca están garantizados. Eso le dije.
- ¿No añadió más?
- Que el fin del fascismo en Italia debía pasar sí o sí por el cuerpo de Mussolini. Lo pensé. Pero se lo contaré cuando crezca.
- ¿Su niña le recuerda a usted de niño?
- Crecí en Venecia, y jugaba entre obras de arte. Con veinte años me fui, para crear.
- ¿Qué quiso crear?
- Era poeta. Dividí a la humanidad: poetas e imbéciles.
- Y acaba escribiendo sobre Mussolini.
- Nadie lo había abordado, ¡qué raro!
- Curioso, sí.
- Mi generación creció en el mito de la resistencia, partisanos del antifascismo.
- Normal.
- Pero el fascismo fue hegemónico en Italia desde 1922 a 1945, con un líder: Mussolini.
- ¿Y nadie lo había narrado?
- Pregunté a la generación de mis padres y abuelos. Todos parecían haber sido antifascistas. Había topado con un tabú.
- ¿Qué le llevó a confrontarlo?
- Supe de Leone Ginzburg: le mataron por no plegarse al fascismo. Me conmovió.
- ¿Fue Ginzburg una excepción?
- Sí, con Benedetto Croce escribió un manifiesto antisfascista. Le apartaron.
- ¿Tan dominante era el fascismo?
- Era tan omnipresente como el aire que ahora respiras.
- Eso merecía ser contado, desde luego.
- El mito de la resistencia antifascista hoy caduca. Rebrota un menosprecio a la democracia. Pasó en los años veinte del siglo XX, lo que el mito antifascista nos ha encubierto.
- ¿Qué pasó, en verdad?
- “¡Mejor legiones que elecciones!”, clamaba Mussolini, y su sociedad le aplaudía.
- ¿Sí? ¿En masa?
- Las grandes mayorías veían la democracia como un sistema inoperante, ineficaz, burocrático, lento, vetusto...
- Poco sexy , vamos.
- Así es. Mussolini aprovechó ese descontento, y se brindó a sanarlo mediante el fascismo , con su cuerpo por delante.
- ¿Su cuerpo?
- Sí, él se fotografiaba con el torso desnudo, fíjese cómo henchía el pecho en el balcón, exhibía su físico, alardeaba de virilidad.
- Eso me evoca a Putin, a Trump...
- Dos lideres populistas en la estela del primer líder populista, Mussolini. En Rusia no publican mi libro, porque arguyen que ellos no publican libros sobre dictadores.
- ¿Un líder arrogante nos atrae?
- Cuándo la democracia renquea. Mussolini ocupó con su cuerpo el centro del escenario, le podemos ver con campesinos en la siega, en muchas actividades muy físicas. Mussolini habla con el cuerpo.
- ¿Y la razón retrocedió?
- Eso es, en favor de la violencia física. A Matteotti, opositor socialista que denunciaba abusos de Mussolini y sus fascistas, le secuestraron a plena luz del día, en una avenida muy céntrica de Roma.
- ¿Y nadie hizo nada?
- Nada. Apareció acuchillado. Toda la sociedad miró hacia otro lado. Mussolini habló: enalteció la violencia. Eso gustaba.
- ¿Qué ideología tenía Mussolini?
- La de detentar el poder. Sin más. Él se declaraba antipartidos, antipolítica...
- Antisistema, vamos.
- Sí. Hablaba de “asaltar la historia”: eso es algo más emocionante que la tediosa democracia. Aquello magnetizaba a la gente.
- Aquí hemos vivido tiempos emocionantes, también, hace bien poquito.
- Ya. Pensar que todo es posible resulta muy excitante, muy motivador.
- Bien, bien, pero que sea sin saltarse leyes democráticas, por favor, gracias.
- En los años veinte, el parlamentarismo decayó, los moderados como usted cayeron y resultaron atropellados. Aquel asesinato de Matteotti acalló a todos los opositores.
- El miedo, el miedo...
- La esposa de Matteotti le suplicaba “Giorgio, te has quedado solo, te van a matar, déjalo”. Y él seguía, aún sabiéndolo. Mussolini fomentó el miedo, y lo aprovechó. “Las masas, como las hembras, gustan de ser dominadas”, repetía Mussolini.
- ¿Y los periodistas callaban?
- Los periodistas sois los primeros en sentir la atmósfera y adaptaros. Apartados los directores de La Stampa y el Corriere della Sera , todos los demás se doblegaron.
- Esto es tristísimo.
- Y así quedó un solo periodista libre en toda Italia, el señor Benito Mussolini.
- 'M. El hombre de la providencia' (Antonio Scuratti).
El autor quiere señalar a sus lectores que, en lo que atañe a los documentos mecanografiados, las cartas y los telegramas recogidos en la novela, ha optado por ceñirse a los originales, incluso en el caso de que estos contengan erratas o auténticos errores lingüísticos o de puntuación: se trata de detalles que, por sí mismos, nos dicen mucho acerca de la personalidad de quien escribió o transcribió esos documentos.
Les señala asimismo que en octubre de 1927 entró en vigor la obligación de añadir, junto a la fecha de uso común, también el año de la era fascista indicada en números romanos. La fecha de inicio adoptada para la era fascista fue la de la marcha sobre Roma, el 28 de octubre de 1922, es decir, con una diferencia de poco más de dos meses respecto al calendario gregoriano.
Por último, pese a la voluntad de crear una «novela documental» —caracterizada por un esfuerzo de absoluta fidelidad a las fuentes—, en un número muy limitado de casos, el autor, impelido por las exigencias del relato, se ha permitido la arbitrariedad de algunos mínimos desfases temporales, así como de ciertas minúsculas invenciones, siempre y cuando no alteraran en nada la sustancia de la época y de los hombres que la protagonizaron. ¿En cuántos casos? Digamos que no más que los dedos de la mano que sostiene la pluma.
Por otro lado, el tiempo, que en esta era vulgar nuestra —no lo olvidemos nunca— es uno de nuestros bienes más preciosos, solo se humaniza al entrar en un relato. Veraz, pero que no deja de ser un relato.
1925
Benito Mussolini
Roma, 15 de febrero de 1925
La respiración se vuelve pesada, el dolor abdominal opresivo, los vómitos verduzcos, con estrías de sangre. De su propia sangre.
Las hojas entintadas planean en el charco maloliente. Imposible leer el periódico. Su cuerpo glorioso, hinchado de hipersecreciones ácidas y gases, traga aire y busca oxígeno reclinando la cabeza hacia atrás en el apoyabrazos del sofá. A su alrededor, sin embargo, la habitación se arremolina en una giga de heridas abiertas en la mucosa ulcerada.
Para ser honestos, ese dormitorio, la alcoba donde el jefe de Gobierno recibe por turnos a sus numerosas amantes, es un lugar poco acogedor, incluso cuando no huele a vómito sanguinolento. Las paredes tapizadas de terciopelo rojo y negro; un reclinatorio en un rincón cargado de estampas de santos que le envían las mujeres del pueblo, y de medallas que le donan los hombres de la guerra; una grotesca águila real embalsamada con las alas extendidas, capturada en el cielo de Udine durante un encuentro de escuadristas; en el suelo, una moqueta, roja también, la preferida para las necesidades corporales del cachorro de leona, regalo de unos fervientes admiradores. Una sala de estar, un dormitorio, una pequeña habitación para la servidumbre y ni siquiera una cocina. Y por todas partes un pertinaz hedor de circo ecuestre. Bienvenidos a la residencia del más joven presidente de Gobierno de Italia y el mundo.
El dolor vuelve a atenazarlo, insistente, sordo, opresivo. Tal vez debiera pedir ayuda, con el último aliento. Pero el Duce del fascismo no puede limosnear el socorro de un centinela adormilado en el rellano o de Cesira Carocci, su criada umbra de mediana edad, tan ignorante como una cabra, tan flaca como un clavo de crucifixión.
Al fin y al cabo, no es la primera vez. Hace semanas, meses, que las crisis no dejan de asomarse periódicamente a su esófago. Se anuncian con un extraño apetito, un hambre estéril y nauseabunda, como una boda de mala muerte, como un embarazo histérico, luego arrancan las flatulencias, los eructos.
La semana anterior, fue Ercole Boratto, su chófer de confianza, quien notó su aliento pestilente desde el asiento del conductor. En la primera curva de via Veneto, buscó al Jefe con el rabillo del ojo, pero el espejo retrovisor le devolvió el vacío. Cuando el chófer se volvió hacia el asiento del pasajero, se lo encontró alabeado sobre sus rodillas, con las manos apretadas contra su vientre hinchado, sus célebres ojos reducidos a rendijas y la tapicería enlodada de jugos gástricos. Tuvieron que llevarlo a rastras hasta la cama, doblado en dos como un apoplético, mientras le limpiaban las comisuras de la boca con el pañuelo de un conductor.
A eso ha quedado reducido Benito Mussolini, el Duce del fascismo, a un tubo digestivo. Nada más que eso. Las purgas y sus consecuencias. Ese es su único pensamiento. Qué equivocado estaba Nuestro Señor Jesucristo: debería habernos hecho de otra manera, olvidándose de las tripas. Debería habernos creado para que nos alimentáramos del aire, o bien apañárselas para que el alimento fuera absorbido sin necesidad de emitirlo después. Por el contrario, ha condenado a los hombres a la perenne lucha por vaciar los intestinos, al vía crucis del estreñimiento. Y de esta forma, ahora él, el Jefe de las legiones de camisas negras, el conquistador de Italia y el italiano más admirado en el mundo, si cena un plato de espaguetis con salsa de tomate luego no evacúa durante tres días. Y cuando lo hace, si lo hace, deposita un bolo de heces alquitranadas, exiguas y afiladas como un hueso de ciruela.
Y mira que no fuma, que apenas bebe ya, que practica deporte con regularidad y que sigue una dieta austera. Pero él conoce bien las razones de todo esto: fueron la Gran Guerra y la psicología de las multitudes las que le estropearon la digestión. Toda esa carne enlatada engullida en las trincheras y todas esas cestitas de viaje compradas en alguna pequeña estación después de un encuentro con militantes y devoradas a toda prisa en el asiento del pasajero mientras el fiel Boratto lo llevaba al siguiente encuentro.
En realidad, para ser sinceros, el principal responsable es Giacomo Matteotti, el oponente irreductible, el «socialista con abrigo de pieles», el hijo de propietarios agrícolas que se inmoló por los andrajosos campesinos. De ese cuerpo suyo hallado por un perro en un bosquecillo de matorrales de la campiña romana, doblado como un libro, con las piernas metidas debajo de la espalda en una fosa demasiado corta, excavada a toda prisa, con medios inadecuados —una lima de herrero—, pisoteada de cualquier manera y luego recubierta sumariamente con mantillo cual emparrado de calvicie. Al cuerpo de Giacomo Matteotti ha de adscribirse la culpa de ese patibulario estreñimiento suyo.
Y a ese idiota de Giovanni Marinelli, el mezquino y miserable tesorero del Partido Fascista que, encargado de silenciar a Matteotti, para ahorrarse dos liras, para no gastarse algunos billetes de mil que permitieran a unos profesionales comer bien y llevarse a la cama a alguna mujerzuela, había confiado la tarea a cuatro desgraciados, causando con su tacañería el más horrendo crimen político del siglo. Y así, la cicatería de un modesto burócrata había transformado a un opositor aislado y fanático en un heroico mártir moderno de la batalla por la libertad. Y lo había transformado a él, al Duce triunfante del fascismo, en una dolorosa maraña de vísceras retorcidas. Y lo había obligado —a medida que se multiplicaban los memoriales acusadores, imprecaba la prensa opositora, tocaban las campanas de la izquierda al unísono en defensa de la libertad y doblaban las de toda la nación a muerto por Benito Mussolini—, lo había obligado a sacrificar a todos sus colaboradores más cercanos como un príncipe ruso que, para salvar su pellejo, arroja a los lobos a sus cocheros. Todos fuera: Cesare Rossi, Aldo Finzi, De Bono, Marinelli, hasta Balbo. Sálvese quien pueda.
Luego, sin embargo, llegó el 3 de enero. El día de la revancha. El día en el que Benito Mussolini, erguido sobre la atalaya de la presidencia del Gobierno, se había enfrentado él solo al tempestuoso Parlamento y había triunfado. El día en el que Benito Mussolini había dicho «Yo». Yo, yo solo —había gritado—, cargo con la responsabilidad política, moral, histórica por lo que ha sucedido. Yo soy Italia, yo soy el fascismo, yo soy el sentido de la lucha, yo soy el drama grandioso de la historia. Si hay alguien que se atreva a colgarme de esta rama nudosa, que se levante ahora y saque jabón y cuerda.
No se levantó nadie. Se hallaban ante una cuestión de fuerza y la democracia se había visto indefensa. Y, en consecuencia, se había sometido.
Como es natural, aún se oía algún patético vagido de resistencia. El rey se había negado a firmar en blanco el decreto de disolución de las Cámaras, aunque, más tarde, le hubiera reconfirmado su regia confianza. Filippo Turati, el santón de la oposición socialista, se había encogido de hombros para tranquilizar a sus seguidores —«Tranquilos, es el Mussolini de siempre, que grita para asustar a los conejos»—, pero luego se había limitado a la indignación moral como si la moral fuera una categoría política. Giovanni Giolitti, el gran estadista, aún supo reunir fuerzas a mediados de enero para discrepar públicamente sobre su propuesta de reforma electoral, pero al final —con Matteotti o sin Matteotti— la ley fue aprobada con 307 votos a favor y solo 33 en contra. Y, sobre todo, a mediados de enero el congreso había aprobado en un solo día nada menos que 2.376 decretos-ley impulsados por el Duce del fascismo.
Además, en el curso de cuarenta y ocho horas, su ministro del Interior había cerrado 95 círculos políticos y 150 establecimientos públicos sospechosos, había disuelto cientos de grupos y organizaciones de la oposición, había sometido a control 611 redes telefónicas y 4.433 lugares públicos, había realizado 655 registros domiciliarios y detenido a 111 «subversivos». Bajo esos decretos y detenciones aprobados generosamente a espuertas habían quedado sepultados los últimos opositores. Y sepultados a una profundidad tal que ninguna maldita perra en celo podría excavar. Todo el país, en esos días, pudo constatar que Turati, Giolitti y sus seguidores no eran las columnas de la libertad sino meras cariátides de decoración exterior. Todos habían constatado que esos autodenominados campeones del antifascismo no eran más que agonizantes que sueñan con un milagro.
Sin embargo, en este mismo momento, más de un mes después de aquella mano ganadora, en este sofá mugriento, en esta moqueta manchada con la mierda de un cachorro de leona, las punzadas abdominales siguen mordiéndole las entrañas. El dolor, muy al contrario, se expande. Surgido de la línea media abdominal, se irradia ahora por el hombro derecho, y desde allí se extiende por toda la región dorsal y lumbar.
Intenta incorporarse. Fracasa. Traga bilis con dificultad y se abandona al desmayo.
Todo es culpa de la precariedad. De la hora dudosa, de las demoras, de las vacilaciones, una hora que se prolonga desde hace años y no acaba de pasar. Todo es un rosario de prevaricación. A pesar del triunfo de su Jefe, los miembros de su Gobierno siguen sobresaltándose a cada murmullo de la hojarasca. Los partidarios poco de fiar fingen una adhesión incondicional, pero luego sueñan con resucitar las cosas muertas del pasado, el sufragio universal, la ley electoral proporcional, los pactos bajo cuerda del sistema parlamentario. Los viejos e inconsolables moderados se colocan en la estela del acto de fuerza de la dictadura, pero luego añoran las cómodas rentas de los privilegios oligárquicos. Es la condena al compromiso diario, al goteo continuo, a la congestión parlamentaria, a la política reducida a la administración ordinaria, al mínimo resultado con el máximo esfuerzo. Es el castigo de la democracia y él lo paga en ese revuelto de vómito y sangre. ¿Qué sentido tiene haber hecho la revolución para limitarse después a arrancar la vida día a día?
Y encima hay cosas peores. La espina más molesta es que, después de la revolución, quedan los revolucionarios. Una vez conquistado el poder con la violencia, te quedes con los violentos. Te quedan aún la franja de los combatientes, el ruedo de los locos, la espuma de los días, los alborotadores, los inadaptados, los delincuentes, los esquizofrénicos, los indocumentados, los noctámbulos, los expresidiarios, los sindicalistas incendiarios, los gacetilleros desesperados, los veteranos de guerra expertos en el manejo de armas blancas o de fuego, los fanáticos incapaces de ver con claridad sus propias ideas, los supervivientes que, creyéndose héroes consagrados a la muerte, confunden una sífilis mal curada con una señal del destino. Cabezas de chorlito, mediocres, obtusos, muchas veces ignorantes, insensatos que se lo deben todo a la belleza convulsa de la marcha sobre Roma y se pasan el resto de sus vidas añorándola. Tienes que lidiar con los eternos escuadristas, esos que no se desarman, los militantes de la primera hora, siempre con el reloj en la mano para reprocharte que ha pasado para siempre.
Él no tiene nada en contra de la violencia: el clima de la época es el que es, la violencia sigue siendo necesaria. Pero el nombramiento de Roberto Farinacci como secretario del Partido Nacional Fascista le retuerce los intestinos. Farinacci, que se levanta como cabeza de los «intransigentes», que se erige como baluarte lombardo contra todo antifascismo, que se exalta como guardián de la pureza revolucionaria; Roberto Farinacci es, en realidad, el pueblerino apenas desbastado que solo entiende de cuestiones de fuerza, es el triunfo de la provincia sobre la ciudad, de la brutalidad sobre la inteligencia, del encarnizamiento táctico sobre la gran estrategia, del camorrista callejero sobre el púgil olímpico, del valor de la riña sobre la del soldado. Farinacci es rabia en potencia, aniquilación del enemigo, Farinacci es vivir adentellando.
A pesar de todo, con Francesco Giunta y Cesare Rossi involucrados en el crimen de Matteotti, Italo Balbo enredado en los tribunales en el juicio por el asesinato del padre Minzoni y Emilio De Bono sometido a proceso en el Tribunal Superior de Justicia, Roberto Farinacci sigue siendo necesario. Su violencia es decisión salvadora. Por esta razón, él, Benito Mussolini, anteayer lo puso al frente del partido y por esta razón vuelve a sentir ahora otra vez una eflorescencia de vómito que le borbotea por el conducto del esófago.
Luego queda todo lo demás. Queda la lucha fratricida por las prebendas entre fascistas, queda su malestar por la biografía de Sarfatti que lo expondrá en pijama frente al mundo, quedan las infamias de los exiliados que lo difaman frente al siglo, los católicos que se obstinan en disputarle la educación de la juventud, la impotencia italiana en África que lo degrada a ridículo recolector de desiertos, quedan las tramas ocultas de los masones, la arrogancia de los intelectuales, la condescendencia de los Saboya, las especulaciones bursátiles, la crisis monetaria, las hogueras de la lira encendidas en la plaza pública.
Y, sobre todo, queda la idea de la muerte como extinción, de la muerte como apocalipsis, como fin del mundo. En eso consiste la grandeza trágica de la situación: si yo muero, todo se desmorona. El régimen fascista es, hoy, la forma de ser de Italia, es la propia Italia, pero no resistiría ni una hora a la muerte de su fundador. El fascismo volvería los dientes contra sí mismo, los fascistas se devorarían unos a otros en un abrir y cerrar de ojos. Ante nosotros se halla este gran misterio: ninguna idea fuerte puede oponerse jamás al canibalismo. Solo yo, el hombre que otorga su fuerza al Estado, al fascismo, solo yo puedo contener ese final; y, por lo tanto, el Estado soy yo, el fascismo soy yo. Yo, el autodidacta, yo, el hijo de la criada, yo, el aprendiz tardío, yo, el hijo del pueblo que, después de los cuarenta, se afana en sobresalir en los deportes, privilegio burgués; yo que, con voluntad y perseverancia, me convierto en un temido esgrimista y en un consumado jinete con las clases de Camillo Ridolfi, yo que aprendo a pilotar un avión, a conducir una moto, a mantenerme sobre los esquíes, a nadar con estilo, yo que aprendo incluso a jugar al tenis. Yo, tozudez laboriosa, disciplina, buena voluntad, cenas frugales, yo me encargo de todo, lo controlo todo, desde los edificios escolares hasta las fugas de los acueductos, yo leo cientos de informes sobre cada asunto, escribo a mano, en los márgenes en blanco, durante horas, páginas y páginas, todos los santos días, yo soy la mula nacional, yo, el buey nacional. De manera que no puedo morir.
Y por esta razón me tienen atenazado las migrañas y el estreñimiento, el estreñimiento y las migrañas. A veces casi tengo la impresión de que el cráneo se me va a romper en dos, como en este momento, sobre este sofá…, sí, es como un martilleo continuo…, mil problemas dispares, todos urgentes, y todos afanándose por meterse en mi cabeza…, casas en Roma, agua en Apulia, escuelas en Calabria y en Messina, una gran estación en Milán…, a estas alturas tengo a Italia entera en mi cabeza, como un inmenso mapa, con todas sus encrucijadas, aquí una carretera, allá un ferrocarril, un puente, que si la reforestación, las cuencas fluviales, los saneamientos de terrenos, con todos sus problemas vitales. De manera que yo, yo no puedo morir.
La letanía se reanuda: el caso Matteotti, el fantasma de Matteotti, el remordimiento por Matteotti. La oposición la salmodia sin descanso, se aferra a ella desesperada, insegura de existir, al igual que las plañideras se agarran al llanto ritual frente al negro misterio de la muerte. Es cierto, no hay duda, el diputado Giacomo Matteotti está muerto. Mis fascistas lo acochinaron. Pero yo no puedo morir y, por lo tanto, mi respuesta es la siguiente: los tribunales juzgarán a los responsables. Un régimen político no puede ser juzgado por un tribunal, sino únicamente por la Historia.
Al fin y al cabo, ¿qué va a quedar de todo este psicodrama nacional por el asesinato de Matteotti? Un consumo de tinta a quintales, toneladas de papel impreso, kilómetros de artículos ponderados que no lee nadie.
Mi posición es fuerte. Yo soy un hombre de batalla. Yo no me muevo de aquí, por la salvación de todos. Yo no me abandono a la crónica, yo pertenezco a la historia. La tormenta está a punto de terminar. El bosque volverá a la calma. Había que prender fuego a la maleza.
Desde el bulbo duodenal, a través del píloro hasta la boca, un nuevo embate de vómito le sube por la tráquea. El cuerpo, instintivamente, en una ciénaga de temblores y sudoración, busca la posición erecta, la dirección del baño, la taza del inodoro.
Benito Mussolini ni siquiera da un paso. Nada más ponerse de pie, se derrumba con estrépito. El ruido sordo de un cuerpo exánime que se topa con un suelo recubierto por una moqueta roja. Ese es el último recuerdo, el adiós con el que el Duce del fascismo se despide del mundo.
De la mayor reserva, personal descifre por sí mismo se ruega V. S. comunicar a Arnaldo Mussolini que S. E. presidente está muy seriamente indispuesto Stop Ha sufrido en la última semana trastornos gástricos que han aumentado en intensidad desde ayer y requieren algunos días de descanso absoluto Stop Naturalmente noticia por ahora es reservada.
Telegrama del ministro del Interior al prefecto de Milán para Arnaldo Mussolini
A primera hora de la tarde se difundió la noticia de que el Excmo. Sr. Mussolini parece estar indispuesto. De ello se recibió confirmación más tarde, cuando el diputado Federzoni solicitó en el Senado el aplazamiento de la sesión… Según la información de la que se dispone, la indisposición que aqueja al Excmo. Sr. Mussolini podría ser uno de esos tipos de gripe tan comunes en este periodo.
Corriere della Sera, 17 de febrero de 1925
Benito Mussolini
Roma, 16 de febrero de 1925
«No me doblegarán ni aunque me apunten con sus cañones, aquí delante de mí.»
Estas fueron, según sostiene la leyenda alimentada por el testimonio de uno de los presentes, las primeras palabras pronunciadas por el Duce del fascismo cuando se despertó el 16 de febrero. Aún bajo los efectos de los sedantes, Benito Mussolini tal vez desvaríe con las trincheras, pero se encuentra reclinado sobre dos almohadones de plumas, en su cama, en su vivienda del segundo piso del palacio del barón Fassini Camossi, detrás de los jardines del Quirinal, en via Rasella. En Roma está amaneciendo.
El primer rostro que se distingue, una vez disipada la niebla hipnótica inducida por los barbitúricos, es el de Cesira Carocci, su ama de llaves, una pueblerina de mediana edad originaria de Umbría, alta, espigada, fuerte, no muy guapa, de cuello largo, pelo negro pegado a la cabeza, ojos saltones, nariz de patata. Fue ella quien lo levantó del suelo, después de que se desmayara, en el charco de su propio vómito, y desde ese momento lo ha custodiado como una vestal que velara por el fuego sagrado. En el momento de despertar, han pasado unas seis horas desde el hallazgo del cuerpo derrumbado a los pies del sofá, horas transcurridas entre hemorragias gástricas y arcadas, hasta que al final llegó una tregua alrededor de las cuatro de la mañana.
Junto a la cuidadora, meticulosa y circunspecta, el paciente avista los rostros somnolientos de siete hombres, ancianos casi todos, desconocidos en su mayor parte. Curiosamente, esos hombres, arrancados de la misma recepción, visten todos la característica chaqueta de las cenas de gala, corta en la parte delantera y con largas colas por detrás. Siete hombres en frac en la cabecera de la Historia.
Mussolini solo es capaz de identificar a Alessandro Chiavolini, su secretario personal, a Angelo Puccinelli, uno de sus médicos de confianza y a Ettore Marchiafava, anatomopatólogo de renombre internacional, profesor universitario, académico dei Lincei y senador, experto en artritis tuberculosa, trastornos luéticos y maláricos. Los demás son también autoridades médicas en su campo: gastroenterólogos, cardiólogos, fisiopatólogos. En opinión de todos ellos, los síntomas se muestran claros de inmediato: hematemesis, melena, deliquio. Así que coinciden en el diagnóstico: el Duce del fascismo sufre de úlcera duodenal. Respecto a la rotura de vasos sanguíneos ulcerados en el tracto gastrointestinal superior, no cabe la menor duda. El pronóstico, en cambio, no pasa de reservado.
Cual arúspices que escudriñaran el hígado de una cabra degollada para adivinar un oráculo, esos ilustres científicos en busca de sangre oculta pasarán las sucesivas dos semanas hurgando en las heces de Benito Mussolini, oscuras como posos de café. Durante todo ese periodo, Cesira Carocci lo velará ininterrumpidamente, sin lavarse ni desvestirse durante catorce días y catorce noches consecutivas.
Los abajo firmantes han visitado a S. E. Mussolini.
Este padece de úlcera duodenal y ha sufrido sendas hemorragias las noches del 15 al 16 y del 16 a 17.
Doctores Giuseppe y Raffaele Bastianelli y Ettore Marchiafava, certificado autógrafo, 17 de febrero de 1925, hora 10:30 de la mañana
Luigi Federzoni, Benito Mussolini
Roma, 26 de febrero de 1925
Cuando acude a via Rasella la mañana del 26 de febrero para el primer compromiso laboral del presidente del Gobierno después de su indisposición, Luigi Federzoni está perfectamente informado de los detalles. Lo sabe todo sobre la enfermedad, como es obvio para un ministro del Interior, alguien que le ha sido fiel incluso en los momentos más desesperados de la crisis provocada por el caso Matteotti. Federzoni, de hecho, aun siendo refractario por naturaleza y formación intelectual a la violencia de las escuadras, firmó el 3 de enero los decretos mediante los cuales se movilizaba a la Milicia, se secuestraban los periódicos de la oposición, se ordenaba rastrear a los opositores por todo el país. Hombre apacible, jovial, intelectual refinado, licenciado tanto en Derecho como en Filosofía y Letras, autor de novelas, cuentos, ensayos literarios, discípulo de Giosuè Carducci, el gran poeta de la retórica sublime, el ministro del Interior ha decidido, sin embargo, acompañar esa deriva, irreversible quizá, hacia la dictadura. Luigi Federzoni es, por tanto, uno de los pocos que conoce la verdad sobre la enfermedad de Mussolini.
El Duce lo recibe con la chaqueta del pijama sobre los calzoncillos. Obligado a una estricta dieta líquida, se muestra pálido, demacrado, consumido. Acostumbrado a afeitarse toscamente por sí mismo, lleva su famosa mandíbula disfrazada con un dedo de barba oscura. Supersticioso como siempre, gira entre sus dedos «un virtuosísimo talismán de Oriente» que le ha mandado Gabriele D'Annunzio. Sostenido por Cesira, el convaleciente da unos pasos inseguros, asqueados, como si se desplazara sobre un suelo inundado por la rotura de una alcantarilla; luego, casi de inmediato, vuelve a recostarse.
El primer asunto que Mussolini aborda con Federzoni, el más urgente, es el de su propia reputación de hombre indestructible. El alcance real de su estado de salud se ha mantenido en secreto. Los periódicos se han limitado a breves alusiones a una pasajera dolencia propia de la época, una «forma levemente gripal» con fiebre «muy baja». Aparte de los médicos, Cesira Carocci, su secretario personal y su hermano Arnaldo, informado por el prefecto de Milán a través de un mensaje cifrado, casi nadie conoce la gravedad de la enfermedad de Benito Mussolini. Ni siquiera su esposa Rachele. Ella tampoco está al corriente y se le ha impedido reunirse con él en Roma para no alarmar a la población. Ni siquiera Margherita Sarfatti, su preciosa colaboradora, mentora y amante de toda la vida, habitualmente informada por Carocci hasta del tránsito de inquilinas ocasionales por la cama del Duce, pudo correr a su lado. Tanto secreto, sin embargo, ha obtenido el efecto contrario al buscado: los rumores se desatan, las indiscreciones proliferan, las mentiras se multiplican. Cientos de sentidas cartas, provenientes de toda Italia, a menudo de humildes campesinos, dan testimonio de la devoción hacia el Duce y le recomiendan remedios, brebajes, exorcismos, desde claras de huevo montadas a punto de nieve hasta decocciones de hierbas medicinales. Incluso hay quienes afirman que Benito Mussolini ya ha muerto. Los diputados antifascistas que hace meses que han abandonado el Parlamento como protesta —la llamada «Secesión del Aventino»[1]— lo celebran, en algunos casos públicamente. Llegados a este punto, su prolongada y estéril espera de algún acontecimiento que invierta el régimen se aferra únicamente a dos posibilidades: una iniciativa del rey de Italia que reniegue de Benito Mussolini o su repentina muerte. Entre las dos, la segunda parece a estas alturas la más probable.
Luigi Federzoni presenta al presidente del Gobierno el texto de un comunicado de prensa para divulgar a la nación. Minimizando el alcance de la enfermedad, el despacho informa a los italianos de que «Su Excelencia, el presidente del Gobierno Benito Mussolini, se ha levantado de la cama por primera vez para compartir una sesión de trabajo con su ministro del Interior, Luigi Federzoni». Mussolini lee la fina hoja de papel cebolla mecanografiado, lo sopesa, luego lo coloca a su lado y lo entierra bajo el talismán oriental de D'Annunzio.
—¿Qué está haciendo Farinacci?
Al pedir al ministro del Interior que le informe sobre el proceder del nuevo secretario del Partido Nacional Fascista, Mussolini sabe que le está pidiendo una delación. La enemistad y la rivalidad entre los dos hombres es archiconocida. Farinacci, para electrizar a los escuadristas más violentos, asumió su encargo declarando que su «secretaría no empieza en febrero de 1925 sino el 10 de junio de 1924», es decir, el día del asesinato de Giacomo Matteotti. En esos largos meses de la crisis fascista, en efecto, el jefe de los «intransigentes» ha reivindicado abiertamente el asesinato del parlamentario socialista y no ha ocultado nunca su aversión por Federzoni, un ministro tachado de excesivamente moderado y sospechoso de jugar a dos bandas. En varias ocasiones, el ras de Cremona ha presentado al propio Mussolini lo que él llama «el referéndum de las letrinas», del que se infiere que en los baños públicos de Italia, la última tribuna que les queda a los antifascistas reprimidos, el número de insultos reservados para Federzoni es muy bajo, señal de que el odio de los opositores hacia él es tenue. Un argumento definitivo, según la visión del mundo de Roberto Farinacci. Para esta estirpe de hombres, en efecto, el odio es la medida de todas las cosas.
Incluso en estos primeros días de su secretaría, Farinacci, como todos los luchadores formidables que deben su propia fuerza al embotamiento, se muestra fiel a sí mismo: representa el papel del extremista, insiste en reafirmar el control del partido sobre las prefecturas, anuncia persecuciones contra todos aquellos que han dado señales de debilidad durante la crisis del caso Matteotti, proclama su pretensión de barrer los «restos de chatarra» de la democracia liberal, de aniquilar los últimos residuos de antifascismo, de retomar la «marcha triunfal de la revolución en camisa negra», acusa a cualquiera que se le oponga de especulador, ve complots por todas partes.
Por otro lado, incluso en esta habitación cerrada herméticamente, contaminada por la crudeza de los vómitos y las salpicaduras diarreicas, se han filtrado las habladurías sobre los numerosos complots con los que partidarios infieles, opositores rencorosos y fascistas ambiciosos parecen conspirar para suceder a Benito Mussolini. Uno de esos rumores atañe precisamente a Luigi Federzoni, el hombre que tiene delante, quien está maquinando supuestamente con esas viejas cariátides de Salandra y Giolitti para constituir un triunvirato moderado capaz de desbancar al Duce.
Benito Mussolini calla, escucha en silencio el detallado informe de su ministro del Interior con la mirada perdida, a un lado de la mesita de noche, en la claridad del vaso de leche al que se limitará su comida.
Es así, no hay nada que hacer: es imposible verificar qué intrigas se entretejen alrededor del lecho de un moribundo, qué juegos subterráneos jalonan la partida del poder, qué regurgitaciones de mediocres ambiciones. Hasta el día antes eres un titán, luego tu cuerpo secreta algunos chorros de mierda y de sangre y te ves reducido a un tracto digestivo, a nada más que un tracto digestivo.
Pero no puede uno dejarse llevar por el desánimo. Los italianos, como todos los pueblos ricos en fermentos estéticos, aman las figuras nítidas y definidas, pretenden continuidad en el estilo, exigen coherencia a quien aspira a guiarlos.
El Duce del fascismo, así pues, recupera el comunicado de Federzoni sobre sus condiciones de salud, temporalmente dejado en prenda al talismán de Oriente de Gabriele D'Annunzio, hace que Cesira Carocci le pase uno de sus lápices rojos y azules favoritos, de la marca Faber, y, de su puño y letra, borra con una raya decidida las palabras «por primera vez» en el punto donde se refiere que se ha levantado de la cama y añade, en letras grandes, el adjetivo «larga» donde se menciona su sesión de trabajo con el ministro del Interior.
La enfermedad que padecía el Excmo. Sr. Mussolini puede considerarse curada, si bien el médico que lo trata ha impuesto al presidente del Gobierno un periodo de descanso y de cuidados […]. Hoy el presidente del Gobierno ha salido de la cama durante unas horas y ha compartido una larga sesión de trabajo en su despacho con el ministro del Interior, el Excmo. Sr. Federzoni.
Comunicado de prensa de la secretaría de la presidencia del Gobierno, 27 de febrero de 1925
Algunos fascistas disidentes y algunos partidarios de Calza Bini se reúnen en el café Feraglia en piazza Colonna y a menudo se les ve hablando en la galería de piazza Colonna. Este último grupo, encabezado naturalmente por el propio Calza Bini, está en contra del ministro Federzoni, acusado de maniobrar contra el propio presidente del Gobierno y de aprovechar la convalecencia del Excmo. Sr. Mussolini para preparar el terreno electoral a los exnacionalistas. En otras palabras, los nacionalistas encabezados por el Excmo. Sr. Federzoni podrían estar preparándose para hacer una zancadilla al Excmo. Sr. Mussolini.
Nota informativa policial, principios de 1925
Solo nos queda una carta que jugarnos, S. M. el rey. Si esta falla, podemos hacer las maletas y emigrar al extranjero.
Carta de Anna Kulishova a Filippo Turati, principios de 1925
Excelencia, si la úlcera de estómago que usted padece está situada en la parte alta del estómago (antes del diafragma), estoy convencido de poder curarle sin cirugía…, solo con vegetales administrados como tisanas. Tales plantas son totalmente inofensivas y ya han sanado, siguiendo mis indicaciones, a más de 20 pacientes afectados por la misma dolencia.
Carta enviada desde Niza a Mussolini por el autoproclamado médico Poulain de Marceval
Quinto Navarra, Benito Mussolini
Roma, 23 de marzo de 1925
—¿Lo oís?, los primeros aplausos son siempre para Navarra.
Benito Mussolini señala con la mano a Quinto Navarra, su ujier. Los jerarcas se ríen. Chiavolini, Federzoni y los demás dirigentes fascistas que acompañan al Duce en su primera aparición pública después de la enfermedad se ríen de la ocurrencia. Descaradamente. En la penumbra de la Sala de la Victoria del Palacio Chigi, los camisas negras estallan en estruendosas carcajadas. Se ríen desconcertados ante la broma de ese hombre que ama la música, pero odia cantar, a quien le gusta rasguear el violín y no vacila siquiera en bailar con «sus» campesinas en las fiestas callejeras, pero que rara vez bromea y a quien nadie ha oído cantar nunca. El Duce se siente halagado por la cortesanía, sin molestarse en disimular que está complacido.
Quinto Navarra es el primero en aparecer ante la multitud que aguarda el discurso del Duce bajo el balcón de la esquina entre via del Corso y piazza Colonna. Una vez abierto el ventanal, alcanzado por la onda expansiva de la ovación que sube desde la calle, recula hacia un rincón de la sala. Aquel es su sitio: el cono de sombra de los recovecos ocultos. El ventanal, en cambio, permanece abierto a la luz primaveral de la tardía mañana romana. La multitud no puede verse, es solo ruido. Las cortinas bailan en el interior, henchidas por la brisa del poniente, el balcón lo está esperando a Él, desierto.
Aún está convaleciente. Los médicos llevan semanas debatiendo sobre cuál es la mejor terapia: unos tienden a la cirugía, otros a una dieta estricta y descanso absoluto. Apenas dos días antes, otra luminaria se unió a las filas. Mediante la tenaz insistencia de Margherita Sarfatti, Bellom Pescarolo, eminente neuropatólogo de origen judío, experto en el tratamiento de tumores malignos y médico de la familia real, acudió en secreto a via Rasella. Pescarolo, en su primer encuentro personal con el Duce del fascismo, se encontró con un hombre aún visiblemente enfermo. Benito Mussolini se le apareció demacrado, deshidratado a causa de los ataques de diarrea, consumido, debilitado por la dieta a base casi exclusivamente de leche. El médico recomendó la abstención sistemática de todo esfuerzo.
Sin embargo, hoy se celebra el sexto aniversario de la fundación de los Fascios de Combate, el humilde Quinto Navarra ha abierto de par en par el ventanal y Benito Mussolini debe hablar a la muchedumbre. Mucho cuidado con perder el dominio de la multitud: los prolongados silencios entre la muchedumbre y sus jefes dañan terriblemente a estos últimos.
¿Hallar las fuerzas gracias a la adulación de los jerarcas que lo felicitan por haber recuperado «la finura de la delgadez juvenil»? Improbable. ¿Apoyarse en la sugestión de los inicios, en la reminiscencia de aquella primera reunión en la sala semivacía del Círculo del Comercio en la piazza San Sepolcro de Milán, en marzo de mil novecientos diecinueve? Imposible. Han pasado apenas seis años y, sin embargo, esos escasos cien veteranos exaltados que fundaron el fascismo se han convertido en una multitud ensalzadora; ese movimiento delirante con unos pocos cientos de seguidores, en un partido con más de medio millón de afiliados; ese aventurero político, odiado por sus antiguos camaradas socialistas, temido por la gente biempensante y desahuciado por todos, es ahora el jefe de Gobierno de una nación rendida a sus pies.
¿Dónde hallar, entonces, la fuerza para reanudar el diálogo con la multitud después de los desmayos, las diarreas, las arcadas de vómito mezclado con sangre? Mirar a su alrededor no ayuda: la revolución fascista languidece en una atmósfera de incertidumbre, de medias tintas. La única decisión tomada en las semanas de convalecencia ha sido la decapitación de los líderes de la Asociación Nacional de Combatientes que en los meses precedentes se habían manifestado en contra de la violencia fascista. Por lo demás, el convaleciente ha optado de forma táctica por dar largas a propósito de todo: el proyecto de reforma de las fuerzas armadas se ha devuelto al Senado, la reforma electoral ha sido encomendada a una comisión de sabios, hasta la vuelta de tuerca del sistema bursátil, obra del ministro De Stefani, ha sido tolerada por el Duce a pesar de la clara aversión de los industriales. Incluso la inaudita huelga de los trabajadores metalúrgicos organizada en Brescia nada menos que por los sindicatos fascistas —que deberían garantizar, en cambio, la paz social—, capitaneados con impetuosidad por ese curioso secretario provincial, Augusto Turati, periodista agudo, idealista ferviente, esgrimista consumado, quien al parecer ha acusado a los industriales de Brescia, culpables de no querer aumentar los salarios, de ser antipatrióticos, hasta eso ha sido tolerado.
Los rumores sobre los complots de Federzoni, Farinacci y de quién sabe quién más no dejan de circular, las desesperadas mentiras de los socialistas que lo dan por muerto siguen creciendo, los obreros metalúrgicos fascistas proclaman huelgas cual comunistas, los masones siguen intrigando, los especuladores no dejan de especular, las bolsas están abandonadas, los ahorradores no ganan para sustos, la desconfianza en la lira acelera la fuga de capitales. Así pues, ¿dónde encontrar, ahora, la fuerza para hablar a esta multitud en éxtasis?
Pues es obvio: en la propia fuerza. ¿Dónde, si no?
Mussolini lo ha escrito alto y claro en el artículo que ha entregado a Sarfatti para el número de finales de febrero de Gerarchia. El fascismo es una religión y el verbo sagrado de todas las religiones es, desde siempre, uno solo: ¡obedecer! Cuando piensa en las durísimas pruebas a las que ha sometido a sus seguidores en estos seis años, y en particular en los últimos meses, cuando piensa en los infinitos testimonios de devoción que, a pesar de ello, se le han tributado, todo se diluye: se diluye la amargura por las traiciones, por las humanas flaquezas de la carne, se diluye incluso la abyecta mala fe de simpatizantes y oponentes. Queda el orgullo del jefe que obedece y es obedecido, según la inmutable ley de la guerra.
En ellos, en sus partidarios, idiotas e inexhaustos como perros de trineo, encontrará él su fuerza. La política no es una ciencia, indudablemente, la política es arte, adivinación instantánea. Fuera de la política, vivir es vegetar, pero en cambio vivir, para él, es otra cosa. Vivir, para él, es lucha, riesgo, tenacidad.
Benito Mussolini se lanza de repente y sale al balcón. La multitud que lo ve aparecer en la esquina de via del Corso y piazza Colonna, en Roma, a las doce del 23 de marzo de mil novecientos veinticinco no puede dejar de notar su enfermiza delgadez, su mandíbula consumida. Pero lo encuentra vivo después de haberlo temido muerto y por eso exulta. Una ovación de puro entusiasmo se eleva hacia la fachada renacentista del Palacio Chigi.
—¡Camisas negras de la Urbe! No puedo resistir a mis deseos de haceros llegar mi voz. No solo porque sé que os complacerá…
Gritos de la multitud: ¡Sí! ¡Sí!
—… sino también para demostrar que la enfermedad no me ha arrebatado la palabra.
Gritos de la multitud: ¡Bien!
Con un delicado gesto de la mano, el orador pide a la multitud que calle. No tiene mucho tiempo y sí algunas palabras que decir:
—Mi presencia en este balcón derrumba de golpe un castillo de naipes basado en ridículos «dicen que», en miserables «corren voces». Lo que quiero deciros, en cambio, es que estamos en primavera y ahora viene lo bueno. Lo bueno, para mí y para vosotros, es la recuperación total, integral de la acción fascista, siempre y por doquier, contra cualquiera.
Gritos de la multitud: ¡Sí, sí!
—¿Eso es lo que queréis?
La multitud, inmensa, solo tiene un grito inmenso: ¡Sí!
El presidente sonríe y da las gracias con gestos de la mano. Parece realmente satisfecho: en las grandes crisis históricas, los pueblos quieren programas claros, siguen las banderas bien coloreadas.
Luego, antes de retirarse, Benito Mussolini lanza a la plaza una flor primaveral. La recoge un joven vanguardista,[2] según refieren las crónicas del régimen.
Con un gesto rápido y discreto, invisible para la multitud, Quinto Navarra cierra de nuevo el ventanal. Protegido por las cortinas, Benito Mussolini se desploma en un sillón, exhausto. La Historia vuelve a replegarse hacia un drama de interiores.
Este es el signo de la nueva Italia, que se exime de una vez por todas de la vieja mentalidad anarcoide y rebelde e intuye que solo en la silenciosa coordinación de todas las fuerzas, bajo las órdenes de uno solo, reside el secreto perenne de toda victoria […]. ¡Mejor las legiones que los colegios [electorales]!
Benito Mussolini, «Elogio de los militantes», Gerarchia, 28 de febrero de 1925
Hoy estamos soberbiamente solos, contra todos y ajenos a todo. Solos con lo que hemos hecho en dos años de gobierno; solos con nuestra responsabilidad, con nuestro destino y con nuestro coraje […]. El contraste es histórico e insalvable. La lucha debe proseguir de forma sistemática hasta la victoria definitiva.
Benito Mussolini, Manifiesto conmemorativo de la fundación de los Fascios, 23 de marzo de 1925
Benito Mussolini
Mayo de 1925
Eso es lo que pasa con los intelectuales.
Siempre hay algún hombre de pensamiento que se hace falsas ilusiones convencido de que el hombre de acción acabará yendo a tomar lecciones de él y se enoja por su propia impotencia cuando esto no sucede. Siempre hay algún filósofo de la historia, desconocido para la Historia, dispuesto a recoger un puñado de firmas para grabarlas al pie de su manifiesto, redactado con fina escritura, que deja navegar, durante uno o dos días, hacia el océano del olvido como una flota armada para la empresa del rencor. Siempre encuentras a algún Benedetto Croce que, beato en su cárcel de papel, con prosa culta, invita a sus cien mil admiradores y a sus veinticinco lectores —ni uno más— al rechazo del mundo nuevo.
El Manifiesto de los intelectuales italianos fascistas a los intelectuales de todas las naciones, promovido por Giovanni Gentile, filósofo de fama europea, se publicó en Il Popolo d'Italia, un periódico de la familia Mussolini, y en los periódicos nacionales más importantes el 21 de abril, aniversario del nacimiento de Roma. Una perentoria afirmación de la voluntad de romper la relación entre Occidente y decadencia, del ardiente impulso para superar la actual crisis espiritual, de la existencia de una religión política fascista, de una patria fascista, de una fe fascista y del deber del intelectual de tomar parte en ella. Doscientos cincuenta firmantes —poetas, músicos, pintores, profesores, escritores—, nombres entre los más influyentes de la cultura nacional.
Sin embargo, apenas diez días más tarde, el primero de mayo, con motivo del día de los trabajadores, se publica en Il Mondo, periódico de Giovanni Amendola, líder de la oposición, Una respuesta de escritores, profesores y periodistas italianos al manifiesto de los intelectuales fascistas, es decir, un «contramanifiesto» escrito por Benedetto Croce, el filósofo italiano de mayor prestigio. Una sentida peroración en favor del intelectual entendido como cultivador puro de la ciencia y el arte, una desdeñosa condena del intelectual fascista caído en la aberración de contaminar política y literatura, política y ciencia, un error que, cometido, además, con el propósito de «patrocinar deplorables actos de violencia y de arrogancia», ni siquiera puede calificarse de generoso error. También en este caso, cientos de firmas de escritores, músicos, pintores, catedráticos, casi todos nombres destacados.
La iniciativa de los intelectuales antifascistas supone una bofetada en pleno rostro. Una ruptura definitiva entre las dos figuras más destacadas de la filosofía italiana, amigos y compañeros hasta ayer; una contraposición frontal de gran parte del mundo intelectual respecto al proyecto fascista; un boca a boca a la moribunda oposición liberal, agonizante en su desesperada espera de que el rey de Italia quiebre el poder fascista o de que una misteriosa enfermedad quiebre la vida de su Jefe. En definitiva, una derrota en toda regla para el fascismo que, sediento de consensos tras el caso Matteotti, se lanza a la conquista de la cultura.
Benito Mussolini no puede dejar de acusar el golpe. Fue él quien telegrafió personalmente a Leandro Arpinati, uno de los promotores del primer congreso nacional de cultura fascista, celebrado en Bolonia a finales de marzo, comunicándole su satisfacción por esa iniciativa destinada a disipar «la estúpida leyenda de una supuesta incompatibilidad entre inteligencia y fascismo».
El congreso fue todo un éxito, duró dos días y reunió a cientos de participantes de renombre. También tomó parte en él Margherita Sarfatti, la única mujer entre los veinticuatro presentes, bien conocida por ser amante del Duce desde antes de la guerra, quien pronunció una ponencia oficial sobre «Arte y economía nacional».
Mussolini había pedido a los participantes discusiones prácticas y decisiones que pudieran ser la base para medidas legislativas. Estas, que esperaban cientos de intelectuales infructuosos encerrados a discutir en salas llenas de humo, no se materializaron, como es obvio. Pero el congreso había dado a luz el Manifiesto y la sensación general, por lo tanto, era pese a todo de satisfacción. Sumado al grandioso proyecto de una Enciclopedia italiana, lanzada ya en febrero, también bajo la dirección de Gentile, y al de un Instituto Nacional Fascista de Cultura anunciado para junio, el Manifiesto daba esperanzas de que la estúpida leyenda pudiera ser refutada.
Ahora, sin embargo, llegaba el señor Benedetto Croce para sentenciar que la leyenda era realidad: la inteligencia y el fascismo eran realmente incompatibles. Y lo establecía precisamente el hombre que, siendo maestro del liberalismo, había votado con los fascistas antes de la marcha sobre Roma y por los fascistas después; precisamente él, que nada menos que en febrero de mil novecientos veinticuatro había declarado que el amor por la patria era la esencia misma del fascismo y que, más tarde, en junio, cuando Matteotti ya había sido secuestrado y asesinado, no dejó de votar a favor de la moción de confianza del gobierno Mussolini. Ahora ese mismo hombre, encerrado entre los cien mil volúmenes de su biblioteca del Palacio Filomarino, proclamaba al mundo que entre el fascismo y la cultura no era posible acuerdo alguno.
Pero tal vez fuera lo mejor. Mejor abandonar a los intelectuales a sus mezquinos egoísmos y su innata cobardía. Tal vez tuviera razón Croce, después de todo: el fascismo había estado en guerra con el intelectualismo desde el principio. ¿Acaso no había declarado su propio Duce pocos meses después de la conquista del poder que el siglo XX se anunciaba diferente al anterior, que «en el nuevo siglo los hechos valdrían más que los libros»? ¿No habían vociferado millones de jóvenes europeos, veteranos de las trincheras de la Guerra Mundial, su odio por el intelectualismo que los expropiaba de sí mismos? ¿No les habían contrapuesto la adamantina, aguda e inalienable plenitud de la experiencia vivida?
Sí, sí, se reconforta el Duce del fascismo, sí, es mejor dejar que los intelectuales se cuezan en su insípido caldo. Siempre es necesario apalear al perro que se ahoga. Ha llegado el momento de ir a rendir homenaje al único hombre de intelecto, el único hombre de letras que ha enseñado a los italianos a dirigirse hacia la vida.
Es concepción austera de la vida, es seriedad religiosa, que no distingue la teoría de la práctica, el dicho del hecho, ni pinta magníficos ideales para relegarlos fuera de este mundo, donde podamos seguir viviendo, mientras tanto, vil y miserablemente, sino que es duro esfuerzo para idealizar la vida y expresar sus propias convicciones en la misma acción o con palabras que sean acciones en sí mismas […]
Manifiesto de los intelectuales italianos fascistas, 21 de abril de 1925
Y lo cierto es que los intelectuales, es decir, los cultivadores de la ciencia y el arte, si como ciudadanos ejercen su derecho y cumplen con su deber uniéndose a un partido y sirviéndolo fielmente, el único deber que les espera como intelectuales, con su trabajo de investigación y crítica y las creaciones del arte, es el de elevar por igual a todos los hombres y a todos los partidos a la más alta esfera espiritual para que, con efectos cada vez más beneficiosos, libren la lucha que sea menester. Cruzar estos límites del oficio que les ha sido asignado, contaminar la política y la literatura, la política y la ciencia es un error, que, cuando se comete además, como en este caso, para patrocinar deplorables actos de violencia y de arrogancia y la supresión de la libertad de prensa, ni siquiera puede calificarse de generoso error […]. En esencia, ese escrito [de los intelectuales fascistas] es un superficial trabajillo escolar, en el que se observan a cada momento confusiones doctrinales y raciocinios mal hilados […]
Manifiesto de los intelectuales antifascistas, 1.º de mayo de 1925
La historia se hace con la granada de mano y el arado, y no con los volúmenes de Salvemini; se vive, no se lee. Si me suspendes, me importa un bledo. En el Carso fui ascendido a sargento por méritos de guerra.
Il Selvaggio, revista fascista, 1925
Ahora voy a haceros una confesión que os dejará el espíritu completamente espeluznado. Me lo he pensado mucho antes de hacerla. No he leído nunca una sola página de Benedetto Croce (Vivísima hilaridad, vivísimos aplausos). Eso os dice a las claras lo que yo pienso de un fascismo que se pretende culturizar con la ka alemana. Los filósofos sabrán resolver diez problemas en el papel, pero son incapaces de resolver uno solo en la realidad de la vida (Vivas aprobaciones).
Benito Mussolini, «Absoluta intransigencia», discurso de clausura del IV Congreso del PNF pronunciado en el Teatro Augusteo, Roma, 22 de junio de 1925
Benito Mussolini, Gabriele D'Annunzio
Gardone Riviera, 25 de mayo de 1925
La visita de Mussolini a D'Annunzio en Gardone Riviera, en la orilla bresciana del lago de Garda, tropieza con una metedura de pata ya en su primer paso.
Los dos hombres se reflejan el uno en el otro en muchos aspectos, empezando por el hecho de que ambos son notorios maniáticos del sexo. Dado que Mussolini viene acompañado por su secretario personal y por su ama de llaves —esa tal Cesira Carocci, de la que se dice que lo cuidó día y noche durante la crisis de la úlcera—, D'Annunzio da por sentado que la mujer se ha convertido en su amante. El erotómano excluye que una intimidad prolongada entre hombre y mujer pueda no desembocar en la conjunción de los cuerpos. Por lo tanto, se ha preparado una única habitación para ella y Mussolini.
Desafortunadamente, sin embargo, tan pronto como el poeta divisa a esa poco agraciada campesina umbra de mediana edad, alta y nudosa como un tronco de aliso, se convence de haberse engañado. El esteta que hay en él excluye a primera vista que se pueda desear a una mujer fea. El erotómano se ve obligado, por lo tanto, a cambiar de opinión: el placer carnal no es el único destino de un hombre y una mujer encerrados días y días en un dormitorio. También hay camas para el dolor. El ilustre invitado podría sentirse insultado.
Las relaciones entre Mussolini y D'Annunzio, por otro lado, han sido muy tensas largo tiempo. Durante la crisis que siguió al caso Matteotti, muchos italianos esperaron a que el Vate de Italia hablara públicamente, y el Duce del fascismo lo estuvo temiendo mucho tiempo. D'Annunzio, en efecto, en julio de mil novecientos veinticuatro, en una carta privada a un amigo, había tachado el crimen fascista de «fétida ruina». Si el primer poeta y primer soldado de Italia, envuelto en el manto de su inmensa gloria militar y literaria, se unía al coro de acusaciones y denuncias, el régimen fascista, ya tambaleante, recibiría probablemente el tiro de gracia. Pero D'Annunzio prefirió callar, Mussolini supo apreciar su inaudito silencio y la correspondencia entre ellos se reanudó. Se reanudó bajo el signo de la queja, del llanto y de la postulación.
Quien más escribía era D'Annunzio. Pese a reconocer que su epistolario superaba «a esas alturas los mil trescientos volúmenes», en los últimos meses no cesaba de presionar a Mussolini con peticiones de favores para sus seguidores y de prebendas para sí mismo. Su objetivo final es un decreto del Gobierno que declare monumento nacional el Vittoriale —la villa donde el poeta se había encerrado después de la aventura de Fiume, diseñándola como una celebración arquitectónica de la Italia guerrera— y la consecuente financiación pública. Esta clase de cartas se ha alternado con las de preocupación y consejos sobre la salud del Duce: «Puede que no sepas que soy un doctor excelente (estudié fisiología y arte médico durante dos años en la época del gran Moleschott)… Si hubiera tenido la oportunidad de verte y de poder ayudarte, te habría dado valiosos consejos. Yo escruto y exploro de continuo tanto mi vieja carcasa como mi alma joven». El interés material, sumado a la melancólica fragilidad de los cuerpos, ha reconciliado así a los dos rivales, hasta su identificación. Afectado por un trivial resfriado, para consolar a su amigo de sus úlceras sangrantes el poeta le escribe: «Yo también he enfermado de una mezquina afección, y estoy furioso, por lo tanto, como te imaginarás». A ese ritmo —silencios y lamentos— las tensiones han ido mitigándose y Benito Mussolini, recuperado, anuncia al poeta que irá a Gardone para llevar en persona la promesa pacificadora de un decreto gubernamental.
La tensión se disuelve, de esta manera, incluso ahora, justo frente a la entrada monumental de la villa mausoleo. D'Annunzio se muestra muy cordial desde el principio, exhibe entre bromas un gigantesco falo apotropaico guardado en un tabernáculo, le pide a su ilustre invitado un peaje simbólico al cruzar un puente y luego lo honra, como es de rigor para los soberanos, con veintiún salvas disparadas desde el cañón del barco Puglia, un auténtico ariete torpedero de la Regia Marina italiana, en servicio durante la Gran Guerra, regalado al poeta y transportado a la colina del Vittoriale por medio de veinte vagones de ferrocarril. Pero las fantasmagorías de la guerra no acaban aquí. El programa de la tarde incluye también un viaje por las turbas aguas del lago a bordo de la lancha torpedera armada que llevó a cabo la legendaria empresa de acoso de la flota austrohúngara en la bahía de Buccari. Mussolini se declara encantado.
Los dos hombres más carismáticos de Italia, uno frente al otro en la orilla de este lago a finales de la primavera, se hallan en los extremos opuestos de una paradoja común. Gabriele D'Annunzio es, por su propia elección, un muerto viviente. Benito Mussolini, armado con la misma tenaz voluntad, es un moribundo restablecido. D'Annunzio, autoexiliado voluntariamente en el Vittoriale después del sangriento y grotesco final de la aventura de Fiume, ha dedicado los últimos cuatro años a ritos funerarios. Con voz sepulcral, dicta sus últimas voluntades en presencia de viejos compañeros de armas pasmados, sumerge en cartas lacrimosas a sus amigos —«bajo el cielo estoy triste como los muertos bajo tierra»—, exige y acepta para sí mismo, aún en vida, honores monumentales normalmente reservados solo a la memoria de los muertos. Más que traicionado por Mussolini, D'Annunzio se considera plagiado; más que indignado por la brutalidad de los fascistas, está molesto por su vulgar imitación dannunziana. Habiéndose sobrevivido a sí mismo, encerrado en un resentido mutismo, perdida la oportunidad de una muerte gloriosa, el poeta-guerrero se deja hechizar por su propio funeral.
Mussolini, por el contrario, aunque todavía esté pálido como un cadáver, contraviniendo las prescripciones de reposo absoluto de sus médicos, viene de ocho semanas de impetuosa actividad gubernamental. De regreso a la escena política con motivo del debate sobre la reforma de las fuerzas armadas, pronunció en el Senado el 2 de abril un formidable discurso en el que se presentó como árbitro por encima de la refriega de los contendientes y avocó el Ministerio de la Guerra para sí mismo. Los grupos de oposición, desconsolados y asombrados, se resignaron a renunciar a toda esperanza de una muerte inminente. Incluso Filippo Turati, patriarca del socialismo, tuvo que reconocerle su condición de «histrión de éxito». La asamblea de los senadores votó casi por unanimidad el honor de la difusión pública de su discurso en las calles. Desde ese momento el Duce ya no se ha detenido. Una vez reorganizado el ejército, se enfrentó sin titubeos a la masonería, impulsando la ley de disolución de sociedades secretas, apoyó el debate para la aprobación del presupuesto, promovió el voto de las mujeres en las elecciones administrativas y llegó incluso a reclamar para la Cirenaica italiana el remoto oasis de Al Jagbub en el Sáhara africano.
Frente a todo esto, prosigue el lento desmoronamiento de lo que queda de la oposición, acosada por la policía, censurada en la prensa, agotada en una reiterada condena moral del fascismo y en la extenuante espera de una intervención del rey. El único que queda es Luigi Albertini, director del Corriere della Sera, quien sigue predicando con valentía, en el desierto de Montecitorio, contra la inminente dictadura fascista. A esas alturas, en definitiva, parece casi seguro, e incluso los periódicos extranjeros lo reconocen, que la profecía del indudable desplome del Gobierno fascista, pronunciada tras el asesinato de Matteotti, no se ha hecho realidad.
De este modo, a Gabriele D'Annunzio, que tan solo seis meses antes había tildado el asesinato de Matteotti con el estigma de «fétida ruina», dado que el desplome se ha hecho esperar en vano, no le queda otra que ponerse los ropajes del anfitrión cortés, del conversador brillante. Así, después de las salvas que resuenan en el Garda procedentes del cañón del Puglia, después de las excursiones por el lago a bordo de la lancha torpedera de Buccari, la visita de Mussolini al Vittoriale degli Italiani continúa bajo el signo de una sosegada familiaridad entre viejos amigos y camaradas de armas.
El 26 de mayo, D'Annunzio y Mussolini reciben a una delegación de veteranos que regresan de una peregrinación entre las trincheras de la Gran Guerra. A la cabeza está Carlo Delcroix, héroe de guerra, famoso orador, poeta aficionado, político apasionado, animador cultural, a pesar de estar mutilado en ambas manos y carecer de la vista en ambos ojos.
El Duce y el Vate compiten en cortés camaradería al recibir a los veteranos. En el salón del locutorio, el anfitrión desdeña los asientos taraceados y se acomoda en un taburete bajo que arrastra al centro de la habitación. Para emoción de los combatientes, declama en voz alta las palabras de la dedicatoria grabadas en la medalla de plata conmemorativa de la peregrinación. Mussolini, para superarlo en camaradería democrática, opta incluso por permanecer de pie detrás de él, rodeado por los infantes.
Luego, durante toda la tarde —después de enviar un obsequioso telegrama al rey de Italia en el que proclaman «haberse reencontrado reconociéndose como hermanos en la fe»— ambos compiten también en simpatía. D'Annunzio reafirma su superioridad como incomparable animador de las chácharas de salón, conduciendo el baile. El poeta rebautiza al ama de llaves Cesira Carocci con una de sus imaginativas invenciones lingüísticas («Sor Salutífera»). Más tarde, se bromea sobre distintos temas. La mofa alcanza incluso a la plaga de postulantes. También sobre este asunto declara afablemente el poeta que nadie le va a la zaga: él, como es bien sabido, quema todas las mañanas las cartas de recomendación en el peñasco del Grappa, mientras que al jefe de Gobierno no le queda más remedio que dedicarse a alentarlas respondiendo a todas. Pero Benito Mussolini no se lo toma a mal. A esas alturas, se está entre viejos amigos. Que se limitan a tomarse un poco el pelo. Chanzas leves sin mayores consecuencias. Ocurrencias. Eso es todo.
Muy diferente índole tiene la voz de Gabriele D'Annunzio al caer la noche, cuando, después de que el presidente del Gobierno se haya ido, a la luz del ocaso, se queda absorto mirando por la ventana su propia imagen reflejada en la proa gloriosa del crucero Puglia, definitivamente varado entre los álamos de su jardín: «Y pensar que yo, el poeta de los odios navales, he acabado en este charco, como una rana. Y una rana que no canta, porque yo ya no canto».
Con emoción, al final del día, le oye pronunciar Carlo Delcroix estas palabras mientras solo puede imaginarse las turbias aguas del lago de Garda tornarse plateadas reverberando la última luz. Para un ciego, la melancolía se encierra por entero en un tono bajo, en una inflexión decreciente al final. La melancolía es solo una granulosidad de la voz.
D'Annunzio ya no es a estas alturas más que un niño que juega. Un niño que nos sale caro.
Benito Mussolini, comentario a su regreso de la visita a Gardone, recogida por Quinto Navarra, Roma, 28 de mayo de 1925
Roma, Teatro Augusteo, 21 de junio de 1925
IV Congreso del Partido Nacional Fascista
Lo primero son los muertos. Los asesinados y los asesinos. Y son casi siempre la misma carne, la misma persona.
Quien los evoca, para inaugurar el cuarto Congreso Nacional del Partido Fascista el día en que empieza el verano en el hemisferio norte, cuando las horas de luz alcanzan su ápice, es Cesare Maria De Vecchi, cuadrunviro de la marcha sobre Roma. Su discurso empieza a las 10:30 horas, el público lo escucha puesto en pie, los muertos son numerosos. Cincuenta y cuatro «mártires de la revolución fascista» caídos solo entre el verano de mil novecientos veinticuatro y ese mismo momento. Víctimas de las cacerías armadas entre las facciones en calles desiertas, los sábados por la noche o los domingos por la tarde, derribados por una puñalada en el asalto a las casas del enemigo, o abatidos de noche por un disparo de fusil en la espalda. Todos sus nombres están ahora registrados en el álbum de mártires con camisa negra, el libro fascista de los muertos. No falta ninguna cruz. De Agnusdei, Vittorio a Visantini, Francesco. En estricto orden alfabético.
Para honrar a los muertos, De Vecchi ha abandonado el gran sitial de la presidencia del congreso, montado en el escenario de la orquesta. Para la ocasión, la enorme sala ha sido engalanada con guirnaldas doradas y mesas cubiertas de damasco rojo. Los palcos están reservados para la corte de honor del partido, los senadores, el Estado Mayor, los representantes de las federaciones. En la zona baja, la Milicia desempeña el servicio de orden. En lo alto, sentado en un gran sillón dorado, aislado por un recinto forrado de terciopelo carmesí, Benito Mussolini domina la sala. Después de la conmemoración de los muertos, a una señal suya, los congresistas vuelven a sentarse.
Toma la palabra el secretario del partido, el diputado Farinacci, el ras de Cremona, el líder de los «intransigentes», el ídolo de los hombres duros del fascismo. Todos lo aclaman porque todos saben que, sin esos hombres, el fascismo no habría existido y aun hoy, sin ellos, tal vez no sobreviviría.
El secretario comienza a leer su informe entre los cánticos de los escuadristas que entonan Giovinezza: «Nosotros nos contamos entre quienes defendieron la más rígida intransigencia», grita con su voz de barítono por debajo de los bigotes.
Pero nadie escucha realmente un discurso de Roberto Farinacci. Para esta clase de oradores, las palabras son piedras. El único medio de persuasión que conocen es la violencia que se esfuerza por convertirse en ley. «El fascismo no es un partido, es una religión.» Todo su credo político está encerrado en este eslogan. Una religión arcaica, precristiana, propia de Oriente Medio, consagrada al culto de terribles divinidades asirio-babilónicas a las que tributar sacrificios humanos. «Desmatteotizar Italia.» Toda la biografía mental del nuevo secretario del Partido Nacional Fascista está encerrada en este neologismo, feroz y grave, que él mismo acuñó recientemente sobre el cadáver destrozado de Giacomo Matteotti: demolición sistemática de toda oposición residual. Y en las tres primeras semanas de junio de mil novecientos veinticinco parece haber cumplido su programa. Los grupos de oposición parlamentaria, que siguen retirados en el Aventino, dudando si volver o no al Parlamento, divididos en todo, gesticulantes e inmóviles, han apostado una vez más, en vano, todas sus escasas esperanzas a un estremecimiento de conciencia de Víctor Manuel III, rey de Italia. Y en esta espera alucinada, con la mirada perdida en un horizonte vacío, van desmoronándose, derrumbándose sobre sí mismos, como un viejo tronco corroído por las termitas.
Cuando el soberano adelantó al 7 de junio los festejos del vigésimo quinto aniversario de su reinado, Giovanni Amendola y los demás líderes de la secesión constitucional, con la mirada siempre fija en el Quirinal, creyeron poder leer en ello una señal del tan esperado acontecimiento y solicitaron audiencia. El rey aceptó la solicitud, pero los admitió en su presencia uno a uno, a título personal. Uno a uno los recibió —empezando por el propio Giovanni Amendola—, uno a uno les escuchó repetir el mismo alegato por el restablecimiento de la legalidad y, después, una vez más, no movió un solo dedo. Ellos, una vez más, al final de una convulsa reunión celebrada el 13 de junio, día de San Antonio, decidieron quedarse a verlas venir. No fueron capaces siquiera de conmemorar en el Parlamento el primer aniversario de la muerte de Matteotti. Cuando Farinacci se enteró de sus intenciones, desplegó en la entrada del Palacio Madama un manípulo de escuadristas que ahuyentaron a los socialistas ensalzando al asesino de su mártir: «Dejaos de Amendola, dejaos de Albertini. ¡Viva Dùmini, viva Dùmini!». Farinacci, además, los ridiculizó en las columnas de Cremona nuova, su periódico: «Borregos en busca de un hecho cualquiera que les permita salir de su tragicómica situación». De este modo, ahora, el «gran secretario» del PNF puede triunfar en la tribuna del Teatro Augusteo, tejiendo el elogio del ras de provincia, es decir, de sí mismo.
Tras la intervención inaugural del secretario, el congreso prosigue de manera rápida y singular. Se aplaude mucho, muchísimo, se habla poco, brevemente, los oradores ya inscritos renuncian a sus intervenciones, todos los puntos del orden del día se aprueban por unanimidad. No hay mención alguna, ni vaga siquiera, a disputas internas. Se rumorea por los pasillos que Mussolini parece haber dicho: «Estoy con la batalla del trigo y con la de la lira, tengo que resolver cuestiones internacionales, estoy preparando las leyes para la reconstrucción fascista, no me toquéis los cojones con asuntos de partido». Y el partido tampoco parece querer defraudarlo en esta ocasión, accede, cede el paso y en el Augusteo se celebra un congreso al puro estilo fascista: el hecho consumado siempre precede a la doctrina. El programa anunciado a la prensa se reduce a la mitad en el curso del día.
De esta manera, Benito Mussolini puede subir a la tribuna para su discurso final en la misma tarde del 22 de junio. Se muestra en excelente forma y de excelente humor, casi locuaz. Promete a su auditorio «una hora de gran jolgorio». Sigue estando delgado, es cierto, pero en apariencia sano y fuerte. No parece que quede en él rastro alguno de la ulceración del duodeno. También parece, «desmatteotizado», como diría el secretario.
—Sabía que ninguno de vosotros había envejecido. Sin embargo, temía que cuatro años de tiempo le hubieran dado a vuestra complexión ese exceso de adiposidad que acompaña el triste paso de los cuarenta años. En cambio, seguís aún ágiles, muy ágiles, musculosos, verdaderamente dignos de seguir encarnando a la juventud de Italia.
Aplausos. Gritos de júbilo. Más aplausos. Luego, después del orgullo, después de los saludos, después de la pulla a la «misteriosa divinidad de la opinión pública que a los fascistas no nos puede traer más al pairo», la primera palabra política es para la violencia:
—Ya sabéis lo que pienso sobre la violencia. Para mí es profundamente moral, más moral que el compromiso y la transacción —¡Muy bien! Gritos de aprobación. Calurosos aplausos.
Dedica apenas un momento para aclarar que la violencia siempre debe ser guiada por el ideal y ya se pasa al interludio cómico. El orador hace una pausa, escruta el auditorio con aire astuto y luego continúa:
—Ahora voy a haceros una confesión que os dejará el alma completamente espeluznada —otra pausa—. ¡No he leído nunca una sola página de Benedetto Croce! —carcajadas, aplausos, vivísima hilaridad.
También la mofa del tipo humano del intelectual es breve, ágil, airosa, libre de adiposidad. Este Mussolini no tiene tiempo para demorarse en esa raza de hombres que tienen el mérito de decir siempre algo cierto y el privilegio de no ver nunca la verdad. Un poco de inteligencia está bien, pero solo lo suficiente para criticar al adversario.
—¡La cultura universitaria ha de asimilarse rápidamente y ser expulsada con igual rapidez! —vivísima hilaridad—. Digámoslo francamente: ¡antes que al catedrático impotente prefiero al escuadrista que actúa!
Como exaltado al ver el cadáver del enemigo, abatido en la befa, el Duce del fascismo despega. Pasa rozando apenas por la tan debatida cuestión del cumplimiento del Estatuto, fulminándola («el Estatuto, señores míos, no puede ser un gancho al que estén condenadas a ahorcarse todas las generaciones italianas») y alza después el vuelo hacia el futuro. «¿Qué queremos? Algo soberbio: queremos que los italianos escojan, queremos la fascistización del país, queremos crear un nuevo tipo de italiano, el hombre fascista», al igual que hubo el hombre del Renacimiento y el de la latinidad, un italiano valiente, intrépido, franco, trabajador, respetuoso, un italiano nuevo.
En las últimas semanas, el presidente del Gobierno ha presentado un proyecto de ley que prevé la depuración del personal no fascista de la Administración pública, otro que anula lo poco que queda de la libertad de prensa, un tercero que refuerza aún más el poder del Ejecutivo, ha proscrito las asociaciones secretas que se resisten a su poder y, haciéndose cargo del Ministerio de Guerra y del de Marina, acumula en sus manos todo el poder de las fuerzas armadas. De manera que, ahora, percibiendo el campo despejado frente a él para disputar el palio de la dictadura, en un crescendo de entusiasmo delirante y de generosa negativa a conformarse con el mezquino presente, Benito Mussolini tiene una visión del futuro, ve el alba de un nuevo mundo. Desde la tribuna del Teatro Augusteo de Roma, ya curado de la úlcera duodenal que le hizo vomitar sangre, el Duce del fascismo ve a las nuevas generaciones:
—A veces sonrío ante la idea de generaciones de laboratorio, es decir, de crear la clase de los guerreros, que siempre están dispuestos a morir; la clase de los inventores, que persiguen el secreto del misterio; la clase de los jueces, la de los grandes capitanes de la industria, la de grandes exploradores, la de los grandes gobernantes…
Hasta a eso le impulsa su pasión por el mañana: Benito Mussolini se atreve a soñar con castas. El objetivo es siempre el mismo: el imperio. Fundar una ciudad, descubrir una colonia, crear un imperio, esos son los prodigios del espíritu humano.
La última palabra, como la primera, se reserva de nuevo para la violencia. «La bandera del fascismo ha sido confiada a mis manos y estoy dispuesto a defenderla contra quien sea, incluso a costa de mi sangre.»
Como un miasma, el olor dulzón de la sangre se esparce, vaporoso, sobre el público, sacudido por un aplauso interminable, mientras el Teatro de Augusto aclama el discurso del presidente.
Puesto en pie de un salto desde su trono dorado, Roberto Farinacci se despelleja las manos, irrumpe en carcajadas, vitorea. Es el retrato de un hombre feliz.
Hoy hemos podido demostrar que la Nación ha quedado desmatteotizada y considera unos sinvergüenzas a todos los del Aventino.
Roberto Farinacci, discurso pronunciado en piazza Colonna después de haber impedido la conmemoración de Matteotti, Roma, 10 de junio de 1925
Hoy el fascismo es un partido, es una Milicia, es una corporación. No es suficiente: debe convertirse en algo más, debe convertirse es una forma de vida. Es necesario que existan los italianos del fascismo, al igual que existieron, con rasgos inconfundibles, los italianos del Renacimiento y los italianos de la latinidad. Solo creando una forma de vida, es decir, una manera de vivir, podremos dejar huella en las páginas de la historia y no solo en las de la crónica […]. Llevando a la vida todo aquello que sería un grave error encerrar en la política, crearemos, a través de una obra de selección obstinada y tenaz, las nuevas generaciones, y en las nuevas generaciones cada uno tendrá una tarea definida. A veces sonrío ante la idea de generaciones de laboratorio, es decir, de crear la clase de los guerreros, que siempre están dispuestos a morir; la clase de los inventores, que persiguen el secreto del misterio; la clase de los jueces, la clase de los grandes capitanes de la industria, la de los grandes exploradores, la de los grandes gobernantes. Y es a través de esta selección metódica como se crean las grandes categorías, que a su vez crean los imperios […]. A veces no queda otra que estancarte en las posiciones conquistadas durante largo tiempo. Pero la meta es esa: el imperio.
Benito Mussolini, «Intransigencia absoluta», discurso de clausura del IV Congreso del PNF pronunciado en el Teatro Augusteo, Roma, 22 de junio de 1925
Giovanni Amendola
Bagni di Montecatini, 20 de julio de 1925
Giovanni Amendola, líder de la oposición democrática, conocida con el nombre de «secesión del Aventino» por su negativa a regresar al Parlamento hasta que se restablezca la legalidad violada por los fascistas, se encuentra en Bagni di Montecatini, una estación termal de renombre, para tomar las aguas.
Amendola se aloja en el Grand Hotel La Pace, símbolo de la Belle Époque. El edificio, diseñado por el arquitecto Giulio Bernardini, ha tenido entre sus huéspedes a Gabriele D'Annunzio, a Víctor Manuel de Saboya, al poeta Trilussa, a Toscanini, a Puccini y a madame Curie. A comienzos del siglo XX, bajo las bóvedas de los suntuosos salones con frescos de Galileo Chini, maestro del modernismo, una humanidad variada y elegante brindó por el nuevo siglo que prometía un elevado nivel de vida, entretenimientos brillantes, el descubrimiento del placer de salir de casa, sobre todo después de cenar, de viajar por pura delectación, de afrontar la existencia de manera despreocupada y positiva, charlando en salones de té donde resultara posible degustar alguna de las cien variedades importadas de la India, en una época de paz y prosperidad sin igual. Cabaré, cancán, cinematógrafos; líneas curvas, motivos florales e iluminación eléctrica; carteles publicitarios, aeroplanos y automóviles; imperios coloniales, desarrollo del comercio y nacimiento del turismo; maravillas de la técnica y dulzuras de la vida, tiempo libre y exposiciones universales. Aquel viejo mundo, con la falsa ilusión de ser uno nuevo, tan hermoso en apariencia en el instante de su definitivo ocaso. Aquel hermoso mundo que se hundió junto con el Titanic y los millones de muertos de la Gran Guerra.
Y, en efecto, en la mañana del 20 de julio de mil novecientos veinticinco, los exquisitos jardines del Grand Hotel La Pace ofrecen el incongruente espectáculo de unos varones jóvenes en estado de guerra. Una pequeña multitud tumultuosa con camisas negras, pululando por via Roma, se agolpa a la entrada del hotel, agitando bastones y porras en el aire. Las damas elegantes, hipnotizadas por el horror, se les quedan mirando a través de los arabescos de ventanas polícromas.
Los escuadristas de Pistoia y Lucca, entre los fascistas más feroces de Toscana, que son notoriamente los más feroces de Italia, sitiaron el hotel tan pronto como se difundió la noticia de que allí se alojaba Giovanni Amendola, el antifascista más odiado tras la muerte de Matteotti, ya víctima de una agresión con varios porrazos en la cabeza a pocos pasos de su casa, en el centro de Roma, en diciembre de mil novecientos veintitrés. Amendola, que ha ido a Montecatini para disfrutar de unas saludables vacaciones que lo relajaran de las persecuciones, tal vez no sepa que esa zona de Valdinievole fue, durante el «bienio rojo», un violentísimo campo de batalla entre campesinos y obreros socialistas —quienes, reunidos en bandas, llevaron a cabo numerosas correrías en la pequeña ciudad termal, símbolo de la odiada burguesía— y los hijos de los comerciantes y hoteleros, agrupados alrededor del fascio local y organizados en patrullas que defendían las peluquerías y las tiendas de telas.
El líder demócrata se ve obligado a pasarse el día encerrado en su habitación, protegido tan solo por tres carabineros de servicio en el diminuto cuartelillo local. Los últimos meses han sido para él un auténtico calvario. Hace ya un año, a esas alturas, que los parlamentarios unidos en la protesta del Aventino esperan una intervención del rey que ponga fin a la arbitrariedad de Benito Mussolini. Hace un año que sus secuaces asesinaron ferozmente a Matteotti y, sin embargo, el rey todavía no ha movido un dedo. A pesar de ello, Amendola ha aguantado en su oposición inactiva pero inflexible, inamovible pero sustancialmente inmóvil, en su protesta no violenta, en su convicción de que, si quiere evitar un baño de sangre, no puede involucrar a las masas populares en la lucha contra el fascismo, en su hostilidad hacia los acuerdos con los comunistas revolucionarios, en su esperanza de que el rey se decida a nombrar un nuevo Gobierno. Ya en mayo, Amendola había instado a Benedetto Croce a redactar el Manifiesto de los intelectuales antifascistas. Luego, a principios de junio, cuando Víctor Manuel III aceptó recibir a los representantes de la oposición, se reavivó la esperanza y Amendola, con ella como toda arma, subió por las escaleras del Quirinal. Ni siquiera después de la enésima decepción se había dado por vencido. Mientras entre los diputados del Aventino cundía ya el desaliento y arreciaban los desacuerdos y las polémicas —algunos se oponían a volver al Parlamento, como Filippo Turati, otros estaban a favor; otros, como Bonomi, eran propensos a un «regreso por grupos»—, él había presidido en Roma el primer congreso de la Unión Nacional, el partido que había fundado con el programa de devolver a Italia una democracia liberal y social. Desde la tribuna pronuncia un discurso apasionado y severo, en el que invitaba a sus compañeros a perseverar con valentía, exaltando el orgullo de quienes, luchando por posiciones perdidas, salvan los valores morales de una nación, el orgullo de causas justas y de la fe en el porvenir. Los días que siguieron le dieron la razón y se la quitaron.
El rey, una vez más, no había movido un dedo. A finales de junio el Alto Tribunal de Justicia absuelve a Emilio De Bono, cuadrunviro de la marcha sobre Roma y jefe de policía durante el secuestro de Matteotti, de toda imputación por este crimen: inexistencia de los hechos y falta de conducta punible. Mussolini lo llama temporalmente de África y lo recibe como a un héroe.
Era el fin, el Aventino había sido derrotado. Giovanni Amendola ahora estaba seguro. Ya no era posible, al menos por el momento, y probablemente durante mucho tiempo, albergar esperanzas en una buena vida, en una época de cortesía. La historia nos enseña que, cuando te toca en suerte un cataclismo, hay que obedecer a un único criterio: vivir. Vivir y perdurar. Sobrevivir como hombres del porvenir. Nada distinto, nada más, nada menos.
Presa de una sorda resignación, Amendola lleva toda la mañana encerrado en su habitación del Grand Hotel La Pace. El director ha atrancado las puertas, pero no faltan quienes intentan escalar por los muros, mientras otros siguen tirando piedras. Las horas pasan y, una vez rotos los primeros cristales, las piedras empiezan a llover ahora en el interior de las habitaciones. En la tarde del 20 de julio, Giovanni Amendola, sitiado, acepta por tal razón ponerse a salvo. La oferta le llega de Carlo Scorza, ras fascista de la provincia de Lucca, quien, por lo que parece, se ha apresurado a viajar a Montecatini para impedir otro caso Matteotti.
La conversación entre los dos hombres es breve. Es difícil concebir interlocutores más diferentes. Giovanni Amendola, apóstol de la democracia, fundador del periódico liberal Il Mondo, antiguo profesor de filosofía teórica, miembro en su juventud de círculos teosóficos en los que soñaba con poder compaginar el conocimiento místico y la investigación científica, la racionalidad y la religión en una vivencia moderna de Dios. Carlo Scorza, voluntario en los batallones de asalto, fascista desde mil novecientos veinte, jefe de las escuadras de la región de Lucchesia, es el secuaz silencioso y violento, dispuesto a todo, fiel a sangre fría a las órdenes de su Duce.
En cualquier caso, tal vez porque ambos combatieron con honor en las trincheras, a los dos hombres no les cuesta entenderse. Scorza no es un genio, pero es consciente de que la muerte de Amendola sería una nueva teja lanzada contra la cabeza de Mussolini. De modo que le propone una estratagema para salir de una situación que amenaza con desembocar en una nueva crisis para el régimen fascista: el jefe de la oposición huirá por una entrada secundaria, a escondidas, escoltado por los propios militantes fascistas. Un empleado del hotel, disfrazado y claramente visible por la ventana abierta, engañará a los alborotadores apiñados frente al edificio. En la estación ferroviaria de Pistoia, el compartimento reservado de un tren conducirá al fugitivo sano y salvo a Roma. Por más que, para un hombre valeroso como él, el plan de Carlo Scorza implique el deshonor de la huida, el ridículo del subterfugio, Giovanni Amendola acepta. Acepta porque en la salvación culmina tanto su razonamiento sobre la necesidad de perdurar como su fidelidad a la lucha y al porvenir, y porque, como caballero que es, le resulta insoportable la idea de que haya mujeres aterrorizadas en el vestíbulo del hotel.
El teniente de los carabineros, uno de los tres que lo han protegido hasta ese momento, insinúa una sonrisa, lo apacigua, puede quedarse tranquilo, hay una escolta que lo seguirá, un camión nada menos, y lo acompañará personalmente hasta el vehículo.
Una vez cargado el equipaje, mientras se oculta el sol, el automóvil se pone en marcha por via della Torretta. Además del conductor y del propio Amendola, van en él dos militantes fascistas, uno sentado al lado del fugitivo y otro junto al conductor. Por detrás, el camión de los carabineros los sigue lentamente.
Dejando atrás a los manifestantes, a través de viale Verdi, se encaminan hacia Pistoia. En el primer cruce, el vehículo de los carabineros toma otra dirección, ahora avanzan solos. Dejan atrás Pieve a Nievole y se dirigen al cruce de la Columna de Monsummano. La tarde de verano es cálida, el campo está en silencio. A la altura de la fuente Panzana, sin embargo, como en una antigua leyenda de bandoleros, el tronco de un árbol bloquea la carretera. Desde la zanja que flanquea la calzada, surgen una docena de sombras. El cristal trasero derecho estalla en una granada de fragmentos contra el rostro de Giovanni Amendola. Instintivamente, el agredido levanta el brazo para resguardar la cabeza, dejando el lado izquierdo al descubierto. El instrumento contundente se transforma en una punta de lanza, clavada en el costado. Los atacantes se ensañan a través de la ventana rota en mil pedazos. Dos automóviles que se acercan en sentido contrario ponen fin a la emboscada.
Al día siguiente, Víctor Manuel III anota con meticulosidad en su diario el lugar y los instrumentos de la agresión, nombres y apellidos del agredido y del agresor. Este último entre paréntesis.
El soberano, en cuyas prerrogativas reales Giovanni Amendola y sus compañeros de lucha habían albergado durante largo tiempo tantas esperanzas, al anotar con sobriedad y precisión los nombres y apellidos de los responsables demuestra tener perfecto conocimiento de las circunstancias, acontecimientos y personas. A pesar de ello, tampoco esta vez se perturba. Tras posar su pluma de cronista, considera evidentemente que su cometido ha terminado. Y no mueve un dedo.
En Serravalle Pistoiese el diputado Amendola gravemente herido a bastonazos (Carlo Scorza).
Víctor Manuel III de Saboya, rey de Italia, nota escrita a mano en su diario personal, 22 de julio de 1925
Cuando a uno le toca en suerte pasar por cataclismos históricos —como el del decenio— y cuando la realidad no ofrece metas seguras ni medios de seguro resultado, la historia nos enseña que debemos obedecer a un único criterio: vivir. Vivir y perdurar: como hombres y como fuerzas políticas. Los viejos políticos, cuando se enfrentaban a situaciones aparentemente insuperables, formulaban su terapia de la siguiente manera: «el tiempo y yo».
Carta desde el exilio de Giovanni Amendola a Meuccio Ruini, 12 de septiembre de 1925
Benito Mussolini
Castillo de Racconigi, 23 de septiembre de 1925
Amnistía. Extinción del delito. Procedimiento general de clemencia.
El 31 de julio de mil novecientos veinticinco Víctor Manuel III de Saboya, príncipe de Nápoles por decisión de sus padres y rey de Italia por voluntad de Dios, con ocasión del vigésimo quinto aniversario de su reinado concede a sus súbditos una amnistía por delitos comunes y militares. Dos días después, el 2 de agosto, al cumplir cincuenta años, el soberano lo extiende también a todos los delitos políticos, excluido el asesinato. Solo diez días después de la emboscada, los agresores de Giovanni Amendola, todavía desconocidos por lo demás, quedan así perdonados. No solo eso. La manifestación de censura de la violencia fascista, largamente ansiada y solicitada por el propio Amendola, no llegará. De hecho, ahora todos interpretan la firma del rey en el decreto de amnistía como un signo de su voluntad de cerrar la cuestión moral abierta con el secuestro de Giacomo Matteotti. El rey no hará más movimientos, la crisis se declara cerrada, el último clavo en el ataúd ha sido fijado.
Pero eso no es todo. Víctor Manuel III de Saboya no es el único que permanece inmóvil. En la víspera de la publicación del decreto, el ministro del Interior Federzoni, temiendo reacciones callejeras en el bando antifascista, telegrafía a los prefectos invitándolos a vigilar y a reprimir de raíz «cualquier episodio de violencia», incluso del lado fascista. La preocupación, sin embargo, se demuestra superflua. La amnistía, de hecho, no suscita reacciones particulares. Del mismo modo que no las suscitó la sentencia absolutoria del Tribunal Supremo en relación con Emilio De Bono a fines de junio, ni el 31 de julio la absolución en Ferrara de todos los imputados por el asesinato del padre Minzoni, incluido Italo Balbo. Las únicas protestas dignas de nota son la vibrante carta enviada por el consabido Amendola al consabido rey, tras la sentencia del Tribunal Supremo, y la renuncia como diputado de Vittorio Emanuele Orlando, indignado por la alianza entre fascistas y mafiosos, beneficiarios de la amnistía, en las elecciones regionales sicilianas. Por lo demás, poco o nada.
El balance del bochornoso verano italiano de mil novecientos veinticinco es, por tanto, el siguiente: Amendola está herido; Giuseppe Donati, el periodista católico que acusa a De Bono, se ve obligado a expatriarse; el 19 de septiembre, el Partido Socialista Italiano decide regresar al Parlamento. El Aventino llega su fin.
Es difícil no sentir piedad ante la noble derrota de Amendola. Hasta Mussolini confiesa en privado cierta ladina simpatía hacia ese caballero sin tacha y sin miedo —como sus compañeros de lucha lo habían bautizado— que ahora muerde el polvo a sus pies. Pero para entonces el fascismo tenía a un único hombre, inflexible, Giovanni Battista Amendola, en contra, y no se dedica uno a la política sin saber lo que se quiere derribar. Amendola quería derribar el fascismo y el fascismo lo ha derribado a él. Además, Amendola, por mucho que se presentara como paladín de la paz social, era un hombre de guerra en un país condenado por la política. Animado por la ilusión de reunir a todos los hombres de la democracia acabó encontrándose, al final, solo, completamente solo, al mando de un ejército de fantasmas. Su grado de inocencia puede conmover. Pero con la ingenuidad no se construye la Historia.
De esta manera, Benito Mussolini pasa el verano de su revancha entre una frenética reanudación de la iniciativa política a gran escala y las pequeñas preocupaciones de la vida familiar. En el primer frente solo cosecha triunfos: en junio lanza la «batalla del trigo», en julio reconquista el apoyo de los industriales sustituyendo a De Stefani por Volpi en el Ministerio de Hacienda, en agosto constituye el arma de la Fuerza Aérea con un ministerio separado y lo asume de forma interina. Ahora ostenta el mando de todas las fuerzas armadas. En el segundo frente, en cambio, solo disgustos. En marzo, su esposa Rachele, contrariada por el exceso de amantes de su marido y por sus ausencias, deja la casa familiar para mudarse al campo en Carpena. En julio, su hija mayor Edda, ya quinceañera y cada vez más revoltosa, se escapa de casa para irse sin permiso a una excursión a Bibbiena en compañía de sus primos. Y luego está Margherita Sarfatti, cada vez deslizándose más peligrosamente del papel de favorita al de segunda consorte, que no deja de atormentarlo con el fin de que acepte someterse a una operación para curarse la úlcera, según lo aconsejado por Bellom Pescarolo, su médico de confianza, rebautizado a esas alturas como «el hombre del cuchillo». Por último, dentro del clan fascista, Roberto Farinacci sigue obstaculizando la reconquista de la respetabilidad incitando a los escuadristas a repetidas controversias con los jueces del Tribunal Superior del Senado, con el antiguo ministro de Justicia Oviglio y, sobre todo, con el órgano de prensa pontificio L'Osservatore Romano, que acusa al fascismo de no renunciar al uso de la violencia.
Se consigue aplacar al secretario del Partido Nacional Fascista mediante un telegrama al prefecto en el que se ordena el secuestro de su periódico, Cremona Nuova, cada vez que sus ataques a personalidades destacadas puedan provocar represalias de las escuadras o situaciones embarazosas para el Gobierno. La crisis familiar se resuelve con una estancia en Carpena. Rachele acepta regresar a Milán, a una nueva vivienda de seis habitaciones en via Pagano, y Edda es enviada a aprender buenas maneras al exclusivo y muy estricto internado de la Santissima Annunziata en Florencia. La sugerencia proviene precisamente de Margherita Sarfatti, la «segunda consorte», a quien Benito ha confiado en secreto la tarea de encaminar la educación de la hija.
El 23 de septiembre, la reconquistada respetabilidad de Benito Mussolini viene sometida a la prueba decisiva. La ocasión es la celebración de la boda entre Mafalda de Saboya y el príncipe alemán Felipe, hijo del landgrave de Hesse-Kassel. Mussolini, cuya intolerancia hacia la etiqueta y los ritos familiares es bien conocida por todos, ha sido invitado también en su condición de pariente político de la familia real, dado que el collar de la Anunciación, que se le confirió en mil novecientos veinticuatro, lo eleva a la dignidad de primo del rey. Es la primera vez, después de muchos meses, que Víctor Manuel y el Duce del fascismo se encuentran en público. Sirve de marco el milenario castillo de Racconigi, la ocasión es solemne, la atención es muy alta. El rígido ceremonial regio, tras descartar como es obvio a Rachele Guidi, hija de campesinos y ni tan siquiera consorte legítima, asigna al presidente del Gobierno el brazo de la princesa Aage de Dinamarca.
El día promete ser interminable. Una vez recibidas las instrucciones del maestro de ceremonias, el cortejo se forma por primera vez para asistir a la ceremonia civil. Tras abrirse los aposentos privados del soberano, los invitados saludan con una inclinación de cabeza y ocupan después su lugar en las dos filas de asientos que les han sido asignados. Todos los ojos de los hombres buscan la mirada del rey en Mussolini, los ojos de las mujeres buscan a la novia. En el umbral aparece una pálida y esbelta figura castaña clara, más evanescente aún por el vestido de raso blanco, adornado con encajes antiguos. Un larguísimo velo cae de una diadema de espigas y diamantes, símbolo tradicional de la casa de Hesse.
La joven princesa lleva con gracia una leve melancolía. Junto a tanto satén blanco, la severidad del uniforme de dragones del novio, con el yelmo de acero y el penacho negro, resalta casi como un presagio de muerte. Oficia la ceremonia civil el presidente del Senado, el Excmo. Sr. Tittoni. Ante la fatídica pregunta, la princesa se vuelve hacia el soberano y amaga una reverencia. El soberano da su permiso, se pronuncia el «sí». Benito Mussolini, presidente del Gobierno, en su calidad de notario de la Corona, firma con pluma de oro bajo el nombre de los cónyuges y testigos. No ha habido contacto, por ahora, con Víctor Manuel III, instalado, según el protocolo, en su trono.
El cortejo real se forma por segunda vez. Se dirige hacia la capilla familiar para la ceremonia religiosa. Mussolini vuelve a ofrecer su brazo a la princesa de Dinamarca. Tittoni y él cierran la columna. El rey está lejos, a la cabeza.
Monseñor Beccaria, capellán mayor del rey, puesto que goza de atributos episcopales, lleva mitra, báculo, cruz y anillo. El celebrante, antes de celebrar, completa la formalidad de la «venia», es decir, pide permiso al soberano para comenzar. El rey asiente con un movimiento de cabeza. Desde detrás del altar, un grupo de cantores acompaña la función con motetes de estilo gregoriano, sin soporte de órgano, a cappella.
Una vez consagrada la unión de Felipe y Mafalda, el cortejo se forma una tercera vez: el rey de Italia, el rey de Grecia, el príncipe de Montenegro y todos los demás. Benito Mussolini sigue estando en la cola.
Por fin, terminados los ritos civil y religioso, la etiqueta se relaja. En el salón chino, la familia real y los invitados forman un corrillo alrededor de los recién casados para las felicitaciones de rigor. Este es el momento. El contacto ya no puede seguir posponiéndose. Podrá evitarse, eludirse, esquivarse, pero no postergarse.
Cuando el presidente del Gobierno se aproxima a la recién casada para desearle toda la felicidad de este mundo, su padre, el rey, está detrás de ella. Víctor Manuel de Saboya no le tiende la mano, ni tampoco hace un movimiento con la cabeza, como el que, poco antes, ha autorizado a su hija para tomar marido y al obispo para celebrar su boda. El rey de Italia, en cambio, da un paso adelante en el círculo de la aristocracia de Europa y abraza a Benito Mussolini, el Duce del fascismo. Sí, lo abraza. Desde su metro cincuenta de estatura rodea su pecho, como si fuera un niño rey. En ese abrazo escaleno se disuelve un año de tensiones, de enredos intestinales, más de un lustro de asesinatos.
La época de la guerra social ha acabado. Ahora el Jefe del fascismo puede estar seguro de ello. Ya basta de trincheras. Las guerras de trincheras son siempre guerras perdidas. Hay que aprender a lamerse las heridas y a considerar curada la propia carne. El fascismo ya no tiene enemigos a los que abatir. El fascismo no delegará en nuestra señora de la muerte su representación en el congreso de las revoluciones perdidas. El fascismo devolverá a Occidente la energía vital que los políticos le habían sustraído.
Benito Mussolini luce radiante, casi emocionado. Ahora ya no tiene pecados de los que arrepentirse, penas que expiar. Las tragedias buscadas por el individuo contra el inocente de paso ya no pueden serle atribuidas. Liberado del abrazo del rey de Italia, Benito Mussolini es ahora una victoria que aguarda un triunfo.
Sé que estás mejor, pero tus esfuerzos parecen insoportables incluso para el «esforzado nacional».
Carta de Gabriele D'Annunzio a Benito Mussolini con motivo de su cuadragésimo segundo cumpleaños, 29 de julio de 1925
La conclusión concisa y la esencia de lo que me gustaría comunicarle es la siguiente: que las cosas van avanzando, pero con excesiva lentitud y que el interesado es de una imprudencia aterradora, y eso se repite cíclicamente […]. El ciclo es este: dolores agudos, causados por algún exceso o trastorno dietético, dieta estricta, régimen lácteo (pero escaso e inadecuado porque de la leche ya no se fía por sus efectos y consecuencias mecánicas) casi de ayuno, reposo relativo y convalecencia […] buenos resultados; después de dos o tres días de bienestar, se cree curado, y comete algún gran despropósito. En estos últimos días velocidades automovilísticas a 130 km, manzanas crudas y fruta inmadura, etc., etc. Dolores espantosos, ardor mortal de estómago, exacerbación de todos los procesos. De vuelta al ayuno, al debilitamiento y a la ira.
Carta confidencial de Margherita Sarfatti al ministro del Interior sobre las condiciones de salud de Mussolini, 24 de septiembre de 1925
Comentarios muy favorables en los círculos del Palacio de Justicia en cuanto se divulgó el texto en la edición extraordinaria del Messaggero […]. Antes que nada, se ha subrayado la feliz elección del periódico en la prioridad de la publicación del propio decreto […] y luego la coincidencia con las elecciones de Palermo, dado que en esa provincia serán muchos los beneficiarios del decreto en cuestión y en agradecimiento votarán a favor de la lista nacional.
Informe policial sobre las reacciones al decreto de amnistía (con evidente alusión a la mafia), agosto de 1925
Ese mismo pueblo engañado y mixtificado que antes era nuestro enemigo y que después asistió a nuestra victoriosa insurrección con un ojo pávido e indiferente, hoy se orienta con multitudes cada vez más numerosas hacia nosotros, porque siente, en su oscuro pero infalible instinto, que en el fascismo hay vida con todas sus posibilidades, mientras que al otro lado está el pasado con todas sus cosas yermas y muertas.
Carta de Benito Mussolini a Roberto Farinacci, 11 de septiembre de 1925
(Víctor-M. Amela, La Contra, La Vanguardia, 11/01/22)