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'Arroja la bomba. Salvadora Onrubia y el feminismo anarco' (Marea Editorial) de Vanina Escales. Una biografía de Salvadora Medina Onrubia que incluye el inédito "Mil claveles colorados". Vanina Escales hizo un notable retrato de la pionera feminista y anarquista


Poeta, periodista, dramaturga, anarquista. Durante bastante tiempo, la figura de Salvadora Medina Onrubia quedó opacada por la de Natalio Botana. Pero fue cobrando espesor y ahora es sin dudas una pieza clave del feminismo pionero en la Argentina. En Arroja la bomba, Vanina Escales hace un logrado retrato de Salvadora, en una edición que incluye el libro inédito Mil claveles colorados


El libro de Vanina Escales sobre Salvadora Medina Onrubia se destaca por dos razones muy evidentes. En primer lugar, porque recorta y rescata la figura de una mujer que por sí sola merecía una atención equivalente si se tratara de pensar la literatura, el periodismo, el feminismo, el teatro argentino de la primera mitad del siglo XX, pero que sin embargo permaneció durante mucho tiempo a la sombra del mítico Natalio Botana, el dueño del diario Crítica. En segundo lugar, porque Escales ofrece un trabajo de escritura que rompe los moldes de la biografía intelectual, la reseña o acaso el periodismo novelado, para sugerir un tipo de crónica de calidad, enriquecida, sazonada, sensible y ácida a la vez. De manera que tenemos en esta edición de ¡Arroja la bomba! una aproximación sobresaliente en forma y contenido a una de las figuras claves del feminismo anarco y, por qué no, del feminismo argentino.

En los últimos años, las nuevas generaciones de escritoras, periodistas, referentes y militantes nos han enseñado y señalado muchos destiempos, extravíos y errancias en materia de género, patriarcado, poder, competencias y relaciones de pareja. Hasta que, quizás, terminamos de rendirnos a los nuevos puntos de vista cuando nuestras propias hijas, glitter en el rostro, pañuelo verde mediante gritándonos en la cara, nos lo plantan a la cara sin más vueltas. Sin embargo, lo que ha venido robusteciendo algo de un modo que termina de poner en cuestión la biblioteca misma que usamos, es tanto el activismo político y el ensayo intelectual, como los ladrillos que se fueron derribando o reemplazando en las paredes y laberintos de la Historia pensada, documentada e imaginada. ¿Por qué? Porque no solo se combate en el presente y con las fuerzas que actúan en lo institucional, en lo doméstico y en lo público, sino que al intervenir en las figuras de la historia contemporánea se rehace el fondo cultural, se obliga a pensar nuevamente las tramas clásicas de nuestro devenir, y acaso de este modo, se produce cambios de mayor robustez y sentido.

Escales nos ofrece una crónica biográfica, un libro documental, que está lleno de información, entrevistas a familiares y amigas, ideas, autores, tramas culturales y militantes, pero que nunca abandona el ritmo, el guión del mejor documental audiovisual, el modo combativo de levantar la mano y poner el acento donde corresponde, y más que nada iluminar y regalarnos a Salvadora Medina Onrubia. Poeta, periodista, dramaturga, anarquista, fue la primera autora en la literatura argentina en escribir cuentos lesbianos y aborteros, y financió las fugas de Simón Radowitzky del penal de Ushuaia. Fue compañera y amiga, sorora diría Escales, de Emma Barrandeguy y América Scarfó, quienes fueron entrevistadas por la autora para el libro. Aparece, como se dice aquí, en roles secundarios de biografías ajenas: esposa de Botana, abuela de Copi, amiga de Alfonsina Storni y de Severino Di Giovanni. Organizado en cinco capítulos, el libro ofrece una reconstrucción sobre los acercamientos de Medina Onrubia al periodismo y al teatro, a los anarquistas, los vínculos que la familia y los afectos entrelazan y a veces complican. Además, esta edición trae generosamente una segunda parte con el libro inédito de Salvadora de título Mil claveles colorados, y una serie de artículos seleccionados.

En un pasaje, Escales define: “el anarquismo a Salvadora le permitió ejercer su desenfado, desatar su insolencia, despreciar la obsecuencia, sellarse la frente con orgullo de anormal, poder maldecir los sueños cortos y reírse de los sirvientes funcionales”. En todos los aspectos, la fraternidad, la solidaridad, el empeño político aparecen como construcciones de la más absoluta vivencia y vida cotidiana. No están precedidas de un ideologismo ni de metas a cumplir o roles que desenvolver en el firmamento revolucionario. Es hacer girar la rueda del propio tiempo, con las herramientas a mano, quizás haciendo valer contactos y fortuna personal para socorrer a quien lo necesita, quizás recrear el ámbito intelectual, la armonía de la noche donde permitir el encuentro con amigas, la risa, el sufrimiento, el hombro que sostiene una lágrima. Ser mujer y anarquista, como una revuelta interior que es doble porque es frente al sistema social pero también frente al hombre, se resume en aquel lema de la investigadora francesa Maxine Molyneux: “ni dios, ni patrón, ni marido”. Porque la humillación de la servidumbre, advierte Escales, seguía cuando llegaban a sus casas. Y porque una de las virtudes del anarquismo es haber planteado tempranamente que lo privado es político. Estas reflexiones, que atraviesan el libro -en el análisis de las obras de teatro, en los escritos periodísticos, en la propia vida de Salvadora-, invitan una vez a repensar la cultura anarquista en la Argentina de la que tanto se ha hablado y de lo poco que conocen las nuevas generaciones. Feminismo, veganismo o alimentación saludable, cuidado del suelo y del medio ambiente, relaciones afectivas abiertas y respetuosas del deseo del otro, dinero para vivir y no vivir para el dinero. Una suma de valor que Castoriadis agruparía como la paideia necesaria para la revolución, y no al revés. No hay sociedad nueva sin la creación de un modo de vida que nos haga mejores bajo este cielo, en esta tierra. Por ejemplo, en el rescate de la amistad entre Medina Onrubia y Storni como valor social en sí mismo, con la que Escales clava su propia y bella lanza: “Salvadora y Alfonsina tuvieron ese tipo de amistad en la cual la otra es, primero, una confirmación de lo que nosotras mismas somos, testigos mutuas, memorias en espejo. Las dos fueron hijas de la naciente clase media, con madres maestras. Ellas, también normalistas, rubia una, pelirroja la otra, y ambas con niñitos que les colgaban de un brazo; y del otro, la cartera, no un marido”.

Salvadora Medina Onrubia es una mujer hermosa, en la que dolor, cariño y rebeldía pueden conjugarse en una kriptonita porteña y feroz. El cambio en la moda, los vestidos vaporosos, las polleras cortas, esa modernidad periférica aparece en su dramaturgia poniendo carmesí y rubor a una erótica barrial. Todas las obras de teatro de Salvadora fueron estrenadas en teatros comerciales y ella estuvo presente largo tiempo con sus columnas periodísticas. Escales señala que Salvadora y Alfonsina compartieron una escena literaria definida más bien por su lugar de no pertenencia: “no eran de Boedo, no eran de Florida, ni lo serían de Sur. “Escribir sobre Salvadora es hacer un tratado sobre la soledad de las mujeres indóciles”, dice la autora de este notable libro, ágil y templado.

- 'Arroja la bomba. Salvadora Onrubia y el feminismo anarco' (Vanina Escales).

 A la memoria de Emma Barrandeguy, América Scarfó y Osvaldo Bayer.

A Helvio Botana Hayashi.

- Preliminares.

Si aparece en este libro la primera persona es porque Salvadora y yo tenemos una historia de muchos años. Estaba leyendo 'Severino Di Giovanni. El idealista de la violencia' y quise conocer a América Scarfó en el mismo instante. América, "Fina", decía "no" después del "hola" y solía rechazar cualquier intento de entrevista. Tenía casi noventa años y elegía con quién quería hablar; no le encontraba sentido a hacerlo con quienes no hablaran su mismo código. A mí me dijo que sí. Hablábamos sobre ella, sobre Salvadora y un día le pareció bien darme un consejo: "Yo tenía un lema para los hombres: tenían que ser compañeros, tenían que ser inteligentes y tenían que ser muy buen mozos". Con la voz de América empecé a escribir a Salvadora y a tratar de unir datos dispersos y en apariencia contradictorios (Este libro es un capítulo más de la memoria feminista. Sin embargo, para facilitar la lectura no incluye recursos del lenguaje inclusivo como "@" o "x").

"Amo llamarme así. Además, ¿de qué otra manera podría yo llamarme?", escribió Salvadora en 'El vaso intacto'. La versión femenina del Salvador: "Los nombres tienen color... El mío es de un rojo obscuro y brilla demasiado". Nació a finales del siglo XIX y escribió desde mediados de 1910 hasta la década de 1930. 'Outsider' del campo canónico de la literatura, fue moderna por fuera del Grupo Sur y de izquierda al margen de 'Claridad'. Cercana a Alfonsina Storni, tampoco fue popular como ella. Sin embargo, esta marginalidad algo buscada, pose de protagonista, le permitió captar los relieves de su época, mostrar los límites de las vanguardias estéticas y expandir por nuevos hilos la trama de la cultura: ése es su desliz. Poemas con travestis, cuentos con viejas aborteras. Si sólo es posible hablar con nuestra época, con el tiempo que las palabras nos dicen en común, Salvadora ensayó también una soledad anacrónica e hizo sonar palabras que se escucharon tiempo después, como las de 'Las descentradas'. Hablamos hoy de ellas, Salvadora y su obra, olvidadas por más de cincuenta años.

Las obras de teatro fueron escritas mientras hacía periodismo no sólo en el diario 'Crítica' "sino en otros más pequeños y más violentos". "Hablaba al pueblo, luchaba con él, lo acompañaba y apoyaba en su cruzada por lo que más tarde conquistó", dijo en un momento de su vida.

Salvadora Medina Onrubia es una contraseña rara de la historia no evidente de la literatura argentina. Es, al mismo tiempo, una ineludible para leer las décadas de 1920 y 1930, su moral privada y su política pública. También, es la feminista libertaria con sello de iconoclasta, que tiene problemas con la autoridad, venga de donde venga.

¿Por qué alguien desaparece? Casi todos sus libros quedaron durante décadas en primeras ediciones, con lecturas esporádicas de la crítica literaria. Pasó a formar parte de la historia como un dato secundario de biografías salientes: abuela de Copi, esposa de Natalio Botana, amiga de Alfonsina Storni, de Simón Radowitzky, de Severino Di Giovanni y de América Scarfó. Tuvo un modo singular de ser anarquista porque quiso que las mujeres pudiéramos votar, fue también teósofa y espiritista. Sin embargo, ninguno de esos términos hace justicia a su modo personal de habitarlos.

Este libro creció prestando oído a la resonancia de las palabras de Salvadora e hizo sus derivas siguiendo las conversaciones que lo alimentan con Emma Barrandeguy, América Scarfó, Gloria Machado Botana, Alejandro Storni, "la China" Botana, Osvaldo Bayer y Helvio "Papo" Botana Hayashi, mi amigo extraordinario. Sus contemporáneos ya no viven. Muchos la recordaron para esta historia de montajes sobre los rumores de datos dispersos que sigue sus huellas literarias y los pliegues de su biografía.

Escribo en soledad, pero no sola. Este libro se fue escribiendo a través de las conversaciones con amigas y amigos, los comentarios al paso, los datos que alguien recordaba, los diálogos con otros libros, las horas de hemeroteca, los archivos de los compañeros y compañeras de la Federación Libertaria Argentina, del Ateneo Anarquista de Constitución y de la Biblioteca José Ingenieros que los custodian. Debo mucho a la amistad y las conversaciones con María Moreno y Marcos Zangrandi. Sus lecturas fueron muchas veces mi "ponle la cola al burro", para no decir mi Virgilio y sumar solemnidad a aquellos diálogos. Mabel Bellucci fue una presencia permanente en estos años, no sólo por su memoria de archivista, sino por su extenso trabajo de investigación sobre las anarquistas. Algunas imágenes son producto de telepatía y chat con Fede Schmucler y de la sensibilidad de Diego Fidalgo. El libro también tiene horas de teléfono con Marsha Gall, Rodrigo Álvarez, Esteban Garelli, Luz Azcona, Gabriela García Cedro, detallista al borde del diagnóstico, como Juan Carlos Pujalte y Martín Santos. Mucho de Christian y Simón Ferrer, la comunidad ingobernable. Agradezco la lectura generosa y la trayectoria enorme de Nora Domínguez y el entusiasmo de las editoras Constanza Brunet y Florencia Jibaja Albarez. El feminismo popular, horizontal y expansivo que construimos en Ni Una Menos se siente en el subtexto, en el hilado. Mis amigas y compañeras de Latfem, como mis amigues y compañeres del CELS, con su disposición para el análisis político y el trabajo sobre la memoria son todo y más. Qué sería de nosotres sin la cortesía de las palabras que nos hacen. Agradezco en especial a Agustina Paz Frontera y María Florencia Alcaraz, por estar siempre con la lapicera y el megáfono listos. A todes elles, gracias.

- Capítulo I.

El 17 de octubre de 1945, desde las barriadas trabajadoras, miles de voluntades se sumaron en procesión laica hacia Plaza de Mayo para pedir la liberación de Juan Domingo Perón. Cuatro días antes el diario 'Crítica', dirigido por Salvadora Medina Onrubia, había titulado "Perón ya no constituye un peligro para el país".

Desde Berisso, Lanús, Quilmes, desde Lugano y Flores avanzaron sobre la capital del país al grito de "es el pueblo". Los sacos pasaron a las manos, los botones de las camisas se desprendieron de sus ojales, los brazos se vieron descubiertos como algunos pechos mojados por el calor y la agitación de la felicidad política.

'Crítica' tituló "Grupos aislados que no representan al auténtico proletariado argentino tratan de intimidar a la población" y la edición se repartió en las esquinas. Adentro del diario comenzaron las corridas. Mientras algunos cargaban revólveres, Salvadora, la única con la habilidad manual y el conocimiento técnico, comenzó a armar bombas molotov con botellitas de nafta y mechas embebidas en petróleo. Y esperaron.

Cuando los cuerpos obreros estaban sobre la avenida de Mayo, frente a la puerta de 'Crítica', los tiradores estaban escondidos, en alerta, vigilando desde los balcones y las ventanas. Se escuchó un disparo y luego decenas. No es claro si el fuego inicial partió desde la calle o desde el edificio. Las botellitas encendidas comenzaron a caer como luciérnagas humeantes. Las corridas buscaban llegar a la plaza, el centro gravitacional que marca el pulso de este país, escenario de júbilo y bombardeos, de alegrías oprobiosas y reivindicaciones justas. Plaza de Mayo: el cielo cívico custodiado por una pirámide. Pero en la avanzada, un muchacho quedó tirado con un balazo en la cabeza frente a 'Crítica'. Era Darwin Ángel Passaponti, un adolescente nacionalista que con diecisiete años se convirtió en el primer mártir del peronismo.

Salvadora y algunos empleados corrieron a la terraza. Las puertas del edificio quedaron aseguradas. Si en ellas se hubiera abierto una fisura, habría teñido de humo el interior de la elegante construcción art decó. Ni el vestido, ni los tacos impidieron que Salvadora, de 51 años, saltara por los techos hasta encontrar un edificio por el que bajar sin peligro hasta Rivadavia. Se fue a su casa, donde vivía con un gato montés, a preparar la cena con los periodistas que la acompañaban.

Al día siguiente, como todos los días, fue para el diario. Quería recorrerlo para ver los restos del combate. En su despacho, que Natalio Botana ya no ocupaba porque había muerto hacía unos años, vio el plomo de una munición incrustado en la pared, diez centímetros arriba de su sillón. "La Vieja" se empezó a reír. El pedazo de metal parecía un dije. Logró sacarlo con un abrecartas y lo llevó al joyero para que se lo engarzara en una pulsera (La escena fue reconstruida con Gloria Machado Botana y la denuncia el diario 'El Líder'). Fue la transmutación ya no del plomo en oro, sino de la bala en ornamento, del peligro en el cuerpo; trofeo político.

Anclada su memoria en obreros anarquistas y socialistas, había leído como pasajera la conversión de los dos últimos años hacia una fidelidad permanente del movimiento obrero al incipiente peronismo. De lo contrario, no hubiera titulado con desdén indubitable que esos trabajadores en mangas de camisa, cansados de caminar, pero con la voluntad de la conquista no eran "auténticos". No porque Salvadora defendiera posiciones de ricos oligarcas, sino porque vivió el ascenso de Perón como una rivalidad personal con 'Crítica': se disputaban la representación del pueblo.

Salvadora, que podría haber acompañado desde 'Crítica' a Perón, nunca se pensó asociada sino encabezando. Creyó que el destino se dibujaba en el nombre y que Salvadora era para un protagónico. Y en ese punto de su vida, en su momento de mayor poder, comenzó su caída.

El Aleph gualeyo.-

Salvadora no es platense, La Plata como lugar de nacimiento el 23 de marzo de 1894 es sólo un dato accidental. Criada en Gualeguay, si bien no tuvo patria, situó en Entre Ríos el lugar de sus memorias de infancia. Hasta ese momento, su único recuerdo de la vida en Buenos Aires fue la expulsión de la escuela por negarse a besar el anillo de un obispo. Los padres, Ildefonso Medina y Teresa Onrubia, la bautizaron Salvadora Carmen y a su hermana tres años menor, Carmen Eloísa. A las dos las llamaban por su primer nombre. Ildefonso era entrerriano, pero vivía en La Plata cuando conoció y se casó con Teresa. No es claro qué hacía.

Georgina Botana, la hija menor de Salvadora, murió en 2015 en Francia. Encontré su número en la guía telefónica parisina. "Hola, China, te llamo desde la Argentina, quiero hablar sobre tu madre", le dije. Si con "madre" había saldado los rencores, con la "Argentina", no. "Ay, Argentina, ¿qué querés saber?". "En este momento tengo una pregunta muy chica, ¿qué hacía tu abuelo?". La risa y la voz elegante de actriz de cine: "Creo que el padre de la Vieja era arquitecto, de los que estuvieron en el proyecto de construcción de La Plata" (Entrevista telefónica a Georgina Botana, 2003). Ningún registro tiene su nombre. Murió cuando sus hijas eran muy chicas y Teresa hizo las valijas para ir a Gualeguay, de donde era Ildefonso y quedaba familia.

Doña Teresa se convirtió pronto en uno de los pilares gualeyos. Española, antes de llegar a la Argentina vivía en un pueblo muy chico cerca de Cádiz. Tenía que casarse con un marino llamado Benito Pantoja, pero lo dejó plantado en el altar para escaparse con un circo y probar el nomadismo como 'écuyère', algo que la familia argentina descubrió tras su muerte. Amiga de la madre del escritor Carlos Mastronardi, "era una especie de Séneca a marchas forzadas", "instantánea en la respuesta, aunque de amable modo, desconcertaba a quienes creían tener la verdad en el bolsillo" (Carlos Mastronardi: 'Memorias de un provinciano', Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1967, p. 40). Si alguien necesitaba una inyección, Teresa la aplicaba. Si alguien estaba en desgracia y necesitaba pedir al banco una moratoria, Teresa acompañaba y se encargaba de explicar. Todas las cuestiones que preocupaban a quienes conocía las hacía propias.

Mastronardi la recuerda lúcida y valiente, como movida por "cierto individualismo, a la vez altanero y estoico, que la dotaba de fuerzas para salir inmune de todos los embates" ('Ib'.). Si se llevaba mal con Salvadora se debía a que no eran opuestas sino dos imanes del mismo polo, con una volutnad a la que la realidad debía rendirse. "Así, corrido el tiempo, optó por ser maestra rural en un caserío próximo a Gualeguay antes que seguir a un pariente rico que vivía en Buenos Aires, cuyas invitaciones declinó porque 'prefería ser cabeza de ratón y no cola de león'" ('Ib'.).

Salvadora era compañera de escuela de un muchacho flaco que dibujaba, Juan Ortiz, a quien años después conoceríamos con una L. de Laurentino entre nombre y apellido. Aunque Juan L. era un año menor, en el pueblo chico agrupaban a los niños sin tanto rigor en el aula. Los compañeros se peleaban para guardarse sus bocetos. "Cesáreo Quirós vio los dibujos de Ortiz. Y bien sabía Quirós que cualquier pibe de cara sucia que en la escuela traza cinco rayas puede llevar escondido un artista futuro", escribió Salvadora (SMO: "A caballo, a pie, a nado y en bote", 'Fray Mocho', 6 de marzo de 1914. Agradezco las conversaciones con Rodrigo Álvarez que alumbraron este apartado).

***

Llegué un sábado a Gualeguay. La biblioteca que había juntado a Juan L., Salvadora, Amaro Villanueva y Carlos Mastronardi, lleva ahora el nombre de este último. Allí escribieron, se leyeron, formaron una comunidad intelectual siendo muy jóvenes. Permanece como era en aquel momento: la madera oscura de los anaqueles, el pasillo alzado con más estantes, las cortinas de madera que dan a la calle y el sol que subraya los lomos de los libros. El margen, la periferia, ese lugar no es sólo un punto geográfico sino uno ético y estético. Lejos de los círculos oficiales de la literatura, del mundo comercial que edifica éxitos, Buenos Aires fue una tentación, pero también un camino de ida y vuelta.

También leían o comentaban libros en la puerta de la casa de Juan L. o, años más adelante, cuando Salvadora ya no vivía ahí, en el círculo de "Amigos de la revolución soviética", que había fundado Juan L. y que también integraba Juan José Manauta. Allí iba Emma Barrandeguy "con sus grandes ojos buenos a flor de su iluminada cara buena" (Juan L. Ortiz: "Gualeguay" en 'Obras completas', Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2005, p. 472). Pronto organizaron la agrupación 'Claridad' pero, según Emma, sin descuidar la literatura. Habían adherido al grupo Boedo, que editaba la revista 'Claridad' (Emma Barrandeguy, citada en el hermoso artículo de Agustín Alzari: "Ese otro Ortiz: Juan L. en revista 'Claridad'", 'Orbis Tertius', vol. 15, núm. 16, 2010. Alzari también da cuenta de la coincidencia de Salvadora con Juan L. en la sección "Poemas", del número del 26 de abril de 1930, de la revista 'Claridad'). Siempre tenían material nuevo para discutir. Habían hablado con un camarero del ferrocarril y él era quien hacía de correo desde Buenos Aires.

Salvadora era pelirroja, muy hermosa. Trabajaba como maestra en la escuela de Carbó, donde daba clases Teresa. Tenía diecisiete años cuando conoció a un joven político de Paraná que estudiaba para ser abogado y le llevaba siete años, Enrique Pérez Colman. Si ya Salvadora se sentía anarquista, cuidar la virginidad como si fuera un tesoro -¿guardado para quién?- no era un problema pero más acá de la ideología, estaba enamorada. Y tras el romance, la plusvalía amorosa: se quedó embarazada.

Enrique no estaba casado, pero decidió no decirle nada y tener el hijo sola. Si el pueblo chico sobrevive, a falta de entretenimiento, gracias al tejido simbólico de las habladurías, nadie se atrevió a meterse con la hija de Teresa, al menos no abiertamente. La vergüenza de la soltería es un problema de los otros, no propio, asunto que Emma Barrandeguy entendió cuando escuchó a sus tías decir "Señoras no, son otra cosa". Salvadora tenía casi dieciocho años cuando nació Carlos, "Pitón", el 20 de febrero de 1912.

Antes de que dejara Gualeguay, a fines de 1913, había ensayado en 'El diario de Gualeguay' sus primeras colaboraciones, pero ya pensaba en Buenos Aires y en "ganarse la vida" escribiendo. Enviaba desde el pueblo cuentos a 'Fray Mocho', que en 1918 fueron recopilados en 'El libro humilde y doliente' (Lucía de Leone rescató y prologó este libro y 'Almafuerte' para la colección Las Antiguas, dirigida por Mariana Docampo, de la editorial cordobesa Buena Vista). Se trata de postales de la miseria tomadas en los días en que fue maestra. Es un libro de juventud en el que se describe -con promesa de realidad- la vida de los niños de Gualeguay, sucios, malos, sufridos, de una pobreza expresionista y muda, en la que Salvadora busca las claves para transformar esa sensibilidad en un código de revolución social.

Ya instalada en Buenos Aires, anunció en 'Fray Mocho' la llegada de Juan, de forma literal y espiritual "a caballo, a pie, a nado y en bote"; la fragilidad del muchacho flaco no desmiente su tenacidad ni voluntad. "Vencerá -dice la amiga-. He aquí un muchacho criollo, valeroso y temerario, que sintiéndose artista y queriendo triunfar, abandona Entre Ríos, su provincia natal, y sin más patrimonio que una delirante fe en sí mismo, se viene a Buenos Aires a vivir... ¿A vivir de qué? A vivir, ¡qué ironía!, de sus dibujos y de su poesía". "Se llama Juan Ortiz. Es un muchacho triste, está solo, pero es de los que llegan". Para Juan L., Salvadora fue la "hermana mayor", la de "fuego santo", la que cuida y no olvida.

(Gabriel Lerman, Radar Libros, Página 12, 05/07/20)