Los modernos lo tienen peor. Darío Prieto contaba aquí (12 de diciembre) que sellos discográficos y grupos como Coldplay desertan de Spotify y otros sistemas de música de pago por internet. No ganan un chavo. Lady Gaga, 120 euros en 2009; los grupos españoles sacarían más a la puerta de una iglesia.
La brecha digital se abre en España entre los cabreados con el Gobierno ZP, por largarse sin desarrollar la ley Sinde, y los que han batallado en contra. Pero serán muchos más los que no opinan, aun siendo internautas. Si les dejan, piratean; y si no, pasan. Si sale gratis, mejor.
El fenómeno digital afectará a todos. El esquema de lo que llamamos cultura, creación artística, información y entretenimiento trota hacia un precipicio empujado por el espíritu de la manada: el que va en cabeza apenas adivina lo que hay delante y los de atrás empujan a ciegas.
Lucía Etxebarría deja la literatura porque no puede ganarse la vida con el pirateo de sus novelas. En un país que publica 70.000 libros al año no es relevante que una escritora se retire (lo siento, Lucía, no te conozco; no es personal), pero es muy grave el síntoma que refleja. Y peor, la festiva reacción en la Red, entre burla y desprecio, como si la cuestión de fondo fuera si gusta como escritora.
Los gurús profetizaron que en este nuevo mundo digital, cualquiera podría hacer su propio negocio en la Red: un músico se forraría vendiendo directamente sus canciones; un escritor, publicando sus manuscritos; y un periodista, con sus noticias y reputación en un blog. ¿Todo gratis y a la buena voluntad de los fans? Porque la publicidad, ya se ve, no da.
El formato digital ha introducido una variable en las conductas individuales: copiar es un gesto y no te ve nadie en medio de la multitud. Todos sabemos cómo hacerlo. Lo sabe hasta Google, que con su último algoritmo de búsqueda intenta primar al texto original sobre los compartidos, a ver si así sobrevive el autor.
Pero no importa, nos dicen: ahora la creación es colectiva, creadores somos todos. La tecnología nos da herramientas para darnos ese gusto entre iguales. Sin embargo, el rastro de la manada suelen ser deyecciones y pastos aplastados. Lo que distingue al arte y la creación es la excepción que destaca sobre la media.
¿Con qué creatividad se iluminará esa generación que ya ni se imagina pagar por un disco, un libro, un periódico, una película? ¿Producciones aleatorias informáticas? Ese espíritu nos devolverá al XIX, cuando ser escritor era morir de hambre y frío en una buhardilla y apenas vivían del arte los músicos y pintores de Corte.
No es cuestión de reglamentos, ni mecenazgos: es redirigir la manada.
El Mundo