Los españoles nos quejamos de todo y la mayor parte de las veces sin razón alguna. Por ejemplo, existe un clamor según el cual la Justicia española es más lenta que una tortuga reumática. Nada más falso. La Justicia en España se ejecuta inmediatamente después de iniciarse el Sumario y sin aguardar a que este se complete y se abra el juicio oral. Mucho antes, los encausados son condenados y puestos en la picota de la opinión pública.
Es inimaginable una Justicia más rápida y eficaz que la española, aunque para ello se hayan tenido que suprimir trámites y minucias como la presunción de inocencia, el derecho a la defensa o el secreto del Sumario, eliminando, de facto, 10 ó 12 artículos de la Constitución y otras tantas leyes garantistas que, la verdad, sólo servían para entorpecer esta justicia rápida de la que hoy, al fin, gozamos los españoles.
Y este éxito se debe en primer lugar a los habilísimos periodistas de investigación (investigación que consiste en recibir del juzgado o de la Policía unos papeles bien ordenados y subrayados) y también a algunos jueces –por algo pertenecen al estrellato– que adornan con donosura nuestro firmamento judicial... Unos jueces en cuyos juzgados los secretos sumariales son siempre secretos a voces. Jueces como Garzón –tan ingratamente tratado en estos días–, el pionero y verdadero fundador de la Justicia rápida.
La escultura que en el barrio que lleva su nombre se levantó en honor de Agustín Argüelles debe ser sustituida de inmediato por la de Garzón, quien, además, es más guapo y fotogénico que don Agustín. Al fin y al cabo, Argüelles era un liberal que sólo ayudó a traer la Constitución de 1812.
Sé que algunos picajosos reclaman que la Justicia persiga a los delincuentes dedicados a transgredir mañana, tarde y noche los secretos sumariales, pero son eso: unos picajosos.
La Gaceta