Este año 2012, a punto de comenzar, los países que hablan español o portugués van a conmemorar, como tienen por costumbre, su independencia. Hay un cierto error en la fecha, que sería más lógica si la retrasásemos ocho años. Pero los historiadores no prestamos atención al detalle; lo que a ellos importa es destacar el hecho en sí. No debemos olvidar, en cambio, que el dato cronológico coincide con el de las Cortes de Cádiz en las cuales estuvieron presentes algunos de los procuradores que representaban a los reinos americanos. Podríamos entender mejor la importancia del acontecimiento si dijéramos que, tras trescientos años de conformación de una nueva sociedad criolla, llegaba el comienzo de una nueva fuerza mundial a la que correspondía labrarse el futuro. La independencia o libertad colectiva tiene, como es sabido, también su parte de riesgo: se puede acertar, como es el caso de mi admirada Chile, o se puede incurrir en un chavismo que falsea la figura y las dimensiones de Bolívar.
Desde España esta conmemoración debe contemplarse también con alegría. Es el resultado de un trabajo que, como Rodríguez Adrados nos recordaba hace poco, tiene en la lengua su reconocimiento y hasta su orgullo. Las Academias hispanoamericanas se dirigen a las españolas como hermanas mayores; y lo son, con el deber de amar a esos vástagos del otro lado del mar. España supo poner los cimientos de una nueva civilización de la que ella misma forma parte. Las separaciones políticas no deben influir en la unidad del alma, que todos sentimos. Cuando se vuela sobre el Aconcagua y se divisan las costas del Pacífico, una profunda emoción nos sacude. Es como si escuchásemos de nuevo las palabras de Pedro de Valdivia, a punto de emprender el camino del Inca, cuando dijo a Francisco Pizarro: «Yo no he venido a ganar dinero sino a cobrar fama». O las que, en 1992, pusieron unos indios araucanos en el campamento en que celebraban el 12 de octubre. «Sí; todos españoles».
Los españoles se encontraron ante un abanico de sociedades muy diferenciadas por su nivel cultural. Y rompieron con uno de los prejuicios que el arrianismo germánico quería imponer: el mestizaje era un bien y no un mal. Mezclar la sangre ante todo. Comenzar un camino hacia el acercamiento, en el cual todavía estamos y debemos continuar. Lo entiende y practica bien el Rey, incluso cuando alza la voz para pedir a Chaves: «¡Cállese!» Porque no sólo tenemos que hablar. Tenemos que escuchar.
Al tiempo de insertarse en América, a la que se prefería llamar Nuevo Mundo, España llevó al otro lado del Atlántico dos cosas que pueden no ser suficientemente valoradas en nuestros días, pero en las que debemos insistir: el caballo y el padre nuestro. No se trata únicamente de una cabalgadura que aumenta la fuerza y la velocidad de los seres humanos, sino de la transmisión de una norma de conducta que insertamos en el «espíritu de la caballería». Huizinga destaca en él dos rasgos esenciales: el sentimiento de lo heroico y la nostalgia de una vida más bella. Es lo que siente Pizarro cuando traza la raya en la arena de la playa o la que mueve a buscar El Dorado. Un modo de vida que ahora pertenece al pasado aunque siguen subsistiendo memorias que de cuando en cuando brotan a la luz. Se los llamó vaqueros en las tierras del norte, charros en México, huasos en Chile o gauchos en la Pampa argentina. Y ellos fueron transmitiendo el valor, la fidelidad a la palabra dada y esa especie de artificio que les convierte en un poco irreales.
El padre nuestro es la oración que Cristo comunicó a sus discípulos cuando le demandaron que les enseñase a orar. Las primeras palabras ya las conocían los judíos. Pero lo que viene después es una explosión de amor, como los grandes misioneros, del P. Las Casas, aunque se equivocó en su radicalismo, no compartía otros sentimientos que aquellos que trajeran al indio Juan Diego a crear ese santuario de Guadalupe, que ha podido resistir el ciclón del anticristianismo de los años negros y es hoy el que recoge mayor número de peregrinos que todos los demás del mundo.
Larga vida y buen futuro es lo que los españoles deseamos a estos países; que no se dejen arrastrar por las corrientes de ese doble materialismo venido también de Europa. Que aprendan a ser ellos mismos, porque tales son los valores que atesoran los últimos acontecimientos en México, Brasil y Chile, despiertan una esperanza y también una demanda. Este mundo que se debate en medio de una doble crisis, económica e ideológica, está necesitado de ayudas que de América pueden venir. Quien haya tenido la suerte de compartir con hispanoamericanos no sólo la vista maravillosa de un paisaje, sino también la intimidad de los sentimientos sabe bien que como consecuencia de esos dos valores, cristiano y espíritu de la caballería, las nuevas naciones guardan un patrimonio de gran valor.
Así lo habían ya reconocido los que en 1788, al comienzo del reinado de Carlos IV, se reunieron en Madrid en unas Cortes presididas por Campomanes. Se expresó entonces la conciencia de que era preciso adelantar un paso, sustituir a los virreyes por infantes y dejar que los americanos se administrasen a sí mismos, manteniendo una especie de unidad en la comunidad. Vinieron luego la Revolución y Fernando VII, que lo estropearon. No incurramos en nuevos errores. Brindemos a los hermanos más jóvenes del otro lado del mar nuestro afecto, recordando los versos decisivos del poema de Martín Fierro: «Vamos, suerte, vamos juntos, dende que juntos nacimos, y ya que juntos vivimos sin podernos dividir, yo abriré, con mi cuchillo, el camino pa seguir».
La Razón