No cometeré la exageración de decir que siempre tuve una cierta idea de Madrid, como De Gaulle decía que la había tenido de Francia —pues en su caso aseguraba que era un sentimiento que procedía casi del seno materno—. Más bien fui aprendiendo esa idea con el paso de los años, junto a mis conciudadanos. Cuatro años como concejal, ocho de senador por Madrid, dieciséis en la Administración regional, de los cuales ocho al frente del Gobierno, y otros ocho como alcalde dan para ir formándose una noción de lo que Madrid es y, de acuerdo con lo que los madrileños anhelan e intentan, lo que puede ser. Sí es verdad, sin embargo, que pese a no haber albergado nunca ideas preconcebidas, o quizá por eso mismo, he procurado ser fiel a aquellos principios que, en este largo y fecundo aprendizaje, he ido descubriendo en la que es la ciudad de mis padres y, aún más importante, la de mis hijos.
El primero es la modernidad intrínseca de Madrid. Nunca he querido molestar a los amigos de la tradición, pero sí recordar que la auténtica raigambre de esta ciudad ha sido, históricamente, su aperturismo, su capacidad para asimilar lo nuevo y marchar al compás de los tiempos, incluso adelantándose a ellos. No puede ser de otro modo en una capital que devino en tal de modo repentino. El casticismo, decía Blanco White, es decadencia, y en decadencia se convertirá. No la tradición asentada ni el calor de las mejores costumbres, que en Madrid se elaboran mediante una creativa síntesis de lo ajeno, sino la tentación del conformismo. Al igual que el resto de España, Madrid ha arrastrado su propio orientalismo, esa leyenda forjada por tantos viajeros que en cuanto avistaban el alcázar y las primeras iglesias creían ver cúpulas doradas y exotismos incompatibles con el espíritu de una capital europea. De un modo u otro, esa fue la visión que el mundo tuvo de España desde la paz de Westfalia hasta 1975 —la de un país que estaba fuera de Europa, al margen de la historia, tal y como explica Joseph Pérez en su último libro—, y la gran tarea nacional desde entonces ha consistido en sacudirnos el tipismo y reintegrarnos a nuestro entorno occidental, como un ejemplo de dinamismo, vanguardia y civilidad.
Madrid tenía que liderar esa empresa, que no me ha correspondido en exclusiva, porque Enrique Tierno Galván, Juan Barranco, Agustín Rodríguez Sahagún y José María Álvarez del Manzano también fueron impulsores de la misma, cada uno con su sello. Si acaso, a mí me ha correspondido hacer un énfasis especial en esta meta modernizadora, y forzar un salto de escala derivado de las necesidades de la globalización. Era urgente dar a Madrid hechuras de gran capital internacional, porque el momento lo aconsejaba, y porque además el potencial sociocultural y, pese a las actuales dificultades, también económico, así lo permitía y demandaba. Y había que hacerlo preservando en esa modernidad una dimensión humana, porque, como sostiene Julián Marías al final de su «Biografía de España», esa constituye la más profunda seña de identidad de nuestra Nación: una modernidad humana.
Estas convicciones conducen hacia un modelo de ciudad donde la actividad económica, la vida cultural y el disfrute de los espacios públicos, así como un transporte público de calidad y una menor presión del tráfico rodado, enriquecen la gran tradición urbana europea, basada en la mezcla de usos, frente al modelo anglosajón, donde la convivencia se fragmenta. Conseguir ese Madrid vivo, atractivo, razonablemente bien avenido, en el que la cultura sea equivalente de reflexión y creación, y no solo de evasión o consumo, era un objetivo cuya consecución se ha visto colmada por los ocho millones de visitantes que hoy recibe Madrid, y sobre todo por la conciencia que la ciudad tiene ahora de sí misma.
Debo agradecer la generosidad de quienes hicieron posibles estos logros: mi partido, que me confió esta responsabilidad; los ciudadanos, que tres veces respaldaron el proyecto; mi equipo de colaboradores, que lo materializó, y las instituciones, públicas y privadas, con las que lo compartimos. La misma colaboración que espero que encuentre Ana Botella, en razón de las capacidades que durante estos años ha acreditado, y de las que va a demostrar. Día a día he comprobado su aptitud para involucrarse a fondo en un proyecto común, así como la fuerte personalidad con la que desarrolla ese compromiso, desde una disposición siempre dialogante y abierta a escuchar. En Ana Botella los madrileños van a tener una alcaldesa —la primera en la historia de la ciudad— ante todo cercana, trabajadora, eficaz, y con una acusada y sincera sensibilidad social. Yerran quienes puedan recibirla con un juicio precipitado, y auguro que se llevarán una sorpresa. Van a descubrir una figura que ya se ha convertido, por derecho propio, en un sólido valor de nuestra vida ciudadana, política e institucional.
Pero el auténtico protagonista no somos ni Ana Botella ni yo. No hay otro que la sociedad madrileña, que, en los tiempos de bonanza y en los de preocupación, ha llevado las riendas de su destino. Pocos confiaban hace unos años en Madrid. Los madrileños sí lo hicieron, y arrumbaron cualquier viso de pesimismo paralizante. Como decía el New York Times, nuestro ejemplo «prueba que la pregunta sobre las grandes obras públicas no debería ser qué no podemos hacer. No. Es qué podemos hacer». Y eso es lo que, con carácter general, Madrid me ha enseñado. Por eso no podía haber acertado más ese periódico al ilustrar su reportaje que acompañándolo, bajo la legendaria cabecera en letras góticas, de una fotografía del mosaico que decora la pasarela que Daniel Canogar levantó en Madrid Río, donde se retrata toda la frescura y vivacidad del verdadero ser de Madrid: sus ciudadanos.
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