Esa misma imagen se ha trasladado a la reciente presencia de España en la última cumbre europea, cuando el presidente en funciones ha defendido, sin éxito, como era previsible, una posición algo extemporánea del presidente entrante. Si esa hubiera sido la práctica política de las cuatro legislaturas pasadas, otro gallo quizá nos cantaría ahora. Pero desde que Aznar dio la espalda a la vieja Europa encandilado por las luces emitidas desde los cuarteles de los neocon americanos, y desde que Zapatero mostró a las claras su absoluto desinterés por la construcción y la política europeas a la par que prodigaba agravios gratuitos a Estados Unidos, nuestra política internacional nos ha reducido al papel de comparsas que se limitan a verlas venir, lejos de los centros en que se toman las decisiones.
No siempre fue así. En los años ochenta, una inteligente política de entendimiento con Alemania liquidó los restos de la tutela de Francia y permitió establecer con ambas relaciones de buena vecindad, sin provocar inútiles conflictos con Estados Unidos. Fueron años, los de la presidencia de Felipe González, en los que por vez primera en los dos últimos siglos, España salió de lo que durante la restauración se llamó retraimiento, más tarde, con la monarquía alfonsina y la República, neutralidad, y finalmente, con la dictadura, aislamiento luego disfrazado de diferencia: ni retraída, ni neutral, ni aislada, ni diferente, desde 1986 España comenzó una nueva era en su política exterior con su plena y muy activa incorporación a Europa.
¿Fue un espejismo? No; fue el resultado de una política acertada, de la misma manera que lo ha sido de otras políticas, erróneas o disparatadas, esta sensación de impotencia y frustración, de estar a lo que otros decidan, que domina toda la política española desde hace dos años y que ha extendido por la sociedad una frustración que alimenta el resurgir de viejas fobias contra nuestros vecinos, de nuevo señalados como causas de nuestros males. En lugar de tanto y tan vano lamento, sería menester recuperar el terreno perdido, y volver sin dilación al centro de Europa porque es y seguirá siendo allí donde se tomen las decisiones que nos afectan. Y es claro, después de la última cumbre, que lo que sigue importando en Europa, más que el Parlamento, más que la Comisión, es el Consejo; y dentro del Consejo, hoy, el tándem franco-alemán: lo intergubernamental condensado en dos gobiernos, sobre lo estatal común, una deriva que no habría sido posible si otros Estados, como Italia y España, no hubieran abdicado de ser y tener una voz propia en la Unión Europea.
Los limitados avances de la última cumbre, que el Consejo llama cualitativos, hacia una "unión de estabilidad presupuestaria" de los Estados de la zona euro, prueba bien, si falta hacía, que el espacio común político, la construcción de una Europa política, basada en cerca de una treintena de Estados-nación con tradiciones, culturas, identidades, intereses y sujetos de soberanía diferentes, va para largo, midiendo lo largo, no por décadas, sino por siglos. En ese proceso, los españoles creímos, hace 25 años, que España había encontrado su lugar. Su peso político en la construcción europea fue en aquel momento y durante varios años muy superior a su peso económico, 20 puntos entonces por debajo de la media. Hoy, cuando estamos en torno a esa media, el peso político ha adelgazado tanto que resulta una cantidad más o menos despreciable. Recuperar aquel nivel tendría que constituir un objetivo principal de la política española porque si algo ha quedado claro en los últimos meses es que, de esta, o salimos reforzando nuestra vinculación a Europa, o nos hundimos con todo el equipo.
Domingo, El País