György Konrád es escritor húngaro. Traducido del húngaro al inglés por Jim Tucker. Traducción castellana de Jesús Cuéllar Menezo.© György Konrád / Salon Syndicate
Hay razones para tener miedo en Hungría. Está surgiendo en Europa un nuevo Estado de partido único. Esta nueva Constitución que patrocina el primer ministro, Viktor Orbán, no es más que su tapadera
Según las tres agencias de calificación principales, la economía de Hungría se sitúa en la peor categoría posible: la de la basura. Un país basura, con una Administración basura y un primer ministro también basura. Además, Viktor Orbán y su Gobierno no son la solución para la economía húngara, sino el problema. Esto debería bastar para desplazarlos y para sustituir a los adeptos de esta corte partidista, compuesta mayormente por aficionados, por un Gobierno de tecnócratas que rigiera el país hasta las elecciones siguientes, previstas para 2014. La tecnocracia proporcionaría la oportunidad de buscar vínculos fructíferos entre la izquierda y la derecha húngaras. El país está enfermo y su política interna es escenario de una guerra civil entre sucedáneos de derecha y de izquierda, ambos carentes de arraigo histórico alguno (lo cual podría explicar sus diferencias aparentemente irreconciliables).
En su mayoría, los actores principales son hijos de pequeños cuadros rurales del Partido Comunista, algunos incluso antiguos cargos de su rama juvenil o del propio partido. Todos de la misma camada, podríamos decir, aunque sus resentimientos sean de variada procedencia. Lo que ha aislado a la Hungría rural son las críticas de unos intelectuales urbanos que, aunque en ocasiones se afanen por superar esa distancia, comportándose como alumnos aplicados, suelen darse por ofendidos, entregándose de buen grado a vengativas fantasías. Deseosos de identificarse con la nación y con los trabajadores, sus afanes los llevan constantemente a caminar de puntillas. Inclinarse ante el legado cultural europeo es agotador y lo que ellos preferirían es hacer reverencias ante sus propias estatuas.
Por mi parte, no soy adepto ni de la derecha ni de la izquierda, sino que me alineo con una democracia que, al dejar hablar a todo el mundo, nos permita ver qué clase de gente está intentando gobernarnos. La principal ventaja de la democracia es que, por ley, protege la dignidad humana de sus ciudadanos frente a la humillación a manos de sus dirigentes. Protege del poder omnímodo a los débiles, otorgándoles herramientas para protegerse ellos mismos si fuera necesario. ¿Qué puede conceder a una sociedad o a su líder autoridad absoluta sobre nosotros? En la Hungría actual, es el hecho de que tres tercios de los parlamentarios asienten automáticamente a cualquier deseo del hombrecillo que los dirige, y este miembro antieuropeo de la UE -un engendro- antepone su propia soberanía a su pertenencia a Europa, pegándole la etiqueta de "nacional" a cualquier cosa, incluida la soberanía de su propio Gobierno. Dicho de otro modo, a su propia autocracia.
Es tan fácil caer en la idealización del Estado-nación. Y a ella se aferra esta intelectualidad neopopulista y en ocasiones neofascista, tomándola por la tramoya que la sustenta. La emotividad nacionalista también sirve para silenciar las disensiones internas y fácilmente se entusiasma con el lema Un pueblo, un Estado, un líder. Puede haber fascismo aunque no haya judíos a los que echar mano. Basta con poner por encima de todo al Estado, y con él, bien alto, su símbolo, la milenaria Corona de San Esteban. El problema, claro está, es que debajo de esta no hay cabeza. Pero no resulta difícil imaginar cuál podría ponerse. En los cuentos de hadas a veces se corona al hijo menor cuando ha dado muerte al dragón. Si no hay dragón a la vista, basta con inventárselo: por ejemplo, el anterior ministro, del partido rival, al que se encierra. Pero si eso no funciona, si los tribunales obstaculizan los doctos veredictos políticos, entonces hay que rehacer todo el sistema judicial.
La victoria debe ser total. ¡Renovación a toda costa! El primer ministro de esta nueva autoridad y oficina de censura no deja en su sitio a nadie que su propia voluntad no haya nombrado. Está claro que un hombre así tiene su propia y "heterodoxa" visión de la historia, la economía y la política, adaptada a cierta gama de oyentes. Es una especie de kitsch maquiavélico y vulgar. Aunque en Hungría no tenemos por costumbre encarcelar a nuestros oponentes, los elegidos pueden fácilmente ser esposados y exhibidos durante largas temporadas de arresto preventivo. Las variaciones no son infinitas. Después de todo, ¿qué opciones tiene un hombrecillo al que el poder absoluto le ha caído del cielo o, para ser más exactos, que ha ido arrancándoselo a los demás mediante todo tipo de triquiñuelas legales? El nuevo y henchido jefe menosprecia a sus adversarios. Se niega a negociar o a enmendar sus acciones. Se venga y no le faltan razones para hacerlo. Nunca recula, porque hacer concesiones desinflaría el mito de su poder. Nadie creería en él y su salida sería definitiva. Viktor Orbán perdió en una ocasión el poder y está decidido a no perderlo de nuevo. Su bien templada ansia de poder le dice que ha llegado el momento de mostrarse duro como una roca. Recular accediendo a las concesiones solicitadas por la UE y el FMI desataría un proceso de desintegración, derrota y servidumbre que supondría el final de su propia soberanía. Que no me den lecciones. Sé lo que hago. ¡Ya veréis con qué vigor garantiza el Consejo de los Medios de Comunicación (que por supuesto yo controlo) la libertad de pensamiento! De hecho, un año después de su creación, los programas de la única emisora de radio independiente, con cientos de miles de oyentes, han sido suspendidos gracias a acusaciones falsas. En algunos de sus espacios se criticaba al Gobierno.
El 2 de enero de 2012, Viktor Orbán y su séquito, rodeados por un nutrido grupo de agentes de policía, se homenajearon a sí mismos en la Ópera de Budapest. Orbán estaba bautizando su publicación, la nueva y flamante Ley Fundamental, que viene a sustituir a la Constitución. El nuevo documento ha puesto fin a la República de Hungría y a la democracia pluralista y, de mantenerse en vigor, garantizará durante mucho tiempo la permanencia en el poder de la Administración actual. Importantes invitados accedieron al edificio protegidos por un muro de tablones de madera cubierto de tela negra y lo abandonaron por la puerta trasera, mientras casi 100.000 personas se manifestaban delante, en el Bulevar Andrássy, en defensa de la República democrática y contra la nueva dictadura constitucional del primer ministro Viktor Orbán. Pero nada de eso mostró la televisión pública. La emisora de radio que cubrió las protestas será silenciada el mes próximo, privada de la frecuencia por la que emite gracias a una artera estratagema. Mi patria está comenzando a parecerse a las dictaduras postsoviéticas de Asia central; algunos la llaman incluso Orbanistán. Cada vez hay más jóvenes húngaros que se plantean abandonar el país, la mayoría hacia Europa occidental. Como ocurrió durante el otoño de 1956 con quienes vieron caer las tinieblas sobre su futuro, ahora se trata, casi siempre, de los más audaces, de los más dotados. En general, los que se quedan en Hungría hablan de lo que deben hacer con sus modestos ahorros, ya que el Gobierno ya ha metido la mano en sus planes de pensiones privados. El Estado se ha apropiado de lo que puede, concentrando el control de todo. En Hungría ya no podemos hablar de democracia liberal.
¿Para qué sirve este artero texto que han calificado de nueva Constitución, en el que las libertades intelectuales ya no cuentan con garantía alguna? Su objetivo es garantizar que el régimen de Orbán dure tanto como el semifascista de Miklós Horthy y el comunista de János Kádár. No es algo que ni yo ni muchos otros ciudadanos húngaros necesitemos. Ahora que está surgiendo un nuevo Estado de partido único, hay razones para tener miedo. Esta Constitución no es más que su tapadera. Como demuestra la historia, cualquier régimen cimentado en la propaganda y la credulidad está condenado a caer tarde o temprano. He asistido con placer a la caída de dos regímenes autoritarios: el fascismo y el comunismo. El final del tercero está a la vista, ya que se asienta en falsedades, y su derrumbe será cualquier cosa menos elegante. Podríamos habérnoslas arreglado para evitar este mal. Espero que, por lo menos, aprendamos de ello.
A Hungría, que en este momento navega por el filo de la suspensión de pagos, no le faltan economistas de talento, preparados y con experiencia política. Los hay dentro del país y en las esferas académica y gubernamental, y están dotados de realismo y de sentido práctico, hablan muchos idiomas y son conocidos y respetados, tanto en Estados Unidos como en Europa. Todavía están disponibles. Son personas que pueden comunicarse entre sí como colegas inteligentes, y unir a la derecha y la izquierda. No les da miedo construir consensos y tienen ocupaciones a las que podrían regresar (en la enseñanza, la escritura), una vez que hayan cumplido una legislatura o dos en el poder, algo que promete ser interesante. Si consiguiéramos recuperarlos para las tareas gubernamentales, podríamos incluso sentar un precedente. Estoy hablando de individuos con credibilidad.
El País