Otros mundos en este. Imagen del interior de Guantánamo tomada en marzo del 2010, hecha a través del cristal de la prisión y revisada por los militares de EE.UU.
Perspectivas estadounidenses.
Obama ‘normaliza’ el penal de la vergüenza a los diez años de su apertura.
Hay aniversarios que se festejan, otros que se lloran, que emocionan. Los hay que sonrojan.
“He oído cosas aquí que me recuerdan a los nazis. Esto no es EE.UU., al menos no es la América que yo soñé”.
El comentario surge del público que asiste a un acto del Centro por los Derechos Constitucionales (Center for Constitucional Rights) en el Brecht Forum de Nueva York. Una más de las citas con vistas al 10.º aniversario –el miércoles– de la apertura del centro de detención de Guantánamo, símbolo de la vulneración de los derechos humanos durante la Administración de George W. Bush tras los atentados del 11-S.
Barack Obama, su sucesor en la Casa Blanca, no sale mejor parado en las opiniones expresadas en este púlpito de la izquierda estadounidense. Les ha defraudado. El 22 de febrero del 2009, a los dos días de arrancar su mandato, firmó un decreto presidencial que obligaba a cerrar “no más de un año después de la fecha de esta orden”, el penal ubicado en la base naval que EE.UU. abrió en Cuba en 1903.
La promesa caducó en febrero del 2010. Siguen ahí 171 personas, sin que se les formulen cargos ni hayan sido puestas a disposición judicial. De todos los presos, el Departamento de Justicia consideró en el 2010 que “sólo” 48 deben permanecer en prisión indefinida sin opción de ir a un tribunal. La medida se justifica bajo la apelación de documentación secreta, vetada, porque supondría dar publicidad a información restringida. No son pocos los que, tras ese planteamiento, no ven más que un eufemismo para ocultar una acción desproporcionada que carece de motivación legal. De una población de 779 residentes que llegó a haber, unos 600 fueron liberados de la misma manera que los detuvieron. Según datos de diversas organizaciones, sólo seis han recibido condena o la han pactado tras comparecer ante una comisión militar.
Entonces, cuando se conoció ese informe del Departamento de Justicia, había 196 detenidos, bastantes en régimen de aislamiento. Escasamente una veintena han conseguido abandonar el recinto en estos casi dos años. Hoy, de los 171 que quedan, a 89 se les ha aprobado la transferencia a su casa o un tercer país. Pero siguen en la isla. La Administración carece de prisa por acabar, en la mayoría de los casos, con diez años de confinamiento.
“Mi abuela me preguntó qué hacía yo trabajando en un lugar donde encarcelan a musulmanes”, confiesa Ramzi Kassem, de origen libanés, profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY) y defensor desde el año 2006 de una docena de detenidos. Ha viajado 40 veces a Guantánamo, al principio cada dos meses. “Viví en Iraq, en Siria, en Jordania, países donde vi cosas de regímenes totalitarios que también estoy viendo aquí”. Kassem entiende y justifica el desengaño con el presidente Obama, cuya elección en noviembre del 2008 incluso la celebró “la gente invisible” del penal de la vergüenza. Sin embargo, y según este abogado y profesor, el presidente demócrata se ha atrevido a ir más allá que el republicano.
“Obama no sólo ha incumplido su promesas, sino que ha mantenido las políticas de Bush y las ha expandido al hacerlas permanentes. Ha dado sentido de normalidad a medidas que se supone que eran excepcionales”.
En esta línea, remarca, el presidente rubricó el primer día del año el acta de autorización de defensa nacional. Esta medida permite, entre otras, la detención, sin juicio, de supuestos sospechosos de pertenecer a Al Qaeda o aliados. Esta autorización refuerza la aprobada después del 11-S.
Amnistía Internacional ha elaborado un documento para el décimo aniversario de Guantánamo cuyo título evidencia la denuncia: Una década de daño. No habían pasado ni dos meses de la orden de George W. Bush cuando sus asesores le presentaron “la localización apropiada” para mantener encerrados a los detenidos en la guerra contra el terror.
Allí enviaron a todos aquellos –algunos después de pasar por otro lugar para la infamia: Bagram, en Afganistán– que el Gobierno calificó como “lo peor de entre lo peor”. No tenían nombre. Simplemente se les consideraba “enemigos combatientes”. A ninguno se le dio la oportunidad de defenderse. Los soldados estadounidenses capturaron a un porcentaje mínimo. La mayoría acabó detenida por chivatazos de lugareños, que recibieron una gratificación económica.
Tuvieron que pasar dos años para que, previa orden del Tribunal Supremo, se les reconociera el derecho a recibir la atención de un abogado. Los “encarcelamientos ejecutivos” de Bush no podían impedir la asistencia jurídica. El conflicto no acabó ahí, Washington prosiguió pleiteando para tratar de cerrar esa puerta. El máximo tribunal zanjó el asunto en el 2008.
Pese a esa victoria, los detenidos han seguido residiendo en un limbo legal. Obama hizo campaña en contra del penal y el propio Bush empezó a ver las cosas de otra manera con el tiempo.
En sus memorias, publicadas en el 2010, defiende la apertura del presidio en Guantánamo. Pero matiza que, al iniciar su segundo mandato en el 2005, comprendió que “se había convertido en un arma de propaganda para los enemigos y una distracción para los aliados”. Su apuesta era la de encontrar la mejor manera que condujera a su cierre.
Guantánamo continúa y, como reconoce Ramzi, “no se vislumbra el final”. Obama ha incumplido su promesa. Fracasó en su intento –porque se lo bloqueó el Congreso– de trasladar a los detenidos a territorios estadounidense. Ni siquiera ha logrado que el autoproclamado cerebro del ataque a las Torres Gemelas, Jalid Sheij Mohamed, sea juzgado por un tribunal civil en Nueva York.
“La Administración Obama dice que no es por su culpa, que si los republicanos, que si esto o lo otro. Pero el problema es Obama, que debería llevar a esas personas a juicio o liberarlas”, dice Leili Kashani, del Centro de Derechos Constitucionales. “Es inaceptable –proclama–, como lo es que haya incrementado el bombardeo con los aviones no tripulados”.
- Sólo dos abrazos después de siete años.
Los abogados dicen que el aparente cambio en las condiciones de vida no evita la tortura psicológica de los detenidos.
Ese primer día quedó marcado para siempre en sus memorias. “Mi primer día en Guantánamo es la peor experiencia que he tenido en mi carrera profesional”.
En su debut como letrado en el penal de la base estadounidense, Pardriss Kebriaei se encontró con un hombre que llevaba cuatro años en confinamiento solitario. “Estaba roto”.
Otro compañero, Jonathan Hafetz, tampoco olvida el shock que recibió al llegar allí. “Una de las cosas que más me impresionaron fue lo inaccesible del lugar. Otra, cómo estaba diseñado para infundir miedo y desesperanza”.
Ramzi Kassem, que ha defendido a una docena de detenidos, habla del contraste. “Es muy chocante la colisión entre la belleza del lugar y lo que representa para mis defendidos y para mí en términos de experiencia, de tortura psicológica”.
En junio del 2010, Marc Bassets, corresponsal de La Vanguardia en Washington, visitó el penal. Entonces, los mandos insistieron en que se trataba “a todos nuestros detenidos con dignidad y respeto”. Que aparentemente no sea el gulag o un infierno, según la versión militar, merece una réplica de los abogados.
“Es cierto –subraya Kassem–, ha cambiado, pero yo no diría que es mejor. El hecho más importante sobre Guantánamo es la idea de que sea un agujero negro en el Caribe, sin visibilidad, a miles de millas de sus casas, de sus familias y, además, no saben cuándo podrán volver a ver a su padre, si es que vuelven a verlo. Así es cómo empezó Guantánamo en el 2002 y así sigue siéndolo hoy, a los diez años”.
Cinco de sus clientes han salido de la isla. Sólo uno continúa encerrado en Arabia Saudí. Los otros, en ese mismo reino o en Yemen o Argelia, han recuperado la libertad física –sin que nunca les explicaran por qué los detuvieron–, pero no la psicológica. Guantánamo les persigue.
La activista Frida Berrigan plasma en una frase cómo han evolucionado las cosas para continuar en la misma senda. “Lo único que ha cambiado es que han sustituido la foto de George Bush por la de Barack Obama”.
Otros argumentos que esgrimen los mandos del ejército sobre la utilidad del presidio se fundamentan en razones de seguridad. De esta manera, sostienen, mantienen a combatientes fuera del campo de batalla y continúan recabando información.
La abogada Kebriaei contesta que, por mucho que se haga pasar a alguien por una existencia torturada, “no puede aportar nada al servicio de inteligencia porque no tiene nada que aportar”. Apoya su razonamiento en el hecho de que se haya liberado a la mayoría de los que han pasado por allí sin juicio ni cargos.
Mañana viajará a la isla. Va a ver a uno de los detenidos. Está encerrado porque el Gobierno, según la versión de la letrada, asegura que era ayudante de cocina de un grupo de talibanes antes del 2001. “¿Por esta razón ha de pasarse el resto de su vida en detención militar, sin que se le formulen acusaciones?”, se pregunta. “Cuando me siento delante de él –reconoce– no sé qué decirle sobre sus esperanzas o su futuro. Esta vez le podré decir que, afuera, la gente se manifiesta (hay una marcha convocada para el miércoles en Washington) para lograr el cierre de ese lugar. Tal vez esto le dé fuerzas”.
Y recuerda a Mohamed y a su padre. Los detuvieron a los dos, los encerraron en Guantánamo, en dependencias separadas. Les impidieron verse. “Mohamed me decía que a veces presentía que su padre pasaba cerca”.
Al hijo lo soltaron a los siete años y medio. El día de la despedida les dejaron reunirse una hora y les autorizaron a darse un abrazo al reencontrarse y otro al despedirse. Nada más.
Al cabo de un año salió el padre. Uno vive en Portugal, el otro en Cabo Verde. El estigma de Guantánamo aún no les ha permitido abrazarse en libertad.
Rejas contra el suicidio. Área de máxima seguridad del campo número seis, en el penal de la base estadounidense de Guantánamo, en Cuba; las rejas del nivel superior son para evitar que los reos intenten saltar
Francesc Peirón, La Vanguardia