En la primavera de 1985, pocos días después de la muerte del líder soviético Konstatin Chernenko, el periodista Manuel Campo Vidal entrevistó a Fernando Claudín en TVE para saber algo más sobre los enigmas de la inmensa Rusia. En aquel tiempo, el telediario de las nueve acababa, al estilo francés, con una entrevista de profundización. Claudín, alter ego de Jorge Semprún en la disidencia comunista española, conocía el paño puesto que había vivido en Moscú en los años cuarenta. El misterio envolvía la URSS, Mijail Gorbachov era un perfecto desconocido y Campo Vidal preguntó si un dirigente llamado Grigori Romanov podía ser el nuevo líder de la segunda potencia mundial. Claudín alzó las cejas, una cejas muy pobladas, unas cejas rusas, y respondió lo siguiente: "No, Romanov no será el sucesor, es de Leningrado... (pausa)... es como si un catalán intentase ser presidente del Gobierno en España".
Carme Chacón presentó ayer su candidatura a la secretaría general del PSOE bajo el paradigma Romanov. Los catalanes no tienen prohibido el acceso a la presidencia del Gobierno ni al liderazgo de los dos grandes partidos de la Restauración democrática, pero han de dar explicaciones y, sobre todo, deben mostrar un mínimo desapego. Han de ser catalanes y algo más. Ginebra con coca-cola, con agua tónica o con limonada. El catalán a secas es un trago difícil de digerir. Desde los tiempos del general Prim no ha habido un catalán rotundo al frente de los destinos de España. El hombre que tuvo el atrevimiento y la audacia de inventarse una monarquía liberal fue tiroteado el 27 de diciembre de 1870 en la calle del Turco de Madrid mientras el bueno de Amadeo de Saboya desembarcaba en Cartagena. Lo primero que vio el príncipe piamontés fue el féretro de su mentor. Y dijo: "Este es un país de locos". Apenas duró un año en el trono. Después vino el sinvivir de la Primera República –"la república de los catalanes", decían–, con los teoremas federales de Pi i Margall y el genio de don Estanislau Figueres, que presentó la dimisión en el Congreso de los Diputados con el siguiente preámbulo: "Señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros". A partir de ahí, sólo ha habido pasajes ministeriales –algunos muy influyentes– y las fallidas aproximaciones de Narcís Serra i Serra y Josep Borrell Fontelles. Desde abril del 2008 no hay apellidos catalanes en el Consejo de Ministros –apellidos catalanes de viejo origen, quiero decir, porque en ese pantano no voy a caer– y Catalunya figura en los anales de la democracia como la única comunidad autónoma con un presidente nacido en tierras lejanas (un poco más lejanas que las del presidente valenciano Eduardo Zaplana, natural de Cartagena). Esos son los hechos.
Muy atenta al paradigma Romanov y siempre bien aconsejada, Chacón puso ayer gran esmero en las dosis: catalana "sin fronteras"; muy, muy andaluza; un poco castellana (por parte materna) y una pizca aragonesa: el abuelo anarquista. ¡Qué maestría en la construcción del personaje! Un moderno Carlos Sáenz de Tejada (autor en los años cuarenta de unas preciadas litografías sobre la variedad regional española) no habría dibujado mejor a la mujer plural capaz de romper el cerco de Leningrado y alzarse con la jefatura del Partido Socialista Obrero Español.
Alfredo Pérez Rubalcaba, cántabro que la semana pasada también tuvo su momento Sáenz de Tejada prometiendo amor eterno a los andaluces, reivindica un PSOE con una "voz única" en toda España. Chacón recogió ayer el guante en Olula del Río, pidió que se respeten los acentos –destello costumbrista de Sorolla–, y exigió coherencia a su adversario: una voz única de izquierdas sin devaneos centristas los fines de semana.
Frente al Pérez Rubalcaba renacido español, madridista del Bernabeu, prietista, intergeneracional, maduro y atento a la fuga de votos socialistas al PP y a UPyD; la candidata catalana-andaluza-muy-andaluza-castellana-aragonesa sugiere un largocaballerismo bajo en calorías y, sobre todo y por encima de todo, propone la elección de su carácter. Su voluntad. Su deseo de ser y de llegar. Le désir de soi de las grandes novelas francesas del siglo XIX, Carme Sorel.
Fuga de Leningrado. Un suave fondo de balalaikas se va apagando y sube el rasgar de las guitarras. Un carácter. Una astucia. El deseo de sí misma. En las Amistades peligrosas, la Marquesa de Merteuil habla así de la vivaz Cécile de Volanges: "Todo anuncia en ella los sentimientos más vivos".
La Vanguardia