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Regreso al pasado (Josep Ramoneda)

Abundan en el mundo los excomunistas; de exfascistas, en cambio, hay muy pocos. De Arthur Koestler a Jorge Semprún, se cuentan por millares las personas que abandonaron el comunismo, reflexionaron públicamente sobre su experiencia y contribuyeron a la crítica del totalitarismo.

En el universo fascista estas figuras escasean. Con honrosas excepciones, los fascistas españoles mutaron conforme a la nueva circunstancia democrática, sin sentirse apelados a dar explicación alguna. Y muchos se han vanagloriado de su pasado de servicio al régimen del general Franco. Manuel Fraga ha sido uno de ellos. Siempre mostró orgullo de haber trabajado por un régimen del que siempre omitía la condición de dictadura. Fraga, esforzado jefe de propaganda del franquismo desde el Ministerio de Información, ha jugado también un papel destacado en los reiterados intentos de la derecha por blanquear la dictadura, como si hubiese sido un inevitable periodo de excepción. De la cultura de "la calle es mía" a la cultura democrática hay un trecho. Fraga nunca creyó que tuviera que dar explicaciones por este tránsito. Quizás porque este tránsito no existió y porque en el fondo creía que entre el franquismo sociológico y la mayoría natural, las bases sobre las que fundó sus sueños de poder, tampoco había una distancia tan grande.

La muerte estiliza. Cuando una persona muere se genera un espiral de silencio que niega lo malo y solo muestra el buen perfil del que se va. Es una forma que los humanos tenemos de negociar la terrible sensación de injusticia que acompaña a la muerte. Pero cuando se trata de una persona pública, 60 años en escena, el rito de los halagos puede llegar a ser grotesco. Y, a menudo, pone en evidencia a sus celebrantes. Decir, como Núñez Feijoo, que Fraga tuvo la mala suerte de haber nacido en un régimen sin libertades es patéticamente enternecedor. Millones de personas nacimos bajo este régimen y no nos hicimos fascistas, ni servimos al dictador. Decir, como Mariano Rajoy, que Fraga sentía pasión por la libertad genera dudas preocupantes sobre la idea de libertad que tiene el presidente del Gobierno. Desde luego, lo menos que puede decirse es que fue una pasión muy tardía, si es que llegó a desarrollarse algún día. También buena parte de la oposición se ha sumado al espectáculo. Sin duda, Fraga jugó un papel en la incorporación de la derecha española a la democracia, sobre todo cuando vio que el nuevo régimen era irreversible. No se olvide que en las primeras elecciones se presentó al frente de una espectacular brochette de fascistas. Los que tienen que estarle agradecidos son los socialistas. Ni en sueños Felipe González habría imaginado tener un líder de la oposición tan inofensivo electoralmente.

La despedida a Fraga nos ha recordado cómo todavía pesan algunos tabús construidos en la Transición. Todavía hay miedo a hablar mal del mal, a hablar de la dictadura por su nombre. Y proliferan los eufemismos para rebajar la calidad dictatorial del régimen anterior. En este sentido, Fraga no deja de ser un símbolo de una democracia lastrada por su incapacidad de afrontar el pasado.

La providencia ha querido que la desaparición de Fraga coincidiera con el inicio de la ruta de Garzón por los banquillos. Ver a los responsables de la trama Gürtel y a los gerifaltes del franquismo como víctimas y al juez que atrapó a los primeros y que osó desafiar el tabú judicial sobre la dictadura como verdugo, es una imagen que proyecta todo tipo de sombras sobre las instituciones españolas y resulta incomprensible para gran parte de la prensa extranjera. También en la justicia los tabús de la Transición siguen vivos. La endeblez de las acusaciones contra Garzón, que ni siquiera la fiscalía apoya; la tenacidad de sus perseguidores, y la historia de encuentros y desencuentros, de idas y venidas, que jalonan la vida de un juez expuesto en el aparador mediático hasta la obscenidad, transmiten a la opinión pública una imagen de la justicia muy regresiva. De este episodio judicial solo retengo una conclusión positiva: que los jueces son humanos como todos, con sus resentimientos y sus vanidades, con sus pasiones y con sus odios. Nada me daría más miedo que un juez perfecto. A veces, los jueces creen serlo. Y se producen choques frontales como en el caso que nos ocupa. La democracia la hacen los humanos, son las dictaduras las que viven de los hombres perfectos.

Domingo, El País