Cuando los vemos enconarse en sus cosas internas, perdiéndose en lo accesorio y descuidando lo importante, es imposible no acordarse de aquellas agotadoras asambleas universitarias de finales de los setenta, cuando no había manera de ponernos de acuerdo sobre si, para conseguir el triunfo de la Revolución, era mejor empezar por las fábricas para convencer a los trabajadores de que se sumaran a la lucha y luego continuar por los barrios obreros o si, por el contrario, era preferible empezar por los barrios y desde ahí extender la marea revolucionaria a los polígonos industriales.
En fin, unos se pasan y otros no llegan. Ahí tienen a la derecha, a la que jamás hemos visto pelearse ni por las listas ni muchísimo menos por la ideología. En la derecha ni siquiera discuten quién manda porque se sabe de antemano: manda quien ha dejado mandando el que mandaba antes, y así hay pocas dudas.
Lo peor, en todo caso, de las peleas en los partidos no es cómo empiezan, sino como acaban. Pero también es verdad que lo más probable es que esta de ahora en Izquierda Unida acabe sin sangre, pero no porque unos u otros no quieran matarse, sino porque san Diego Valderas está poniendo en esas feroces disputas la ponderación, la ecuanimidad y el aguante que les falta a no pocos de sus impacientes hermanos. Valderas puede que no tenga carisma, pero tiene generosidad personal y sentido común, virtudes que raras veces han adornado o adornan a algunos de los más carismáticos líderes y lideresas presentes y pasados de la santa coalición.
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