Catedrático de Filosofía de la Universidad de Granada
Las noticias sobre casos de pederastia en la Iglesia católica vienen de lejos, aunque parecían propias del ámbito anglosajón, de Estados Unidos y, en Europa, también de Irlanda. En cambio, los países del sur estaban poco afectados por esta problemática, aunque hubiera algún caso puntual, que aparecía como excepcional. Ahora explota la problemática en Granada. Al parecer, no se trata simplemente de un posible individuo, sino que se habla de un "clan", de varios sacerdotes y laicos comprometidos, y de una trama con pisos y una estructura para los presuntos abusos. Ha sido una sorpresa, por lo inesperado y por el volumen de las denuncias, que han desatado multitud de comentarios.
La intervención directa del Papa también ha hecho que el caso centre la atención nacional e internacional. No sólo se trata de los inculpados, sino que se cuestiona si otras personas conocían los hechos y los han silenciado. Incluso se ha preguntado si el obispo de la diócesis ha procedido con la diligencia que se podría esperar. El obispo ha negado cualquier omisión, pero subsisten cábalas y rumores, agudizados por el silencio judicial y eclesial sobre el asunto, y los comentarios de la prensa. Lo primero es esperar y ser prudentes a la hora de enjuiciar un asunto tan grave. Hay que confiar en la Justicia civil y en la eclesiástica. Mientras que los hechos no se clarifiquen sólo hay inculpados, víctimas (entre las que se cuentan las familias de los protagonistas) y presuntos culpables. A los jueces de ambos ámbitos, el civil y el eclesiástico, les toca decidir el grado de responsabilidad en estos hechos y las penas que pueden concernirles.
Pero sería un error quedarse simplemente a la espera de una resolución del caso y pensar que, cuando se aclare, el asunto habrá acabado. No es sólo un problema eclesial, sino también social, como muestra el turismo sexual con menores en países en desarrollo. Pero la Iglesia tiene una mayor responsabilidad por su autoridad moral y los valores evangélicos que tiene que representar en la sociedad. Hay que plantearse algunas cuestiones de fondo sobre el proceder de la Iglesia y su forma de abordarlo. Algo está fallando en ella cuando hay tantos casos, que han llevado en algunos sitios a destituciones de obispos, suspensión de sacerdotes y pago de cuantiosas reparaciones, que han arruinado a algunas diócesis.
¿Qué ocurre para que estos casos proliferen y durante años se guarde silencio al respecto? Éste es el gran problema que hay que afrontar. Por un lado, exige una revisión de la política de admisión de candidatos al sacerdocio. Hay que tomar conciencia de que una institución que se caracteriza por ministros célibes puede ser atractiva para personas con patologías sexuales y afectivas, las cuales pueden encontrar en la Iglesia una buena estructura para canalizar su problemática, sin afrontarla e incluso sin percibirla. En una época de crisis de vocaciones mayor es la tentación de ser permisivos en el reclutamiento, agudizando el problema a medio y largo plazo.
Además, hay que revisar la formación de los candidatos al sacerdocio. Tras el Vaticano II muchos seminarios diocesanos tuvieron una formación más abierta y una gran parte de ellos pasaron a estudiar en las facultades universitarias de la Iglesia. Esta apertura, vinculada a un proceso de formación más académico y a un estilo de vida más abierto e integrado en la sociedad, dejó paso en los últimos treinta años a la involución respecto del Vaticano II. Retornaron a las diócesis la mayoría de los estudiantes y se volvieron a instaurar seminarios que seguían el patrón antiguo tridentino, caracterizado por una separación estricta ente sociedad civil y seminaristas. Esta dinámica, propia de un grupo cerrado, favorece presiones sociales y psicológicas que no ayudan a la maduración sexual y afectiva de los implicados.
Queda un tercer problema, el silencio de personas que saben lo que está ocurriendo y no intervienen. El miedo al desprestigio de la Iglesia como institución se antepone a la protección de las víctimas. Se prefiere matar al mensajero, antes que actuar contra los culpables, y se les traslada a otros sitios, hasta que vuelvan a repetirse los casos. Un sentido malsano del gremio hace que haya complicidad y que si alguno quiere denunciarlo no encuentre la solidaridad de los compañeros. Ésta ha sido la tentación de párrocos, superiores y obispos, que han acabado siendo encubridores de los escándalos. No es de extrañar que esto pase, porque también sucede, a veces, en el entorno de las familias, que es donde más casos ocurren. Hoy hay conciencia de la obligación de denunciar a los encubridores, que se convierten en cómplices de los agresores de los niños. La Iglesia católica tiene un problema grave que afrontar que exige una revisión de sus estructuras, de su formación de sacerdotes y de su política vocacional. De ello depende que se puedan sanear las instituciones eclesiásticas y crear contextos que favorezcan la lucha contra la pederastia.
(Málaga Hoy)
Las noticias sobre casos de pederastia en la Iglesia católica vienen de lejos, aunque parecían propias del ámbito anglosajón, de Estados Unidos y, en Europa, también de Irlanda. En cambio, los países del sur estaban poco afectados por esta problemática, aunque hubiera algún caso puntual, que aparecía como excepcional. Ahora explota la problemática en Granada. Al parecer, no se trata simplemente de un posible individuo, sino que se habla de un "clan", de varios sacerdotes y laicos comprometidos, y de una trama con pisos y una estructura para los presuntos abusos. Ha sido una sorpresa, por lo inesperado y por el volumen de las denuncias, que han desatado multitud de comentarios.
La intervención directa del Papa también ha hecho que el caso centre la atención nacional e internacional. No sólo se trata de los inculpados, sino que se cuestiona si otras personas conocían los hechos y los han silenciado. Incluso se ha preguntado si el obispo de la diócesis ha procedido con la diligencia que se podría esperar. El obispo ha negado cualquier omisión, pero subsisten cábalas y rumores, agudizados por el silencio judicial y eclesial sobre el asunto, y los comentarios de la prensa. Lo primero es esperar y ser prudentes a la hora de enjuiciar un asunto tan grave. Hay que confiar en la Justicia civil y en la eclesiástica. Mientras que los hechos no se clarifiquen sólo hay inculpados, víctimas (entre las que se cuentan las familias de los protagonistas) y presuntos culpables. A los jueces de ambos ámbitos, el civil y el eclesiástico, les toca decidir el grado de responsabilidad en estos hechos y las penas que pueden concernirles.
Pero sería un error quedarse simplemente a la espera de una resolución del caso y pensar que, cuando se aclare, el asunto habrá acabado. No es sólo un problema eclesial, sino también social, como muestra el turismo sexual con menores en países en desarrollo. Pero la Iglesia tiene una mayor responsabilidad por su autoridad moral y los valores evangélicos que tiene que representar en la sociedad. Hay que plantearse algunas cuestiones de fondo sobre el proceder de la Iglesia y su forma de abordarlo. Algo está fallando en ella cuando hay tantos casos, que han llevado en algunos sitios a destituciones de obispos, suspensión de sacerdotes y pago de cuantiosas reparaciones, que han arruinado a algunas diócesis.
¿Qué ocurre para que estos casos proliferen y durante años se guarde silencio al respecto? Éste es el gran problema que hay que afrontar. Por un lado, exige una revisión de la política de admisión de candidatos al sacerdocio. Hay que tomar conciencia de que una institución que se caracteriza por ministros célibes puede ser atractiva para personas con patologías sexuales y afectivas, las cuales pueden encontrar en la Iglesia una buena estructura para canalizar su problemática, sin afrontarla e incluso sin percibirla. En una época de crisis de vocaciones mayor es la tentación de ser permisivos en el reclutamiento, agudizando el problema a medio y largo plazo.
Además, hay que revisar la formación de los candidatos al sacerdocio. Tras el Vaticano II muchos seminarios diocesanos tuvieron una formación más abierta y una gran parte de ellos pasaron a estudiar en las facultades universitarias de la Iglesia. Esta apertura, vinculada a un proceso de formación más académico y a un estilo de vida más abierto e integrado en la sociedad, dejó paso en los últimos treinta años a la involución respecto del Vaticano II. Retornaron a las diócesis la mayoría de los estudiantes y se volvieron a instaurar seminarios que seguían el patrón antiguo tridentino, caracterizado por una separación estricta ente sociedad civil y seminaristas. Esta dinámica, propia de un grupo cerrado, favorece presiones sociales y psicológicas que no ayudan a la maduración sexual y afectiva de los implicados.
Queda un tercer problema, el silencio de personas que saben lo que está ocurriendo y no intervienen. El miedo al desprestigio de la Iglesia como institución se antepone a la protección de las víctimas. Se prefiere matar al mensajero, antes que actuar contra los culpables, y se les traslada a otros sitios, hasta que vuelvan a repetirse los casos. Un sentido malsano del gremio hace que haya complicidad y que si alguno quiere denunciarlo no encuentre la solidaridad de los compañeros. Ésta ha sido la tentación de párrocos, superiores y obispos, que han acabado siendo encubridores de los escándalos. No es de extrañar que esto pase, porque también sucede, a veces, en el entorno de las familias, que es donde más casos ocurren. Hoy hay conciencia de la obligación de denunciar a los encubridores, que se convierten en cómplices de los agresores de los niños. La Iglesia católica tiene un problema grave que afrontar que exige una revisión de sus estructuras, de su formación de sacerdotes y de su política vocacional. De ello depende que se puedan sanear las instituciones eclesiásticas y crear contextos que favorezcan la lucha contra la pederastia.
(Málaga Hoy)