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Una nueva versión de «La tierra baldía» a los 50 años de la muerte de T. S. Eliot

Lumen publica este poema fundacional de la modernidad en una versión de Andreu Jaume que pone al alcance del lector todo su contexto

Uno de los más contundentes artefactos poéticos que la historia de la literatura ha dado al hombre para minar las últimas certezas de una tradición agostada y las exultantes afirmaciones del romanticismo es «La tierra baldía», de Thomas Stearns Eliot (1888-1965), un poeta exigente y un crítico (no solo literario) de lucidez y profundidad difíciles de igualar. Eliot murió hace hoy 50 años y coincidiendo con esta fecha la editorial Lumen acaba de publicar una nueva y sobresaliente traducción de «La tierra baldía», obra del crítico Andreu Jaume. Pocas veces el lector tendrá oportunidad de leer en un contexto más completo esta obra.

«La tierra baldía» es un largo poema en cinco partes que Eliot publicó en 1922, un poema tanto de juventud (por su cronología) como de fragmentación (por su absorción). Bajo la tersura de una métrica perfecta esconde capas y capas de significado en las que un lector puede adentrarse a su propio riesgo. Gracias a esta versión de Andreu Jaume, ahora esa profundidad es asequible a pulmón libre. En parte, porque el crítico ha apostado por desmontar los andamios de erudición que han enmarañado una obra que -parecíamos haberlo olvidado- es un poema, un canto desolado sobre la adaptación sin vuelta atrás del hombre moderno al entorno urbano, al erial anónimo y al enjambre estéril de las ciudades. «Es un buen momento para volver a las grandes obras de principios de siglo, pues hay ahí una tensión y un riesgo que a nosotros nos falta pero que al mismo tiempo habla de cuestiones que nos vuelven a afectar. Por otro lado, creo que cada generación debe buscar su propia relación con los antepasados», relata Jaume.

- Dante por Shakespeare.

El prodigio de una relectura tan radical de la tradición que es una ruptura pero también un bálsamo incómodo y necesario, es fruto de un trabajo muy exigente. Para romper con la métrica petrificada del verso libre inglés y el pentámetro yámbico que desde Shakespeare pesaba como una losa sobre los poetas (a la que Milton y los románticos se habían sometido) Eliot se adentró en las obras de otros dramaturgos isabelinos: Marlowe, Webster y Middleton. Y harto de las bucólicas canciones sobre la Inglaterra ideal y alegre que los soldados entonaban mientras caían acribillados en las trincheras del Somme, Eliot acude a la prosodia francesa, para alejar el centro del idioma de ese agujero.
Desplaza a Shakespeare en favor de Dante y, desde ese nuevo centro creado con tanto esfuerzo, procede a rebuscar entre las raíces de su cultura un nuevo sentido para este himno desolado. Las encuentra en el ciclo artúrico, con el cuento del Rey Pescador y Perceval, y también en los ritos intuidos por Frazer en «La rama dorada» o rescatados del mito del «Wasteland», la hambruna anterior a la búsqueda del Grial. Interesado en reiniciar la relación entre poesía, mito y rito, acude a los orígenes de la lírica que los cantaba y suplanta los paisajes arcádicos de los que surge por el yermo de pozos secos y solo roca, la sordidez sexual y la esterilidad de la sucia ciudad moderna, de sus ríos contaminados...

Cabe recordar que Ezra Pound, su mentor entusiasta, talló el original de Eliot con un lapiz rojo, dejando más desnuda la desnudez de empeño y dando a luz una obra capital que Eliot luego se encargaría de redondear en ulteriores trabajos hasta «Cuatro cuartetos». A Pound por ello fue dedicado el libro como «Il miglior fabbro», en evocación de Arnaut Daniel.

Eliot dijo claramente que «la tradición no puede heredarse: si se desea exige gran esfuerzo». Es imposible no pensar en la ausencia de similares trabajos renovadores en la poesía española. Andreu Jaume, con escalpelo eliotiano, no rehúye el asunto: «En el ámbito español solo hay dos poetas que hayan hecho un trabajo crítico comparable y son Gil de Biedma y Valente, ambos muy influidos por Eliot. Y en el ámbito hispanoamericano una figura comparable sería Octavio Paz, que fue un gran crítico y un dictador literario, como Eliot». ¿Y sobre la pérdida de peso de la crítica así entendida en el mundo hispano, o en el mundo? «A mi juicio la crítica ha desaparecido y ha sido sustituida por la publicidad. Pero hay algo peor y es la falta de relación con el pasado, que cada vez es más hueco y más cercano, menos pasado. Leer a Eliot supone cobrar conciencia de las infinitas posibilidades morales que ofrecen la literatura y el pensamiento. Y de cuánta vida hay entre los muertos», añade. Y dice más: «Creo que mucha poesía española está infectada de yoísmo y de biografismo. Hace falta recordar que la poesía es una ficción y que hay muchas más cosas que las impresiones del poeta, cada vez menos interesantes».

- Humor y religión.

Eliot nunca perdió de vista el humor, que empapa los versos lo mismo que la resbaladiza emoción que nunca acaba de alzarse. Esa contención, en las antípodas de la autocomplacencia, invoca experiencias trágicas del deseo como incomunicación. La ironía que las acompaña no impide momentos de elevación tan esperados como desbaratados, ni cristalinas devociones shakespearianas: el poeta no puede librarse de lo que huye.

El triunfo de T. S. Eliot estriba en que mantuvo la decisión de cantar esta derrota de sabor casi có(s)mico, esta seca desolación contemporánea que aún nos atañe. La destrucción del ámbito natural, la erosión de la comunicación entre hombres y mujeres, el desasosiego, la disfunción del mito como semilla poética, dan paso a una visión de la religión (Eliot se convirtió al anglicanismo) donde la redención no resulta tan asequible ni coherente. Jaume afirma que Eliot «se negó a aceptar el desplazamiento de lo sagrado a la literatura». Un siglo más tarde su lectura «nos permite juzgar nuestro propio trato con los muertos, condenados a enmudecer, empezando por el propio T. S. Eliot».

(Jesús García Calero, ABC)