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Escupir al cielo (Rosa Pereda)

Escritora y crítica cultural

Lo jodido de ser mayor –aparte el calendario que te acerca la muerte- es que no puedes hacer ninguna reflexión que no esté cargada de memoria. Es decir, que no puedes pensar el futuro, en el que sabes que no estarás, ni el presente, en el que eres consciente de que pintas poco, sin referirte a un pasado que, con mucha suerte, te justifica. Y que tampoco es cómodo. Con suerte, si no te han doblado, te han quebrado. En ese caso, sobre todo en ese caso, el pasado se ha convertido en el lugar de la frustración. Porque no nos ha quedado muy bien que digamos. Y tienes la espalda del alma rota y sabes que han ganado ellos, porque cada vez que escupiste al cielo, tardaría un tiempo, pero a la cara te cayó.

No sé cómo hacer para que este texto represente algo más que a mí misma. Tampoco sé si es necesario: no os voy a contar mi vida, pero no sé si podría englobar a más personas. Aunque hable de un nosotros mítico, enjabonado en un cambio que, honestamente, creo que sí hicimos. Con las grietas, a veces abismos, que conocemos. Porque, y más vale que os lo apuntéis –es puro leninismo 2.0-, ningún grupo, ninguna clase social, desde luego, ningún estado de opinión programado y mostrado en unas elecciones, puede hacer los verdaderos cambios a solas. Ese grupo cargado de futuro –mira, como la poesía de Celaya- deberá encabezar los cambios. Y el resto de la sociedad, de la mayoría de la sociedad encabronada y empobrecida (esa es condición casi necesaria, o sea, sine qua non) los seguirá.
Y entonces no, entonces no será el paraíso del proyecto que parece que sale adelante. La cosa se complica, y muchísimo. ¡Quién entiende los paraísos! ¿Con canal? ¿Con tetas? Eso nos ha pasado.
Escupimos al cielo franquista, y demolimos su estructura de Estado. Pero el escupitajo nos cayó cuando la privatización del aparato productivo estatal, de las empresas que daban beneficios, claro, fue a parar a la nomenklatura del sistema anterior, y sí, a algunos nuevos ricos, que ahora ya son ricos de toda la vida. Se ve más claro si estudiamos el sistema que desestatalizó la antigua URSS, porque tanto el Estado mediofascista de Franco como el tardocomunista de la Perestroika tuvieron que fabricar una clase capitalista de donde había….. otras cosas, aparte una pequeña oligarquía corrupta y política. Y no digo China, porque es demasiado grande para mí.

Escupimos al cielo de la moral familiar, vale decir del sexo y sus libertades, y mira, ahí parece que no salió demasiado mal. A lo mejor la esfera de lo estrictamente privado, la tolerancia y el bajón de la presión social, por mucho que algunas instituciones como la Iglesia gritaran en varias lenguas, llegaron para quedarse. Y hubo leyes que ayudaron, y mucho. Pero cuidadín, que Gallardón también nos ha caído del cielo. Y no está, ni ha estado nunca, solo.

Y escupimos al cielo de la política. De las políticas. De aquella España analfabeta y con bolsas de hambre, con aquella pobreza histórica y agraria, y la urbana periférica, que siempre se olvida, con una esperanza de vida miserable para una vida miserable, pasamos a una cosa con cierta dignidad, ciertos niveles de igualdad de oportunidades, para la supervivencia en la enfermedad y para la sabiduría y el conocimiento. No hace falta que diga lo que nos viene lloviendo. Porque el propio sistema democrático, generado en un estado entre el miedo y la esperanza, justificados, creo, uno y otra, está ahora rompiendo sus costuras. Y también nos cae a la cara.

Y bien, la cultura. Mis clásicos dicen que los sistemas estéticos (y éticos, no hay que olvidar que van juntos) tienen fecha de caducidad. Que en las sociedades conviven, igual que las generaciones, las tendencias; pero que siempre hay una dominante, con su caterva de epígonos (mis maestros eran muy brutos) viviendo con las más o menos asumidas y hasta reivindicadas estéticas anteriores; con otras, francamente residuales (la pintura de mueblería sería un ejemplo estupendo, y la poesía de juegos florales), y con las que pugnan por nacer como tales. Es decir: con voluntad de poder, que de eso se trata. Obviamente, las estéticas no son estáticas, y no es un juego de palabras: todas ellas tienen un momento glorioso, vanguardista, de toma del poder, y luego esa fuerza centrífuga de la propia naturaleza de su trabajo, y luego, que la vida nos va cambiando. De estética, y a veces, de ética.

Bioy Casares, que era más bruto todavía que mis clásicos, franceses y rusos casi todos, escribió una novela considerada menor, pero bastante impresionante: Diario de la guerra del cerdo. A ver, que no era para tanto: era el cambio generacional, que él metaforizaba en una campaña de asesinatos masivos de los viejos, los cerdos. Los viejos estaban aterrorizados, claro. Y los jóvenes, naturalmente decididos.

Cuando la leí, yo todavía era joven. Quiero decir, que los cerdos eran otros. Tenía cierta conciencia de que lo mío, lo que defendía, lo que correspondía, mi periódico, mis revistas, mi generación más comprometida, los que estábamos dejando de ser hijos para ser, quizá, padres (y cito a Savater). Los que sabíamos distinguir el trigo de la paja, y desde los sitios de poder conseguidos, apoyábamos esas creaciones culturales y ese pensamiento que sí, habría de convertirse en hegemónico…. matábamos cerdos.

Cuando se nos tira por un balcón el hombre que había hecho Ruedo Ibérico. Cuando se recibe tan heladamente a todos los exilados que vuelven con esperanzas. Cuando se arrumba a una generación por arriba –y quizá otra por abajo-- aunque se reivindiquen esos puentes con los mayores que toda generación necesita para ser legítima, sea Ferlosio o sea Jaime Gil de Biedma, Barral u Hortelano, Benet o Claudio Rodríguez… o Don Vicente Aleixandre y la mayoría del 27. En fin. Que matamos cerdos.

¿Y ahora? Somos muy difíciles de bajar del machito, por mucho clínex que usemos contra lo que nos cae del cielo. Pero para bajarnos, no hace falta sólo querer. En una cultura atomizada, en unas generaciones educadas en el apoyo público (ahora volado: la nuestra no lo estuvo, por cierto: el apoyo fue conquistado, porque la cultura es un bien público y la excepcionalidad cultural un... dogma; pero eso es tema para otro día) donde florecen mil flores pero no hay ese espíritu común, esa voluntad común, y parecería que sólo hay ganas individuales de quítate tú para ponerme yo, no sé si hay alternativas... Es verdad que lo que queda de aquello tampoco es lo mismo: también atomizado, también disperso. Pero para que haya una estética –y una ética- dominantes, haría falta un poquito de resolución. De pensamiento colectivo.

A lo mejor no somos tan difíciles de quitar de en medio. Después de todo, ahora nosotros somos los cerdos.

(Espacio Público)