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Sobre los intelectuales y el poder (Leopoldo A. Moscoso)

Sociólogo y politólogo

“Ahora uno publica en un periódico y nadie se queja” – declaraba Santos Juliá (según refiere el diario El País del 15 de octubre de 1999) en la lección inaugural de la Facultad de Periodismo de Sevilla. O no. La entrevista del hispanista Sebastiaan Faber al historiador Pablo Sánchez León publicada por su periódico parece desmentir esta idea: no sólo mereció una amonestación por parte de la periodista Soledad Gallego-Díaz, sino que ha dado lugar a una airada e irónica réplica de uno de los aludidos. Tal vez lo primero que habría que decir es que era una entrevista, no una tribuna. Se trata de una opinión y la única verdad de una entrevista es la opinión del entrevistado.

Pero esa cautela no nos lleva muy lejos. A decir verdad, en un país en el que un niñato mallorquín que juega a no sé qué deporte tiene más influencia sobre la opinión pública que la que en su día tuvieron Miguel de Unamuno o José Ortega y Gasset es una buena noticia que haya debate sobre algo. Los intelectuales estaban desaparecidos, según parece, pero resulta que, de algunos artículos en la prensa, sí se quejan.
Me dirán que no han desaparecido los intelectuales, sino que se han multiplicado sin cesar, que su poder simbólico provenía de ser personas instruidas en una sociedad iletrada que ha desaparecido, que han dejado de ejercer su función de intérpretes de la dirección de la historia, que ya no hay sacerdotes capaces de ofrecer interpretaciones globales, que la proliferación de medios de comunicación y la ubicuidad del homo videns han conducido al declive de los intelectuales, que las voces se han multiplicado y que, en medio de una sociedad en la que todos quieren hablar y nadie escucha, la voz de la intelligentsia ha perdido ascendiente. Nos dirán, en suma, que los intelectuales han dejado de ser la conciencia moral de sus sociedades.

Ahora bien, todas estas transformaciones también han cambiado la apariencia de otras sociedades parecidas a la nuestra. Entonces ¿por qué Francia y Alemania siguen idolatrando a sus intelectuales? Es verdad que los intelectuales de por aquí con frecuencia trabajan a sueldo de una administración pública cuyas credenciales de probidad no son precisamente impecables. Pero esta observación tampoco nos lleva muy lejos. Más interesante es reparar en que no se valora su punto de vista por independiente, sino por la medida en que éste pueda ser empleado para dar credibilidad a las propias posiciones o para desacreditar al adversario.

Es cierto que en otras sociedades también ocurre: ¿quién no ha visto a los políticos franceses o alemanes arrojarse unos a otros a la cara las opiniones de Finkielkraut o de Sloterdijk? Lo cierto es, sin embargo, que aunque puedan acabar convertidas en arma arrojadiza al servicio de una u otra posición no es ésta la causa por la que sus opiniones fueron tenidas en cuenta en primer lugar.

Las cosas están peor por aquí: mientras las administraciones públicas abdicaban de la tutela de los derechos de los ciudadanos, mientras las élites económicas se empleaban a fondo en el sucio juego de estafar a los pobres, a nuestros intelectuales ciertamente les faltó firmeza e influencia. No es sólo que a la inmensa mayoría de nuestros académicos no les hayamos visto poner el grito en el cielo, ni entonar el j'accuse de Zola, sino que podríamos incluso contar la historia de algún idiota que se ha permitido el lujo de poner a despachar pescado a un cargo público que no era de su agrado. Si antaño tenían poco poder y mucha influencia, hoy parecen tener poca influencia… pero mucho poder. De hecho, su utilidad para el poder parece haber sido inversamente proporcional a su influencia en la esfera pública: en lo que concierne a la influencia, los deportistas han ocupado su lugar, y cuando se habla en España de cultura, parece que sólo hemos de referirnos a la música, al cine o a las artes escénicas. Como mucho a la literatura, pero no al ensayo y al pensamiento.

Gracias a la obra de Santos Juliá, sabemos que los intelectuales de ayer estaban contra el Estado, se encontraban alejados de las instituciones políticas convencionales, y fomentaban la protesta desde partidos o asociaciones contra el poder. Hoy, en cambio, parece como si la profesionalización y especialización hubieran reemplazado a los intelectuales por una nueva clase integrada por los expertos. Desaparecen los saberes globales que van dejando espacio a los saberes específicos y, cuando son los expertos los que constituyen la nueva clase pública, podemos afirmar que las condiciones del debate público han cambiado. Sabemos que la clase política y la clase pública se necesitan la una a la otra. La primera recaba de la segunda la clase de veredictos que permiten hacer aparecer cualquier decisión como no sesgada por prejuicios ideológicos; y la última recaba de la primera visibilidad (en forma de prestigio o estatus), poder (en forma la capacidad para determinar cuáles son –y cuáles no son– las cuestiones relevantes –issues and potential issues, se decía hace unos años– a la hora de dar forma a la opinión pública), y dinero. O una combinación de las tres.

De las contradicciones y galimanías de los expertos estamos bien advertidos desde aquella catástrofe ecológica del buque Prestige. Con las mismas credenciales con las que unos expertos recomendaban llevarse el pecio roto “al quinto pino”, los otros advertían que convenía acercarlo lo más posible a la costa. Los miembros de la clase política saben que siempre encontrarán un experto para defender lo que haga falta. Pues bien, puede que sea precisamente esto lo que se les reprocha a los integrantes de nuestra clase pública: su falta de independencia.

Y ahora que hemos degradado a nuestros intelectuales a la condición de expertos, puede que también nos irrite su falta de pluralismo: en medio de la crisis institucional del régimen de la Transición (con instituciones como los partidos políticos, el Senado o el poder judicial severamente cuestionadas) sorprende la patente falta de pluralismo de los intelectuales españoles. En medio de tanto ruido con las víctimas de casi todo, ¿por qué a tantos de ellos les cuesta tanto reconocer la necesidad de una política de memoria con las víctimas de los crímenes del franquismo? ¿No hay ninguno que escriba en castellano a favor del reconocimiento del carácter plurinacional de los pueblos y territorios del Estado español? Ahora, cuando pronto se habrán cumplido 30 años de la primera edición del célebre librito de Steven Lukes, no estará de más recordar que tener poder es también tener la capacidad para dar forma a la agenda política, decidir de qué se puede hablar y de qué no, que tener poder no es sólo el control sobre acontecimientos que interesan a otros, sino que es posible ejercerlo directamente sobre las personas por medio del Non decision-making, de la supresión del conflicto latente, o simplemente haciendo que ciertas cosas no sucedan.

Puede que Pablo Sánchez León esté en lo cierto y los intelectuales del régimen del 78 tengan un cártel, o puede que esté equivocado, pero Faber tiene razón en algo: Pablo Sánchez León sería catedrático en USA, un lugar en donde cada punto de vista se valora y no se silencia. En cuanto al poder y la influencia, convendría que algunos revisaran sus esquemas: tener poder no es ocupar cargos públicos. ¿O tengo que recordar que en nuestra sociedad los que más poder tienen no ocupan cargo público alguno?

(Espacio Público)