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La nostalgia del intelectual público (Emmanuel Rodríguez)

Sociólogo e historiador

Tras el 15-M, el reto actual y futuro consiste en construir algo que quizás no exista desde los tiempos de la República, un debate de ideas rico y plural.

¿Se puede sentir morriña por esa figura intelectual cuyas obras y opiniones son reconocidas como de importancia pública, tan relevantes que resultan imprescindibles? Se puede, y de forma muy legítima, si aquello a lo que nos referimos corresponde con debates de cierta altura sobre distintas materias: política, crítica cultural, economía. No obstante, si la nostalgia es el anhelo de un pasado que nunca existió, esta parece ser el afecto adecuado para todo lo referido al debate intelectual en España.

Cuando aquí se piensa en algo así como un intelectual, la imagen más corriente nos remite automáticamente a algunas grandes figuras: Savater, Cercas, Marías, Sánchez Dragó... Se trata, sin duda, de personajes variopintos, algunos gustarán más o menos, tendrán peores o mejores cualidades, pero lo que les hace públicos no depende tanto de su calidad y sus méritos como de otra cosa. En España la sobreexposición mediática ha descansado históricamente en la cercanía a esa sustancia viscosa a la que debemos dar el nombre de poder. Obvio, cuando hoy alguien reivindica la figura del intelectual público, denuncia su ausencia y reclama su existencia, conviene tener prevención, no vaya a ser que lo que realmente quiera es ocupar ese mismo lugar “de poder” cuya falta reivindica.
El problema para estos nostálgicos está en que seguramente estamos condenados a vivir sin intelectuales, al menos sin esos 'viejos intelectuales de poder' que en España han conformado la 'intelectualidad oficialmente existente'. La razón es doble. De una parte, el intelectual público ha perdido relevancia y legitimidad en toda Europa. Quizás Raymond Aron, el inseparable asesor de De Gaulle, fue el último gran 'intelectual político' de la nación de los intelectuales, Francia. Su paso a la historia quedó, sin embargo, arrinconado a un pie de página tras la revolución en el pensamiento que acompañó a los agitados años sesenta y setenta. Aquella ola intelectual nos dejó tantos y tantas ilustres que casi resultan innumerables: Deleuze, Foucault, Irigaray, Bourdieu, Badiou, Althusser, Poulantzas, Balibar, etc. Cuando en los años ochenta, la reacción 'postmo' y conservadora trató de construir nuevas figuras intelectuales con Furet y los nuevos filósofos (Glucksmann, Bernard-Henri Lévy) a la cabeza, sencillamente ya no resultó posible. Entre los primeros, teóricos de una nueva época y militantes conectados a distintos movimientos, y los segundos que cabalgaron la ola de la contrarrevolución socioliberal de la mano de Mitterrand y los grandes medios de comunicación, sencillamente no había escala de comparación posible.

En otras palabras, desde los años ochenta, en las democracias liberales existen 'think tanks', periodistas políticos e intelectuales periodistas. Existen también emuladores de los viejos intelectuales, académicos con pretensiones y un largo etcétera de expertos de las más variadas materias. Pero la figura del intelectual con su aura de prestigio intocable, su omnipresencia en medios y librerías y su vocación de 'todólogo', o cuando menos de 'esenciólogo', ha pasado a la historia. Las sociedades actuales están mucho menos “intelectualizadas” y son menos respetuosas con estas viejas figuras prestigiadas; quizás sean más democráticas. El propio ámbito de los “altos saberes”, un mercado mucho más global y una fragmentación de los medios de comunicación, esto es, una competencia mucho más fuerte, ha hecho que las estrellas locales brillen menos y se hagan demasiado pequeñas como para sostener con legitimidad sus pretensiones de influencia y poder.

De otra parte, hay un segundo grupo de razones de carácter propiamente provinciano. En España, la figura del intelectual público parece corresponder con una única generación, la de la Transición, y hasta no hace mucho con un sólo perfil cultural, lo que por simplificar llamamos el viejo 'progrerío'; y esto aun cuando en los últimos años hayan sido muchos los trasvases al otro lado del “mismo” espectro ideológico.

Miren a su alrededor, revisen las firmas conocidas y verán que esta ley tiene un carácter casi universal, al menos hasta mediados de los dos mil. Se trata de un fenómeno que tiene una explicación sencilla: el franquismo y su cultura de Estado no podía ser la cultura de la democracia. Cuando el franquismo cayó, la cultura oficial fue roturada y colonizada como tierra virgen por una nueva generación de 'intelectuales de izquierda'. Provechosamente instalados, aprovechados por trece años de socialismo y promocionados por otros treinta de hegemonía periodística de PRISA, esta generación ocupó la esfera pública, el saber instituido, la opinología común, el establishment cultural, como probablemente ninguna otra generación en la historia del país. Al decir esto, conviene reconocer que estos intelectuales mainstream no fueron las únicas figuras intelectuales disponibles. Hubo alternativas, una plétora de otros posibles, que precisamente por su rechazo o su impericia para desarrollar una “carrera intelectual” quedaron en los márgenes de la intelectualidad oficial.

Pero volviendo a nuestro asunto: el intelectual público es una especie particular de intelectual. Forma parte de las élites de Estado, pertenece a ese plantel de figuras de la 'cultura, la academia y el periodismo' que al lado de la clase política constituyen las élites de Estado, aquellas que determinan lo que en un país es oficial y lo que no. La única posibilidad de existencia de esta figura intelectual está en el circuito cerrado de estas élites; y cuanto más cerrado sea este circuito más relevancia adquiere. En cambio, en las sociedades pluralistas, donde no se ha impuesto una hegemonía monolítica en torno a los poderes del Estado, existen intelectuales “públicos”, pero también contraintelectuales: fuerzas que chocan en el terreno de las ideas, que discuten, se rebaten y se rehacen en cada choque y que en ese juego impiden la imposición de esos “todologos” reconocidos y reverenciados.

El 15-M abrió algo novedoso en España: una era de pluralismo político real. Lo hizo de una forma irreversible y con 'medios intelectuales' más bien parcos. Seguramente las generaciones actuales no tengan ni la formación, ni las pretensiones, ni siquiera la capacidad de generar debates de la misma estatura (tampoco muy alta por cierto) que aquellos que se produjeron fundamentalmente antes de la Transición. Pero no se trata de eso. No pretendemos sustituir a unos intelectuales por otros.

No queremos apañar los mecanismos del escacharrado aplaudómetro público para hacer entrar en el redil de las élites oficiales a un puñado de “jóvenes” promesas. A partir de estos años, nuestro reto consistirá en construir algo que quizás no exista desde los tiempos de la República, un debate intelectual rico y plural. Para desgracia de los ambiciosos de reconocimiento y de los alpinistas de la cultura, este debate no se producirá entre un puñado de figuras reconocidas y prestigiadas, sino en el océano abierto de una sociedad que aspira a ser democrática.

Bienvenidos a una sociedad pluralista, también en el terreno de las ideas.

(Espacio Público)