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Propuestas para una ‘función intelectual’ democrática (Jorge Gaupp, Ana Luengo e Isabelle Touton)

Estudiante de doctorado en estudios culturales, profesora de estudios culturales y de español en San Francisco State University y profesora la Universidad Bordeaux Montaigne

El debate que está teniendo lugar en CTXT y Público comenzó con el quién: quién ha accedido al espacio público en las últimas décadas y quién no. Pero luego ha ido mutando hacia el cómo hablar en este espacio, y creemos que esa es la cuestión clave.

No apostaríamos toda la mejora de la función intelectual a la renovación de voces o de firmas. Dentro de la discusión, vemos el miedo de Pereda a que dentro de unos años haya unos nuevos “cerdos”, acomodados a un nuevo poder. Hay quienes dirán que el acomodamiento autoritario es un proceso inevitable, una regla histórica. Creemos, con Pérez Tapias, que no debemos escuchar a esos cínicos en este debate, y menos en un momento de cambio como el actual. Si pensamos, como se lee en muchas de las entradas, que la función intelectual no ha logrado ser autónoma de los poderes político-mediático-económicos (ni del poder patriarcal, aunque eso no se haya mencionado tanto), proponemos lograrlo, al menos para quienes escribimos desde la universidad, ese curioso espacio de reflexión, pero también de poder. Aquí se elaboran algunas ideas lanzadas hasta ahora y se propone alguna nueva.

Si autonomía, auto-nomos, significa la creación de normas propias por parte de individuos y colectivos, en lugar de que te las impongan desde fuera, ¿por qué no creamos unas normas, límites o marcos formales para una nueva función intelectual desde la universidad? Ah, espera, ¿o sea que ahora yo, intelectual, voy a tener que seguir unas normas? Pero, ¿no era mi libertad lo más importante? Bueno, depende. De las muchas críticas que aquí se han hecho a los intelectuales hegemónicos de las últimas décadas, nos quedamos, sobre todo, con una, compartida por Alba Rico, Sánchez-León o Faber: la inconsciencia del propio poder. ¿Y cuál es el peligro de esta inconsciencia? Según Michel Foucault, el abuso de poder.
Para él, cualquiera que tenga mucho poder debe cuestionarse e imponerse normas a sí mismo antes que a nadie, o de lo contrario acabará por imponer a la sociedad sus propias fantasías, apetitos y deseos. Es decir, debe aplicarse el poder que tiene a sí mismo para no abusar de él. Y, claro, ¿cómo va a aplicarse alguien su poder si ni siquiera es consciente de que lo ejerce? Así ocurre que los intelectuales acaban abusando del poder en nombre de la libertad. Como es fácil olvidarse del poder que se tiene, quizá sea momento de no confiarlo todo a la ética personal y empezar a pensar en cómo lograr colectivamente que esos límites se cumplan.

Pero, espera, ¿yo, intelectual, tengo poder? A menudo, si preguntas a alguien de la universidad sobre su poder, te diremos que apenas tenemos de eso, comparado con otros del gremio, o comparado con un gobernante o un magnate. Y probablemente sea verdad. Lo que no quita que tengamos, a través del reconocimiento que la universidad otorga a nuestra palabra, mucho más poder individualmente que una persona de a pie. ¿Cómo limitar este poder para evitar el abuso? Proponemos, además de rechazar la figura del intelectual como propone Pérez Tapias, construir colectivamente unas auto-normas mínimas, una suerte de código deontológico sobre cómo ejercer una función intelectual democrática desde (al menos) la universidad, que evite o minimice el abuso de poder. No se trata de controlar qué dice cada cual, no estamos a favor de la censura. Es un intento de iniciar la creación de un marco en el que cualquier contenido pueda ser discutido, entrar en conflicto, de una forma lo más horizontal y plural posible, para que la voz universitaria pueda encontrarse con la no universitaria y escucharse mutuamente, sin que nada prime por encima del argumento de cada cual. Así atacaríamos el problema que estudia Sánchez-Cuenca: que ciertas figuras puedan decir cualquier cosa en el espacio público, por patraña que sea, solo porque personas con poder que comparten sus mismas ideas o intereses hubieran logrado establecer que esa persona es “un genio”, o que es “brillante”.

Sánchez-León habla de experimentar, de proponer mecanismos concretos. Imaginemos, por ejemplo, un sistema de revisión a ciegas, al estilo del peer-review (revisión de pares) académico. Si se ha montado toda una infraestructura para artículos (los académicos) que solo leen unas decenas de personas, ¿no tiene mucho más sentido hacerlo para textos que llegan a miles? Si dentro de la universidad nos controlamos entre nosotrxs (1) para que salgan buenos trabajos, ¿qué derecho tenemos de no hacerlo fuera? Tampoco sería algo tan raro o tan lejano, y se podría aprovechar para superar algunos problemas que tiene el propio peer-review. Pero, ¿quién estaría dispuesto a hacer esta función? Mucha gente, en realidad. Por ejemplo, ¿por qué no mandar los textos a lectores voluntarios? Y preguntarles si ven trabajo detrás, si lo ven útil, si se entiende. Sería como un peer-review democrático.

Además, en esta nueva época que vive la prensa, la conexión con los lectores no solo es garantía de democracia sino también de viabilidad económica. ¿Quién no querría ser socix de un medio que te permite comentar los textos antes de que se publiquen? Obtener una respuesta en menos de 24 horas solo sería un problema de números: a cuántxs enviar el texto. Se podría hacer de muchas maneras diferentes, cada socix podría decir de qué tema entiende más para ser consultadx, o puede ser aleatorio… Bien diseñado, sería un buen blindaje frente a futuros procesos de oligarquización intelectual y mediática. Rindiendo cuentas ante la gente, es más fácil lograr la autonomía frente a los poderes político-económico-mediáticos.

El diálogo después de la publicación también puede ser potenciado. Hay muchas maneras, e Internet las facilita. Por ejemplo, que cada autor responda al menos a algunos de los comentarios que hoy día se le pueden hacer en los artículos de prensa online. La gestión de estos comentarios para evitar troles y minimizar hooligans o fanboys es un problema técnico gestionable (con reglas informales, sistemas de puntos, “karma”, etc.) en el que la mayoría de foros de Internet están más avanzados que la prensa.

Pero también puede darse importancia y visibilidad a un sistema clásico de cartas al director. En cualquier caso, una función intelectual democrática sería una que sea consciente de que siempre puede ser cuestionada por cualquiera que tenga un argumento diferente. Quizá sería una forma de acercarnos a ese pensamiento colectivo del que habla Pereda. Ella (mujer opinando entre demasiados hombres) utiliza en este caso, por cierto, un tono humilde que también sería maravilloso que cundiera entre los llamados intelectuales. No debemos olvidar el peligro de que la función intelectual siga siendo portavoz del patriarcado. Aún hoy (y este debate no se libra) esa voz la encarnan muy mayoritariamente hombres que suelen invisibilizar o menospreciar la palabra de las mujeres, tal como ya señalaba Celia Amorós, o como no deja de denunciarlo la asociación Clásicas y Modernas en España. Esta situación incide en que el estilo de los debates suele ser el del “machismo discursivo”, en palabras de Diego Gambetta, en el cual uno ya sabe todo de antemano y ceder en algo no es más que un síntoma de debilidad. Así, apenas hay un verdadero diálogo.

Otra pregunta posible para hacerse antes de escribir podría ser: ¿lo que escribo refuerza la capacidad crítica de quien me lee? ¿Potencia su propio pensamiento, o más bien le prescribe lo que debe pensar? Dicen algunos filósofos, como Cornelius Castoriadis, que la democracia solo es posible con personas que puedan pensar libre y críticamente, personas autónomas. Para ello ayudan mucho las herramientas críticas de cada momento. Estas herramientas pueden estar en muchos lugares: en las ciencias, en el arte que ayuda a imaginar o a mirar desde otro sitio, o en los saberes culturales acumulados de que habla Bernárdez. Uno de estos lugares, que creemos muy importante hoy día, es el ámbito de la teoría crítica.

La teoría crítica nos permite interpretar la producción cultural, y la propia realidad representada, después de leer y entender las teorías de pensadorxs de diversas disciplinas. Es decir, para comprender cuáles son los sentidos posibles de una novela, qué hay detrás de un spot de campaña, o por qué hoy en día se dice emprendedor en lugar de “empresario”, usamos conceptos que vienen de la filosofía y reflexionamos desde ellos. Pensamos que la producción cultural siempre está relacionada con el ámbito político de alguna manera. No es nada nuevo, en 1937 Max Horkheimer escribió Teoría tradicional y teoría crítica dejando clara esta conexión, y por aquella época era el tipo de análisis cultural que escribía Walter Benjamin (1892-1940) en sus maravillosos y complejos artículos. Fue la Escuela de Fráncfort tras la Segunda Guerra Mundial la que le dio la categoría académica que llegó a los Estados Unidos sobre los años sesenta, cuando en ese país las luchas por los derechos civiles se generalizaron y entraron en la universidad.

Esta teoría crítica se está extendiendo cada vez más en España y es fantástico que así sea, precisamente porque trae unas herramientas de pensamiento muy potentes. Pero, pensamos, también tiene sus peligros. Distinguimos al menos uno: los palabros. Los palabros serían conceptos que se inventan lxs teóricxs y que son muy útiles para pensar, pero que, especialmente en un ámbito público, pueden usarse para ejercer violencia simbólica. Vaya, he aquí un palabro. Sería por ejemplo, según el sociólogo Pierre Bourdieu, un lenguaje o una práctica que hace sentir inferior a quien la ve o escucha sin entenderla, creyendo que debería adoptarla para ser culto, cuando en realidad esa persona lo más probable es que tenga muchos otros saberes, mucha otra cultura que simplemente se expresa con otro lenguaje. Por aludir a uno de los probables intelectuales célebres de los próximos tiempos, la violencia simbólica explica cómo puede sentirse mucha gente al leer ciertos tuits de Íñigo Errejón. Su vocabulario de teoría política, usado en el espacio público, refuerza la distinción entre “el intelectual”, “el que sabe” y lxs demás. Claro que no todo el mundo se siente intimidado, como ocurrió con el caso famoso del núcleo irradiador. La burla y la risa son una defensa efectiva ante la violencia simbólica, pero no logran que nos apropiemos de esas herramientas, de esos conceptos tan potentes. Más bien incitan a alejarse de ellos. Por ello, creemos, es mejor que quien los use trate no solo de mencionar las fuentes, sino sobre todo de explicarlos, es decir, de liberar el código, aun sabiendo que la explicación no será académicamente impoluta ni incuestionable. Es algo que ya se está intentando, sea desde la prensa digital en blogs colectivos como Interferencias, o desde el estudio crítico y creativo de la cultura que hace Remedios Zafra. Sabemos que citar nombres reputados también puede ejercer violencia simbólica, pero no tenemos una propuesta sólida para minimizarla sin plagiar o parecer paternalistas, salvo quizá el cuadro que hay al final de este texto. Se admiten más sugerencias.

El uso de palabros forma parte de un lenguaje académico que también tiene otro problema: suele ser tremendamente aburrido. El mundo del periodismo sabe bien de esto, acostumbrado a escribir y editar para que las cosas se entiendan e interesen a la mayoría. Por ello creemos en la fuerza de esa crítica cultural de la que habla Faber como alianza entre académicos y periodistas, para la cual consideramos necesario añadir a lxs lectoresxs.

En resumen, a partir de una nueva alianza entre quienes ejercen la función intelectual, quienes la leen y quienes la publican, podrían ponerse en marcha una serie de auto-normas mínimas sobre cómo escribir que prevengan del abuso de poder y de la violencia simbólica del antaño Intelectual, y de la propia institución universitaria. Mediante mecanismos para hacerlas cumplir, las nuevas aportaciones al espacio público se basarían más en el trabajo y el diálogo horizontal y serían más cuestionables y entendibles, a la vez que críticas con el patriarcado. Quizá así lograríamos trasladar herramientas mucho más útiles para la sociedad y lograr que, en definitiva, esta función intelectual, en el tiempo nuevo que parece abrirse, sea la propia de una verdadera democracia. Pero, claro, todo esto puede ser ampliamente cuestionado y complementado. Ojalá que así sea.

Notas:

(1) Para intentar que el artículo sea inclusivo en cuestión de género, hemos decidido usar a veces la “x” en lugar de “a” y “o”, como es cada vez más habitual entre los movimientos sociales. Sabemos que, mientras este lenguaje no sea mayoritario, puede chocar y dificultar la lectura, y por eso no abusamos de su uso. En el caso de las actividades de poder hoy mayoritariamente realizadas por hombres (políticos, magnates, intelectuales…), hemos mantenido el género masculino para marcar esta desigualdad.

Para pensar este texto nos han ayudado mucho los conceptos de poder y libertad que desarrolla Michel Foucault, por ejemplo aquí. La noción de autonomía unida a democracia sale de Cornelius Castoriadis, y esta entrevista es muy clara.

Ambos se basan en nociones de la Grecia antigua. La noción de machismo discursivo de Diego Gambetta aparece citada en La desfachatez intelectual de Sánchez-Cuenca y desarrollada en esta compilación, pero también puede consultarse rápidamente aquí. Pierre Bourdieu explica rápidamente su concepto de violencia simbólica aquí. Sobre Celia Amorós, aún sirven las Notas para una teoría nominalista del patriarcado pero también se puede acceder rápidamente a ella en esta entrevista, donde dice que “la función de la teoría feminista como toda teoría, ya lo dice su raíz griega, es ‘hacer ver’. Pero la teoría feminista tiene la particularidad de que su ‘hacer ver’ es inseparable de un irracionalizar las relaciones jerárquicas entre los sexos en multitud de ámbitos. Eso sólo se deja ver a la mirada crítica: la mirada convencional ni siquiera lo discierne”. Por último, estas ideas deben mucho a los debates en el seno de la asociación ALCESXXI, la experiencia de publicación del libro de textos La Uni en la Calle y las conversaciones con, al menos, Berta del Río, Sebastiaan Faber, Ángel Loureiro y Germán Labrador.

(Espacio Público)