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¿Queda algún lugar digno para los intelectuales académicos? (María Eugenia Rodríguez Palop)

Titular filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid. Investigadora en el Instituto de derechos humanos y en el Instituto de Estudios de Género

Hay pocas cosas tan difíciles como identificar a un intelectual: identificar a los intelectuales como grupo de manera concluyente, definir su mayor o menor complacencia con el poder, halagarles o criticarles, cuando ni su calificación ni su clasificación nos resultan claras. ¿Cuáles son las dinámicas, roles y funciones propias de los intelectuales? ¿De qué factores dependemos para localizarlos, contextualizarlos y juzgarlos?

Decía Gramsci que la pregunta frente al intelectual no era la de ser o no ser, porque no se es un intelectual, sino que se ejerce esa función en una estructura social o en un proceso histórico. Las disquisiciones acerca de cuáles han sido y son esas funciones han sido muchas después, y las discusiones sobre intelectuales orgánicos y tradicionales, incluso sobre la idea misma de intelectual colectivo, parecen inacabables. “Todo grupo social –afirmaba Gramsci- que surge sobre la base original de una función esencial en el mundo de la producción económica, establece junto a él, orgánicamente, una o más capas intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función, no sólo en el campo económico, sino también en el social y en el político [...]” (La formación de los intelectuales). Si se asume una perspectiva como esta, ¿hasta qué punto procede lanzar una crítica a tal o cual intelectual o regodearse en el análisis, más o menos ácido, del papel ejercido por tal o cual generación de intelectuales? ¿No resulta más interesante analizar las estructuras objetivas o subjetivas que, en un contexto dado, favorecen o no el ejercicio de las funciones propias de un intelectual? ¿Se dan en España semejantes estructuras? Y, en concreto, ¿es la Universidad un espacio apropiado para la vida intelectual? ¿Queda algún lugar en nuestro país para los intelectuales académicos? Voy a intentar contestar a algunas de estas preguntas muy brevemente aquí.

Bourdieu sostiene que los intelectuales han de hablar en nombre de una autoridad intelectual -en particular la de la ciencia- “[…] dotarse de medios de expresión autónomos, independientes de los requerimientos públicos o privados, y organizarse colectivamente para poner sus propias armas al servicio de los combates progresistas”, a fin de enfrentarse a la demagogia política que legitima las medidas represivas o las políticas culturales hostiles a la vanguardia (Intelectuales, política y poder). Es decir, que los intelectuales ni están al servicio de una clase social, ni son tampoco doxósofos o simples opinadores sometidos a intereses espurios, sean públicos o privados, pero, desde luego, tienen una función social ligada al progreso que ejercen con una cierta autonomía.
Seguramente no me equivoco mucho si digo que, por lo general, es así como se ve a sí mismo el intelectual académico. Alguien que ante el poder mediático, por ejemplo, siempre se debate entre la atracción (por el vacío en el que se mueve la labor universitaria), el desprecio (falta de calidad) y la desconfianza (manipulación y falta de veracidad). El académico sabe que con su salto a los medios gana influencia y reconocimiento pero a cambio ha de trabajar de forma más condensada, más rápida, más imprecisa y, sobre todo, más posicionada; ese salto le ayuda a superar su autarquía pero también le desacraliza como intelectual. Y es que no es siempre fácil salir de la trinchera elitista y minoritaria que supone la Universidad, por muy agobiante que sea.

Al menos en España, la Universidad ha dejado de ser ya (si es que lo fue alguna vez) un agente de cambio social, ha acabado reproduciendo las desigualdades sociales, y se ha ocupado fundamentalmente de formar a las élites y trabajar para ellas. La lógica del sistema universitario es hoy la de perpetuar los privilegios sociales y de género, y los mecanismos docentes funcionan como instrumentos de censura que evitan la transformación social. En este entorno, la carrera académica exige, en buena parte, asumir acríticamente ciertas estructuras de dominación, incluso, en ocasiones, llegar a somatizarlas; una mezcla premoderna de educación eclesiástica y militar que convierte al intelectual en una eficaz herramienta de colonización mental y domesticación social.

Esta dominación cultural, que es una dominación simbólica eminentemente masculina, se ejerce a través de lo que Bourdieu denomina el “habitus”, un proceso de conversión de las estructuras objetivas de dominación en auténticas estructuras mentales, y la sufren tanto los dominantes como lxs dominadxs, profesorxs y estudiantes, todxs ellxs víctimas (en distinta medida) de esa violencia simbólica que garantiza el orden social.

Como dice Sebastiaan Faber en este mismo debate, la Universidad española adolece de “[…] cierta falta de democracia y cultura crítica”; cierta cercanía cómplice a las élites políticas y culturales; “cierta exclusión de voces críticas y disidentes; y cierto exceso de tutelaje y jerarquía”. En esta Universidad, el intelectual activo y crítico que no se somete al sistema no solo no recibe reconocimiento alguno sino que es objeto de todo tipo de persecuciones envidiosas, de evaluaciones negativas y humillantes, o en el mejor de los casos, de la murmuración y el ostracismo. La nuestra es, sin duda, una Universidad empobrecida, burocrática, jerarquizada, envejecida, precarizada y endogámica, que necesita urgentes y profundas modificaciones, si bien, claramente, no todas las que están hoy sobre la mesa me parecen aceptables. Y es que cortarse la cabeza no es la mejor solución para superar una jaqueca, y el modelo de las derechas PP-Cs, el de una Universidad-empresa, con profesores excelentes-empresarios de sí mismo, y estudiantes-clientes-mano de obra adocenada y barata, es, simplemente, la muerte de la Universidad por decapitación.

Así las cosas, es evidente que cuando lxs académicxs saltan a los medios, con sus dudas y sus costes, no lo hacen por razones económicas (nadie que conozca lo que cobra un columnista, cuando cobra, puede sostener semejante afirmación, máxime si hablamos de quien no puede ser amenazado con el paro). Lo que buscan, con no poco esfuerzo, es una oportunidad de escapar de esa zona de confort y parabienes que le ofrece la Universidad pero que resulta, sin embargo, asfixiante, rígida, controlada, y, muchas veces, estéril.

Ciertamente, saltar de la Universidad a un oligopolio mediático sometido a la lógica del capital especulativo y al frenesí de las ventas, en el que, como dice aquí Fernádez Liria, las mentiras no pueden siquiera combatirse, no es finalmente muy liberador. Y la situación se agrava, sin duda, cuando la batalla política se traslada a la comunicación, y los partidos giran de forma trepidante alrededor de un líder mediático, porque entonces la importancia de los medios hegemónicos y de su margen de manipulación se incrementa notablemente. En estas circunstancias, tiene razón Innerarity cuando afirma que la discusión mediática discurre dentro de un marco que apenas se discute; ejes trazados de antemano; “premisas públicamente aceptadas a partir de las cuales se describen los problemas”, y ahí, desde luego, el académico honesto tiene muy poco margen real de maniobra.

En fin, que lxs profesorxs e investigadorxs salgan del espacio universitario para ejercer de intelectuales o para influir en el devenir de las cosas, no solo es una buena noticia, sino que es, probablemente, lo único que pueden hacer para adoptar la postura subversiva que les corresponde. Pero no merece la pena abandonar el páramo universitario para caer en manos de grandes empresas y accionistas que solo encuentran en sus firmas una forma más rápida y rentable de hacer negocios. Así que lo que quizá debería preocuparnos no es tanto si hemos de sufrir a tal o cual pseudointelectual vociferando de televisión en televisión o haciendo el ridículo de un plató a otro, ni siquiera que lleguen a mentir o que se sientan más o menos impunes; lo que debería preocuparnos es hasta qué punto hemos generado espacios para compensar esto; hasta qué punto hay hoy en España espacios adecuados para formar y divulgar un pensamiento verdaderamente crítico y autónomo.

(Espacio Público)