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Socialismo, mercado y clases (Mario del Rosal)

Profesor de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid

En primer lugar, me gustaría agradecer sinceramente el debate que Bruno Estrada ha abierto acerca de la cuestión del socialismo en la actualidad. En estos tiempos en los que las versiones más primitivas y descarnadas de la derecha amenazan con capitalizar el descontento de la clase trabajadora, me parece una discusión enormemente oportuna y necesaria.

Creo que cualquier reflexión sobre el socialismo se debe centrar, como bien hace Bruno, en la cuestión de la democracia. Y es que, en sus más profundas raíces, el socialismo no es sino democracia más desarrollo económico (o soviets más electrificación, como diría Lenin). Es decir, igualdad más progreso material. O, de otra manera, la emancipación del ser humano, tanto de la explotación como de la necesidad.

Es cierto que el capitalismo, hasta ahora, ha demostrado ser relativamente compatible con el liberalismo político y que, además, ha fomentado un ritmo de creación de riqueza jamás visto en la historia de la humanidad. Sin embargo, no debemos olvidar que, por un lado, su versión de la libertad es básicamente negativa, individualista y perfectamente ajena al ámbito económico, lo que la convierte en una versión mutilada y deformada de lo que la plena democracia es; a saber: la soberanía del pueblo para decidir sobre los asuntos comunes, entre los que se encuentran, como es obvio, los relativos a la producción, la distribución y el consumo de bienes para satisfacer las necesidades humanas.
Por otra parte, el inaudito despegue de nuestra capacidad para transformar los recursos naturales en productos útiles ha sido extraordinariamente desequilibrado y destructivo, tanto para el medio ambiente como para la vida en sociedad. Tanto es así que hemos llegado a un momento tan extraordinariamente absurdo de nuestra historia como especie que permitimos que ocurran cosas dramáticamente ridículas, como el hecho de que estemos destruyendo el planeta que nos alberga o que nos veamos sometidos permanentemente al azote de crisis económicas en las que uno de los principales problemas es la abundancia, no la escasez.

El capitalismo no solamente no es compatible con la democracia plena, sino que es enemigo de ella. Y lo es, entre otras razones, porque está basado en el mercado y en la explotación de clase. Y son justamente estas dos cuestiones las que me hacen discrepar en cierto modo de la concepción de socialismo que Bruno explica en su introducción al debate.

- Mercado.

El mercado es incompatible con la democracia porque convierte la actividad económica en el resultado de la acción descoordinada, anárquica y egoísta de una serie de fuerzas impersonales que, aun sin ser tan invisibles como Adam Smith pretendía, sí resultan cada vez más incontrolables, más alejadas de la capacidad colectiva de decidir. La oferta y la demanda son entelequias construidas a partir de la acción conjunta de una serie de individuos y organizaciones que participan en el mercado a ciegas, sin control democrático alguno, al albur de percepciones parciales de una realidad que desconocen en su versión completa. El resultado de una institución así jamás podría ser ni óptimo ni equilibrado, por mucho que esto pueda indignar a los admiradores de Pareto o de Nash, porque su propia naturaleza es inestable, volátil, impredecible. Como algunos ya dijeron, el mercado convierte la sociedad en un ente líquido, inaprensible y difícilmente humano, haciendo que todo lo sólido se desvanezca en el aire.

Lo único que tiene de particular la versión actual del mercado, en la era de la globalización neoliberal, es que la “anomalía” que suponía la intervención reguladora del Estado en otros tiempos (la base de la socialdemocracia, por cierto) ha cedido terreno, abriendo así nuevos nichos de negocio al capital y, sobre todo, acercando a la humanidad aún más a la distopía definitiva del capitalismo. Una distopía que no es otra cosa que la imposición de una gran lonja global, con multinacionales en lugar de Estados, consumidores en lugar de ciudadanos y mercados en lugar de democracia. Una sociedad puramente mercantil, monetaria y materialista en la que el ser humano, como ocurre en las modernas ciudades diseñadas para el automóvil, cada vez tendrá menos espacio y, para desolación de Kant, dejará de ser un fin en sí mismo para acabar convertido en un simple medio para una incesante y absurda acumulación.

Es por esta razón por la que considero el socialismo de mercado (o cualquier variante similar) un oxímoron sin remedio, una variante del reformismo que, si bien puede ser útil o, incluso, imprescindible a la hora de construir estrategias de transición, jamás nos sacará de las fauces de la hibris capitalista.

- Explotación (y clases).

Otra razón esencial por la que el capitalismo es incompatible con la democracia es que su motor de funcionamiento es el beneficio privado basado en la explotación del trabajo por parte del capital. Si ya de por sí la explotación de un ser humano por otro ser humano resulta opuesta al concepto de igualdad que la democracia exige, qué no será cuando esta explotación se convierte en estructural, como ocurre en el capitalismo. La extracción de ganancias basada en el privilegio que otorga la propiedad de medios de producción no es sólo la base material del sistema, sino que determina todo el entramado de valores que constituye los lazos de la convivencia en sociedad. Y esto convierte al capitalismo en una sociedad de clases, no en una sociedad de ciudadanos.

Es verdad que la concepción marxiana (que no marxista) de las clases sociales no es directamente aplicable al siglo XXI; faltaría más. A nadie se le escapa que Marx vivió en el siglo XIX, cuando el capitalismo tenía otra forma. Y que además, jamás llegó a desarrollar una tesis acabada y exhaustiva sobre esta cuestión. Sin embargo, la esencia del concepto de clase no ha cambiado y, desde luego, ni la explotación ni la lucha de clases han dejado de existir. Más bien lo contrario: pareciera que quienes viven del trabajo ajeno nos van ganando la batalla, aunque espero que no la guerra. Las llamemos como las llamemos –clase corporativa y clase media, el 1% y el 99%, los de arriba y los de abajo–, da igual; cuando despertemos, las clases sociales seguirán estando ahí.

En pocas palabras, considero, como Bruno, que la base del socialismo es la democracia y que, como tal, resulta tan necesario para la emancipación del ser humano como siempre lo ha sido. Además, coincido con él y con José Ángel Moreno en que la democracia económica e industrial deber ser un objetivo prioritario en una estrategia consecuente hacia el postcapitalismo. Sin embargo, también creo que la búsqueda del socialismo exige seguir luchando, no sólo contra el capital y sus mercenarios, contra el neoliberalismo y la austeridad, contra el FMI y el TTIP, o contra la derecha conservadora y la neofascista, sino también contra las más sutiles redes de valores y pensamiento que el capitalismo ha ido tejiendo en nuestras mentes. Redes hegemónicas que pretenden convertir en razonable la racionalidad enfermiza del lucro, en progreso el hiperconsumo suicida y en civilización la barbarie sistémica.

El problema no es el neoliberalismo, sino el capitalismo. A fin de cuentas, el socialismo será anticapitalista, o no será.

(Espacio Público)