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El alma de ciprés de Margarita Michelena en el centenario de su nacimiento

Margarita Michelena nació el 21 de julio de 1917 en Pachuca, Hidalgo. Por el contenido de sus poemas, junto a Alí Chumacero (1918-2009), son los dos últimos ramajes del árbol del grupo de Con-temporáneos. Podía haber pertenecido a ese “grupo sin grupo” si no hiciéramos caso de las cronologías. Cultivó sólo la poesía, ninguna otra expresión literaria. Pu-blicó cuatro libros: Paraíso y nostalgia (1945), Laurel del ángel (1948), La tristeza terrestre (1954), y el mejor, El país más allá de la niebla (1968). Ella, que parecía haber leído toda la poesía francesa, tradujo magistralmente los Pequeños poemas en prosa baudelerianos.

Como el mismo Alí Chumacero, su voz pronto maduró, e igualmente, en ciega aridez, ambos cantaron un mundo personal y un mundo exterior que se derrumbaban, y como Chumacero, pareció también escribir un solo poema. ¿Por qué una obra tan breve?, le pregunté en una entrevista de 1993 recogida en Literatura en voz alta (2000). Repuso: una, por una feroz autocrítica, y la otra, por miedo al fracaso. Siendo tan breve su obra, Marga-rita Michelena pensó incluso que debió ser más breve. Sin embargo, para otros críticos, como Juan Domingo Ar-güelles, su obra no tiene desperdicio.

Si una figura de árbol da sus poemas es el ciprés, por su verticalidad sombría. Sus renglones líricos parecen escritos en hondas noches solitarias hasta el alba. Salvo en su primer libro, Paraíso y nostalgia, donde el estilo es aún titubeante e inseguro, a partir de Laurel del ángel su poesía se alza como el canto de una bandada de aves que se aleja del invierno.
Como escribió la misma Margarita Michelena en el prólogo a una breve antología personal que publicó en Material de Lectura de la unam, la poesía era, apropiándose de una definición de Novalis, “la realidad última de los seres y las cosas”, y asimismo creía, como Heidegger, que era “el ser por la fundamentación de la palabra”. Magníficamente lúcida, supo interrogar profundamente en su alma y darse respuestas de concentrada exactitud. En su ensayo sobre Fernando Pessoa, Octavio Paz se-ñalaba que la verdadera biografía de un poeta está en sus versos; lo mismo pensaba Margarita Michelena. En efecto, porque si habríamos de definirla de alguna manera, diríamos que la poesía es la historia del alma, es decir, al contar del alma su historia, en ella cabe la descripción de toda suerte de actitudes, sentimientos y azares: la verdad, la sinceridad, el fingimiento, la mentira, la tristeza, el dolor, la alegría, el hubiera sido, el debió suceder… Margarita Michelena supo trasladar a su lírica, como Francisco de Asís, las pequeñas cosas del mundo, o para decir-lo con López Velarde, logró “la majestad de lo mínimo”.

Espíritu religioso, minuciosa lectora, su libro central fue la Biblia, pero estuvo muy cerca de la poesía de cristales de Mallarmé y Rilke, y en los Siglos de Oro españoles, por las variaciones en la silva, de San Juan de la Cruz y Fray Luis de León, quienes le enseñaron la vía de su métrica y su música. Es en la silva, en las combinaciones de heptasílabos y endecasílabos, donde mejor se eleva su música en el jardín sombrío de los cipreses. En el centro de toda su poesía, como el gran sol, como el gran solitario, se cifra Dios, o mejor, sostiene un soliloquio con Dios en el que está segura de que está siendo oída.

Poesía en general cerrada, oscura, los temas de Margarita Michelena en casi toda su obra son el cielo que se perdió, la vida estéril en una soledad gastada, el polvo que nos recuerda que vinimos de paso, la muerte que vamos viviendo de continuo en la vida, el espejo que se niega a engañar, el sueño que construye teatros en movimiento, el desamor que devasta la ciudad del alma, los apegos familiares. No en balde en sus libros se repiten con cierta frecuencia palabras como destrucción, derrumbe, desastre, ruinas, niebla, tiniebla, sombras… La vida es una tarea inútil y los hombres están “confinados en un mundo enemigo”. Quizá nunca Margarita Mi-che-lena se sintió digna de aspirar a la felicidad.

En su espléndido segundo libro, El laurel del ángel, como en el siguiente, Tristeza terrestre, ya ha entrado a una magnífica madurez: su lírica ha alcanzado el canto, la máxima aspiración de un poeta en las cimas musicales. Así lo dice: “Quien canta siempre, siente cómo un ángel/ está invicto naciendo en su garganta.” Poesía, por ende, también para oírse, lo hace a veces hasta llevarnos al vértigo. La palabra surge de no sabemos dónde para fijarla en la hoja y después trabajarla hasta crear una variedad rítmica y una variedad de significados. ¿O por otra vía, en una suerte de Poética que hubiera encantado a Borges?, ¿no dijo ella misma?: “Esto es la poesía:/ no un don de fácil música ni/ una gracia riente./ Apenas una forma de recordar./ Apenas, entre el hombre y su orilla,/ una señal, un puente.”

Ya no es, como en Paraíso y nostalgia, sólo el bosque sombrío y sin salida, sino hallamos astillas de luz, signos que cifran, pasos que nos llevan a otra parte. De los árboles secos es posible salvar frutos. Ha conocido la arquitectura del rosal y la inocencia del agua. También el yo ha empezado a volverse nosotros.

Margarita Michelena –se deja entrever en Laurel del ángel– ha descubierto el amor o el amor la ha descubierto: ya no sólo es el amor a Dios sino el amor a la pareja. Algo del vacío se ha colmado. No olvida, sin embargo, el tono elegíaco. Como en su primer libro, se sabe dividida: entre lo que es y no es, y en ello, el sueño mágico y una vigilia árida, una soledad exhaustiva y una escasa comunión, frases musicales a las que sigue inevitablemente un terrible silencio. Como López Velarde, los contrarios son su esencia, y como López Velarde, los asume y la abisman. Por ejemplo, dice de manera desoladora: “Cierto es que llama fui, muy combatida/ entre contrarios vientos/ y no sé cuál de todos se ha apagado.”

Pero donde hay más una honda escritura de amor y reconciliación es en su último libro, El país más allá de la niebla (1968), sobre todo en poemas como el dedicado a su hija Andrea cuando era pequeña (“Lección de cosas”), lleno de delicadezas y ternuras, esa hija que cayó desde la estrella para volverse rosal y pájaro; o aquel a la hermana recién muerta (“Inscripción fraternal”), quien cuando vivía era la mañana de fuego y la alegría del aire, pero muy especialmente “Notas para un árbol genealógico”, uno de los poemas extensos más bellos de la poesía mexicana.

Escrito afiebradamente durante dos días y dos noches, en “Notas para un árbol genealógico” recuerda a sus muertos, a “los idos míos que no dejo partir”: ancestros, abuelos, tíos y en especial el padre, la madre y el hermano, quienes en el poema quedan enterrados noble y doblemente: bajo la tierra fría y dentro de los versos. O como me contestó en la entrevista de 1993: “Yo estoy llena de ausencias, de muertos sin enterrar, de gente que amé y he perdido. En ese poema quise recogerlos a todos y darles cristiana sepultura, pero ese proceso, realmente ambicioso, se desarrolló casi solo. Nada más quité el ruido, porque a uno, cuando escribe un poema, se le mete el ruido. Se mete la estática. Eso sobra y hay que sacarlo. Es una operación delicada y sensible de autocrítica feroz. Ahí dejé todo lo que tenía que decir y no volveré a decir más.” El poema a la vez como testamento y lápida.

Dentro de esos pasajes de ternura y piedad recordemos al menos dos. Uno, al progenitor: “Padre, por mucho tiempo, por una vida larga,/ no supe de qué hablarte y cómo hablarte./ Hoy la muerte cancela las distancias./ Nunca nos conocimos. Nunca, nunca/ nos vimos alma a alma./ Pero llegó el momento en que te fuiste,/ el momento en que ya no estabas./ Y entonces sí que nos quisimos./ Y entonces sí que te lloraba.” Y el otro a la madre y al hermano indeleblemente unidos: “Aquí los tengo, de la mano/ a la madre de fragante falda,/ y al hermano de los ojos negros/ que ya me miran sin distancia,/ que me ven lo mismo que la luna/ se sumerge en el agua/ y hace fulgor la sombra de la acequia estancada./ He tenido que hablarte con tu hijo./ No quiero que lo dejes. Tómalo en mis palabras.”

Desde “la caverna a la mitad del caos”, desde las raíces de la mitología y la historia vascas, hasta el momento en que quedan inscritos –profundizados– en el poema, se halla toda la ascendencia, pero también emblemáticamente se hallan todos los vascos, “los vascos navegantes y los vascos agricultores”. La autora intentó el poema absoluto, y logró la proeza.

Margarita Michelena murió corporalmente el 27 de marzo de 1998, pero perdurará por los siglos gracias a poemas que reverdecerán como el árbol del laurel cuando alguien los lea y emocionado sienta que íntimamente son suyos.

(Marco Antonio Campos, La Jornada Semanal, La Jornada)