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Forzar un nuevo pacto entre trabajo y capital (Jesús Pichel)

Profesor de Filosofía

La socialdemocracia no cayó del cielo, ni surgió de la necesidad de cubrir con más producción una mayor demanda en un contexto de escasez de mano de obra, y desde luego no fue un regalo del capitalismo al movimiento obrero. El pacto socialdemócrata (el pacto entre capital y trabajo) fue consecuencia de la fuerte presión del movimiento obrero y del temor del capitalismo al modelo político-económico comunista.

En Europa Occidental el socialismo devino en socialdemocracia cuando la pugna entre capitalismo y comunismo se sustanció en un sistema mixto de economía de mercado y de garantía de los derechos sociales, la socialdemocracia, que es lo que hoy está en cuestión. Y lo está fundamentalmente porque el neoliberalismo thatcheriano rompió unilateralmente aquel pacto y porque los partidos socialdemócratas, contagiados del éxito neoliberal, fueron asumiendo complacientemente políticas neoliberales (el social-liberalismo de González, la Third way de Blair o el Neue Mitte de Schröder, por ejemplo). La ruptura de aquel pacto supondrá o bien la hegemonía sin límite del neoliberalismo (como está ocurriendo), o bien la vuelta a la casilla de salida para negociar un nuevo pacto entre trabajo y capital.

Dos son las condiciones materiales que marcan nuestro tiempo: la implantación dominante del neoliberalismo y el hecho (y las consecuencias) de la globalización. Tras el derrumbe de los sistemas comunistas de la Europa del Este (fundamentalmente de la URSS), no hay un sistema político-económico que amenace al capitalismo y nada le impide implantar sin freno sus tesis neoliberales: desregulación de los mercados (financiero, de circulación de mercancías y, sobre todo, del mercado laboral), privatización de los sectores estratégicos del Estado de alto valor económico (energía, transporte, sanidad, etc.), aumento de los impuestos indirectos y reducción drástica de los impuestos directos (sobre todo de las grandes fortunas) e implantación de las llamadas políticas de austeridad (reducciones sin miramientos de las inversiones y del gasto públicos en infraestructuras y en servicios sociales). Es decir, la subordinación del poder político al poderío económico; la realización del viejo ideal de un Estado Mínimo.
Que todos somos clase media, que el pobre es responsable de su pobreza, que la competitividad es el motor del éxito, etc. son algunos de los mitos que el neoliberalismo ha logrado insertar en el imaginario de nuestro tiempo gracias a la globalización (bien resumida en aquel eslogan de la CNN: está pasando, lo estás viendo). La globalización ha eliminado las distancias espacio-temporales, en la circulación de capitales, mercancías y personas, y en la difusión de informaciones y de ideas: el mercado es continuo (universal, virtual -el mercado no duerme-), mientras las grandes empresas se deslocalizan en paraísos fiscales donde tributar y en paraísos de precariedad laboral donde producir, contagiando a todo el sistema laboral una precariedad agravada por la presión migratoria. La globalización es la estructura en la que se sostiene el neoliberalismo, o, lo que es lo mismo, el capitalismo del siglo XXI.

Con la socialdemocracia en busca de sí misma (y sin terminar de encontrarse) el neoliberalismo, hoy, apenas encuentra resistencia, y la poca que encuentra procede de refugios identitarios (sean los nacionalismos locales, los populismos xenófobos de ultraderecha o los fundamentalismos religiosos) y de movimientos ciudadanos alternativos (ecologismo, feminismo activo, movimientos animalistas, economía de la colaboración, etc.) que, bien en solitario, bien en confluencias asamblearias, son incapaces por sí mismos de ir más allá del ruido mediático y hacerle frente políticamente.

Quizá el futuro del socialismo pase por reinterpretar su relación con el capitalismo. La fragmentación del pensamiento propia de nuestro mundo (que impediría la elaboración de un nuevo gran relato anticapitalista) y la fragmentación del tejido social (al priorizarse el individualismo en detrimento de la solidaridad) hacen que el recurso a la revolución sea inviable y, por tanto, exigen otra estrategia no para reconstruir una sociedad socialdemócrata, sino para construir una democracia social que priorice el desarrollo social poniendo límites al capitalismo desregulado, que subordine el poder económico al poder político y, sobre todo, que entienda la política como reparación de los daños causados a los más desprotegidos (los que en expresión feliz Carlos Alberto Libânio llama pobretariado). Encontrar los mecanismos ideológicos, políticos, legislativos, económicos, fiscales y mediáticos eficaces para forzar un nuevo pacto entre trabajo y capital debería ser la tarea de los ciudadanos, los sindicatos y los partidos de izquierda.

(Espacio Público)