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El 'spleen' salvaje de Kathy Acker

Exponente única, hasta donde se sabe, de la post-noveau-roman, Kathy Acker, cuyo verdadero nombre era Karen Alexander, nació en Nueva York el 18 de abril de 1947. El “Acker” lo tomó de un frugal marido llamado Robert Acker. La “antisocial” y “antisemita” Kathy nació en el seno de una rica familia judía. Su padre se suicidó siendo ella una niña. De la pequeña Karen, ha dicho Kathy: “Mis padres eran monstruos para mí. Eran horribles. Y yo fui una buena niña que tuvo coraje para oponerse a ellos. Solían decirme qué debía hacer y cómo, así que sólo en mi habitación lograba sentirme libre: la escritura era lo único que me permitía hacer lo que quería sin que nadie me dijera cómo hacerlo.” Terminó integrándose a una pandilla punk y montando performances callejeros salpicados de sangre.

Don Quijote y Aborto en la escuela son sus únicas novelas traducidas a nuestro idioma, así como una serie de relatos dispersos en antologías. Sobre Don Quijote, ha dicho que no existía una conciencia feminista en su escritura, aunque sí la intención de encontrar una voz como mujer. Reinterpretar la lectura de Don Quijote como mujer: “el asunto del plagio, para mí, tiene más que ver con la esquizofrenia y la identidad. La intención primera fue plagiar un texto que me resultó fascinante, pero poco a poco se impuso la necesidad de construir una identidad a partir del Quixote”, señala en entrevista con Ellen g. Friedman.

Aborto en la escuela no podía haberse titulado de otro modo. Empiezo por preguntarme: ¿por qué Kathy escribe estas cosas? Descarto, de antemano, que buscara fama. De esta suposición descartada se origina la duda: era poco probable que ningún editor, americano al menos, se atreviera a publicarle sus textos que van más allá de la transgresión. La escritura de Kathy Acker la expone como artista de la destrucción, incluida la propia. Su cuerpo fue un espacio más para una escritura que admitía incluso la explotación del dolor físico como medio de expresión. ¿Escribía Kathy para que la amaran? ¿O para sublimar su odio contra ella misma?
Lo que presiento que perseguía Kathy, al menos al instante de escribir Aborto en la escuela, era la muerte. Una muerte vivida, detallada, que le permitiera ejecutar su último performance del dolor. Y me refiero al dolor del cáncer que haría necesaria la extirpación de sus pechos. Dudo, sin embargo, que su heroína, Janey, tenga algo que ver con ella. Finjamos al menos que creemos que no lo tiene. Después de todo, Kathy era una mujer madura al momento de escribir la aventura de Janey, no una niña de trece. No se nos ocurra, tampoco, suponer que Kathy se negaba a crecer, que permanecía atrapada en el cuerpo de una niña emputecida, violada y pandillera. La única certeza que podemos tener, por ahora, es que Janey también sufre de un cáncer que la matará antes de cumplir los quince.

¿Dolor moral? ¡Faltaba más!, alguien que escriba estas cosas difícilmente conocerá este tipo de dolor, mucho menos la “moral”. ¿Cómo, entonces, Janey se siente identificada nada menos que con Hester Prynne, heroína de La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne, campeona universal del dolor moral? Janey, la putilla de trece años, lee esta novela para distraerse del cautiverio en que la mantiene un tratante de blancas. Nunca lo dice tal cual, pero el inmenso dolor moral de Hester contribuye a paliar el dolor físico de Janey... y el de Kathy. ¿Qué sería, después de todo, un equivalente a Hester Prynne en nuestros tiempos?: una putilla de trece años para quien abortar es una rutina. La “abortitis” como equivalente de la maternidad ilegal en la puritana colonia inglesa del siglo xvii.

Las dos palabras más frecuentadas en Aborto en la escuela son “amor” y “salvaje”. Casi siempre asociadas. Siempre malditas. Janey proclama sin pudor su necesidad de ser amada y protegida, y a continuación aclara que, para ella, su insoportable franqueza la pone del lado de los salvajes, es decir, los marginales: las putillas de 13 años, las adúlteras, las escritoras. En rigor, Janey no es un modelo de feminismo, pero su discurso, que muchos tildan de posfeminista, es feminista. Feminismos hay muchos, unos más subversivos que otros, y Kathy representa, a través de un cuerpo de niña violentado, la estéril persecución de la aceptación masculina que se extiende y ramifica a manera de cáncer por el cuerpo de Janey. Janey es una niña que nunca fue virgen, que nunca fue niña. Su tono es el de una mujer adulta desde que, al arrancar la historia, contando diez años, descubre que su padre, que también es su amante, se ha enamorado de una mujer adulta. Todo parece indicar que la niña está habituada a cohabitar sexualmente con el padre, desde antes de que muriera la madre, y por supuesto, aquel juega a placer con la hija, que es suya, sin que se insinúe por un instante que se trata de una circunstancia anómala. En el mundo de Kathy Acker, es común que las niñas sean juguetes sexuales de sus padres.

Janey refiere de continuo el salvaje arte de soñar, pero es mucho más reservada respecto a esos sueños que respecto a sus abortos. Para ella, como sospecho que para Acker, cuanto le rodea tiene su origen en la enfermedad. El amor y la cultura, por ejemplo. Se tiene que estar muy enfermo para amar, para escribir. Escribir, de hecho, es El Síntoma. Y ahí está Janey, escribe y escribe. Escribiendo como lee, como coge: compulsivamente. Nunca ha dicho, sin embargo, que el sexo le sea placentero. El sexo es el medio a través del cual finge sentirse amada, aunque sea tratándose de su carcelero, el tratante de blancas, a quien escribe profusas cartas de amor y poemas.

Janey aborta. Penelope Mowlard aborta. Judías (como Janey, como la propia Kathy antes de ser Acker), protestantes y católicas, abortan. Janey se las topa a menudo en la antesala de aquella habitación verde claro, y siempre que regresa se topa con neófitas que hacen de cuenta que están con el dentista. Cinco minutos, les dice Janey, diez años, consoladora, experimentada: es como cuando te cogen: te acuestas y te abres de piernas. Incluso te pueden anestesiar por solo 50 dólares. El tono de Janey al relatar su experiencia abortiva resulta ambivalente. Casi frívola. También indignada pues aborrece al médico que mata de 32 a 48 bebés por día, embolsándose entre mil 600 y 2 mil 400 dólares. Porque así es como Janey lo quiere percibir: una matanza de bebés de la que ella es cómplice pasiva. Abortar, entonces, pareciera tener para Janey un significado múltiple: matar, matarse, matar al padre: matarlo todo. Pudiera encontrarse en la escena una alegoría de la guerra –todas esas muchachas muertas... bebés asesinados...–, aunque resulta difícil pensar que alguien con la apabullante franqueza de Acker, quien baña de obscenidades al presidente Carter, recurra a un símil para expresar algo.

Aborto en la escuela no obedece al formato tradicional. Es una novela compuesta con poemas, anotaciones, dibujos, diálogos teatrales y un par de fa-bulas conmovedoras. Todo girando en torno a la desesperada búsqueda de identidad de Janey, condenada de antemano a no encontrarse. Es también un homenaje, como de hecho lo es la obra toda de Kathy, a sus más amados autores. Janey conoce a Jean Genet en Egipto. ¿Cómo ha llegado hasta allá la niña pros-tituida y enferma de cáncer? Poco importa: ya ha vi-vido en Mérida, Yucatán, y hasta en una suerte de basurero en Nueva York. A las Janeys se les encuentra en cualquier parte. A Genet también. Como Genet, Kathy se regodea en la miseria humana. La hace abrirse de piernas, nos la arroja a la cara y, lo mejor: no duda en participar de ella para decirnos qué se siente.

El que la escritora se trasladara a Tijuana para recluirse en una clínica alternativa, donde se trató el salvaje cáncer de mama que se le diagnosticó en 1996, originó gran alboroto entre sus admiradores, que los tenía y tiene a montones por aquel rumbo. Que se retirara justo allí para morir, porque su aventura no podía tener otro desenlace, habría de convertirla en un icono de la cultura tijuanense y en una poderosa influencia para escritores y escritoras de la región. En todo momento la acompañaron y realiaron activi-dades para contribuir al coste de su tratamiento, algunos sin siquiera conocerla en persona. Gracias al tratamiento, se dice, pero sobre todo a su poderosa voluntad, la muerte demoró un poco más de lo esperado, pero finalmente la emboscó el 30 de noviembre de 1997, en una ciudad del norte de México.

(Eve Gil, La Jornada Semanal, La Jornada)