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Najat el Hachmi: "Para defendernos de la islamofobia, negamos el machismo terrible del que venimos"

Tenía que llegar el momento. Los hijos de las primeras oleadas de emigrantes, que han nacido o se han educado en nuestro país, están tomando la palabra. Najat es una de ellas. En 'Madre de leche y miel', su tercera novela, relata el viaje de una mujer como su madre, analfabeta, que dejó la vida rural y casi medieval del Rif marroquí para aterrizar en un mundo del que no entendía nada

"Para escribir esta novela tuve que cocinar muchísimo. Con el olfato se llega a la infancia"

En el interior de una casa de adobe de la comarca marroquí del Rif, siete hermanas se sientan sobre las alfombras. Una de ellas sirve el té. Ha caído la noche y es la hora de las historias. La que habla es Fátima, la hermana valiente que, sin saber leer ni escribir, ni haber ido nunca más lejos del río donde las mujeres lavan la ropa, huyó de su destino llevándose a su hija y emigró a Cataluña para empezar una vida nueva. Ella es la protagonista de 'Madre de leche y miel' (Ed. Destino), la última novela de Najat el Hachmi ('El último patriarca', 'La hija extranjera'), en la que la autora regresa al universo simbólico de su propio pasado para retratar la soledad y el choque cultural que tuvo que afrontar la primera generación de inmigrantes, la de su madre.

- ¿Qué buscabas con este libro?

- Quería ponerme en el cuerpo de la protagonista, Fátima, que pertenece a la generación de mi madre y de mis tías; dimensionar lo que supone dejar atrás todo lo que conoces y viajar sola, sin saber nada de nada, ni entender el idioma, y enfrentarte a esa incertidumbre.

- El libro gira en torno a la maternidad, entendida como un espacio femenino.

- El Rif es una zona rural muy dura. Hay un déficit muy grande de lo más básico: de electricidad, de agua corriente... Y ellas son las que cargan con todo el trabajo dentro y fuera de la casa, en el campo. La mujer rifeña es extranjera desde que nace, porque no tiene un lugar propio. En las casas familiares, cada hijo varón tenía una habitación en la que acabará viviendo con su esposa, pero las niñas no la tienen. Cuando se casan, pasan a la habitación del marido. Entonces, la maternidad se convierte en una especie de contrapoder, porque es el único lugar donde la mujer es la dueña, aunque también esté sometida a la violencia patriarcal.
- ¿A qué se refiere?

- El que no pueden controlar sus embarazos, por ejemplo. Yo recuerdo haber oído conversaciones sobre la píldora ya en los años 80, a mujeres que se la pasaban unas a otras o que intentaban conseguirla a escondidas. El acceso a la anticoncepción ha sido un cambio radical.

- ¿Existe esa conciencia de género y de reivindicación allí?

- Existe una conciencia de injusticia y de malestar. Yo me reúno con mis tías y me cuentan sus historias y sus quejas: "Vaya estafa, que me casaron con este y fíjate cómo me salió, cómo me trata, todo el día trabajando...". Pero salir de ese contexto de forma individual, si no se produce una transformación social más generalizada, te convierte en una paria. Hay que ser muy valiente para hacerlo.

- ¿Las que emigran lo tienen más fácil?

- Existe un mecanismo muy potente de sumisión. Pero el sometimiento no depende solo de que haya un hombre autoritario. Te queda el patriarca interior, ese vigilante que va creciendo dentro de ti con la cultura, con la educación, con las tradiciones asumidas y las normas inculcadas. Desde pequeña te dicen: vístete así, sé discreta, que tu voz no se escuche más allá de la puerta del patio...

- ¿Ha habido allí cambios importantes?

- Cuando los hombres empezaron a emigrar en los años 60, las mujeres se quedaban en sus pueblos. Pero, poco a poco, empezaron a exigir ir con ellos y formar parte de ese proceso de ascenso social. Ese fue un cambio sustancial. Yo conocía a mujeres en el Rif que no salían jamás de casa y que en España llevaban a los niños al colegio, compraban, iban a casa de otras mujeres, hacían cursos de lengua... Y son las hijas de esas mujeres las que ahora están accediendo a estudios superiores y no solo conquistando el espacio público, sino su propia independencia.

- Describe usted una vida doméstica marcada por la rigidez, las humillaciones y la violencia. El machismo, en definitiva, en ese entorno musulmán. ¿Está preparada para las críticas?

- Puede que haya quien saque conclusiones racistas. Para mí, está siendo un momento complicado y de reflexión. Me da la sensación de que hemos ido para atrás, hasta el punto de que ahora, en nombre de la lucha contra un tipo de racismo, la llamada islamofobia, te hacen callar. Hemos entrado en unos discursos muy poco honestos donde, para defendernos del racismo, acabamos negando el machismo terrible del que veníamos. No digo que sea algo que se produce solo en una cultura determinada, pero me está sorprendiendo cómo esa corrección política funciona como una mordaza que se va acumulando a las que ya teníamos.

- ¿Usted vive la doble discriminación de ser mujer e inmigrante?

- Sí, la discriminación ha estado ahí siempre. Llegamos a Vic a finales de los 80. Aquella Nochevieja en la que Sabrina enseñó la teta llevábamos aquí como dos meses y fue algo muy impactante. Yo tenía ocho años y venía de un lugar donde, por no enseñar, no se enseña ni el pelo. Así que lo viví como algo muy liberador [Risas]. Tuvimos la suerte de ir a vivir a un barrio donde mi padre ya conocía a mucha gente. En un primer momento, no viví ningún racismo: había pocos inmigrantes en aquel momento y una especie de curiosidad. Éramos vistos como algo exótico e interesante. Aunque también había esa generación de abuelas que vivió la guerra y que seguía muy marcada por los moros de Franco, mercenarios, que en realidad solo habían venido a luchar a cambio de un saco de harina.

- ¿Después fue a peor?

- Nuestra incorporación fue bastante fácil y fue mucho más tarde cuando empezamos a ser conscientes del racismo. Hubo especialmente un momento, cuando unas familias se organizaron manifestándose y quejándose en los medios porque no querían llevar a sus hijos a nuestra escuela. La razón era que había personas de etnia gitana, de familias castellanohablantes, que habían emigrado de otras partes de España y muchos marroquíes. La tutora nos tuvo que explicar por qué no querían convivir con nosotros y fue la primera vez que nos hicieron ver que éramos diferentes y debatimos sobre el racismo. Luego, cuando vas creciendo y buscas un trabajo, a ti siempre te ofrecen limpiar y cocinar. O se te niega la posibilidad de alquilar un piso. Es como si hubiera un espacio en el que tienes que permanecer y, si no quieres ocupar ese lugar, todo a a ser muchísimo más difícil.

- ¿Vivió usted un conflicto cultural y generosidad con su madre como la protagonista del libro y su hija?

- El conflicto fue más con mi padre, porque ella tuvo la capacidad de estar más atenta. Yo nunca le podré agradecer lo suficiente que haya tenido esa capacidad de adaptarse a cosas que parecían impensables para ella: mi madre no sabía ni leer, y me quería enseñar a ser ama de casa, pero yo estaba siempre metida en los libros y lo respetó.

- ¿A su madre le asustaba lo que pudieran meterle en la cabeza?

- No. Venimos de una cultura donde la tradición de contar historias es muy importante y se tiene gran respeto por los libros. La idea de que te puedan enseñar algo malo no existe.

- ¿Hay alguna obsesión en su obra?

- La escritura misma es una obsesión. También la tradición oral, presente en todas mis novelas, que aquí he llevado al extremo. La emigración implica pérdidas. Nunca volveré a vivir en el Rif y todo aquello es un mundo perdido, como lo es también cualquier infancia. Pero ese universo simbólico sigue dentro de mí y solo consigo volver a revivirlo a través de la escritura. Bueno, y de la comida.

- La cocina tiene un papel importante en 'Madre de leche y miel'.

- Yo escribo con los sentidos. Cuando quiero hablar de hechos concretos pero me falta algo, voy a los olores y los gustos, y ese capítulo se me impregna de toda una serie de elementos que no solo le dan un toque exótico o multicultural, sino que de verdad significan mucho. Y los alimentos, junto con la lengua, son las dos cosas más importantes que configuran nuestra memoria emocional. Para escribir esta novela tuve que cocinar muchísimo, cuando se me encallaba algo o sentía que no era suficientemente auténtico, me metía en la cocina. Estimulando el olfato se puede llegar a algo que está muy enterrado en la memoria.

- ¿Y qué ha querido transmitir a sus hijos de esas raíces?

- Si te quedas en el mismo lugar donde tienes un entorno, con más gente de tu mismo origen, es más fácil conservar la lengua o algunas costumbres. Pero yo me fui a Vic y en Barcelona no hay esa presencia. A mi hija le cuento cómo vivíamos y ella me dice: "Mamá, cuéntame ese cuento de cuando eras pequeña". Y yo le digo. "Si es que no es un cuento. Es verdad que yo iba a buscar el agua y hacíamos el pan y trabajábamos en el campo...". Y alucina.

- ¿Qué queda en usted de esa raíz marroquí?

- No lo sé. Yo vine a Cataluña de pequeña y hay muchas cosas que ya no están en mí. Además, no soy religiosa y buena parte de la cultura cotidiana de allí está muy vinculada a la religión. Durante algún tiempo, fui una no creyente practicante porque hay tradiciones, como la del Ramadán, con tanta carga emocional que es uy difícil renunciar a ellas. Es como aquí la Navidad, que tiene un valor simbólico, emocional y de pertenencia muy importante. Recordaré siempre el momento de la ruptura del ayuno, por la noche, cuando toda la familia junta se toma la sopa, porque es un ritual que une muchísimo. La verdad es que a mis hijos no les he transmitido ninguna de estas normas islámicas. Y son esas cosas de la religión lo que te mantiene más vinculado a aquella raíz, aunque a mí siempre me quedará la literatura.

(Najat el Hachmi, Mujer Hoy, 07/04/18, Ideal, p. 22-24)