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Samanta Schweblin. La escritora argentina que da miedo en todo el mundo

Cómo es la vida en Berlín de la narradora argentina más prestigiosa, premiada y traducida del momento

"Me interesan los momentos cotidianos que se mezclan con lo extraño, lo insólito, la duda. Lo que llamamos la normalidad, en la que nos sentimos tan cómodos, es un acuerdo social que uno va aceptando con los años."

"Si estás preparado para la tristeza, la vida te sorprende con alegrías cada día."

"En Distancia de rescate aparece el poder destructivo del glifosato en los campos de Argentina…Era una buena manera de poner el tema sobre la mesa. Es un problema que, más allá de lo que pasa en Argentina o en otros países, dice tanto de nosotros… Somos una especie que envenena su propia comida."

"Para mí, incluso hoy, lo natural es pensar historias que ocurren en Buenos Aires, no en Berlín. No es una decisión que tome, sino algo que exuda el texto: mi bagaje es el lugar donde nací, la clase media, la provincia de Buenos Aires."

Ficha.- Samanta Schweblin

Ocupación: Escritora

Oficio anterior: Diseñadora

Nació: en Buenos Aires, en 1978

Vive: en Berlín, desde 2012

Estudió: Imagen y sonido en la UBA

Premios: Fondo nacional de las artes (2001), Casa de las Américas (2008), Juan Rulfo (2012), Narrativa Breve Ribera del Duero (2015), finalista de Man Booker International (2017).

Libros: El núcleo del disturbio (2002), Pájaros en la boca, Distancia de rescate (2014), Siete casas vacías (2015)

Samanta Schweblin había llegado hacía poco a Berlín cuando notó que faltaban algunas cosas: ruido y luz. Era 2012, cuando el verano había terminado. “En otoño, la ciudad se encapota de nubes que no se van hasta marzo y está muy poco iluminada. Me llamó la atención que fuera tan oscura y silenciosa”, dice. “En ese clima, parece que algo tenebroso se está urdiendo todo el tiempo”. Quizá por eso se quedó. Hoy Schweblin, una de las jóvenes escritoras argentinas más reconocidas, vive de este lado de un muro que alguna vez dividió el mundo en dos. El departamento está en el barrio de Kreuzberg, en un edificio típicamente berlinés, de colores pastel y cuatro pisos de escalones altos y crujientes. En el living, las paredes blancas, las cortinas blancas y los pisos claros reflejan algo de la poca luz que queda a las 4 de la tarde. En la habitación, su pareja, Maximiliano Pallocchini, se cura de una gripe a puro reposo frente a la serie Stranger Things, que Samanta dejó de ver un rato por la nota.

Una digresión: en la literatura de Schweblin hay algo de Stranger Things. Sus historias indagan en la frontera entre la vida ordinaria y una realidad inquietante donde mandan el miedo, la locura, la incomprensión. Para ella, el portal que une las dos dimensiones siempre está abierto y, así, en sus libros, un oficinista puede quedar varado eternamente en una estación de tren por no tener cambio para pagar el boleto, una adolescente puede empezar a alimentarse de pájaros vivos de un día para el otro, una mujer puede salir a mirar casas en barrios ricos y redecorar los jardines a su gusto. Cosas extrañas que suceden porque ese otro lado también está acá nomás.

“Me interesan los momentos cotidianos que se mezclan con lo extraño, lo insólito, la duda. Lo que llamamos la normalidad, en la que nos sentimos tan cómodos, es un acuerdo social que uno va aceptando con los años. Los niños, por ejemplo, todavía no hicieron ese aprendizaje. Como los locos, ellos tienen su propia verdad y se relacionan con lo natural, con lo sensato, de una manera maravillosa. Jugar desnudo es divertido cuando uno es niño, pero hacerlo de grande está mal. ¿Por qué? Se me ocurren muchas razones, pero me intriga ese límite”, dirá ella más adelante.
Cuando llegó a Alemania, Schweblin tenía dos libros de cuentos publicados y premiados –El núcleo del disturbio (2002) y Pájaros en la boca (2009)–, y era considerada una de las escritoras más promisorias de Latinoamérica. Si bien iba a quedarse en Berlín sólo por un año, escribiendo, gracias a una beca del gobierno alemán, pronto se encontró envuelta en una rutina que le sentaba muy bien. Ella trabajaba en sus cuentos, leía, daba talleres literarios; su pareja, mientras tanto, soñaba con un restaurante que hoy ya tiene dos locales que no paran de despachar empanadas. En Alemania, Schweblin terminó los dos libros que completan su bibliografía, la novela Distancia de rescate (2014) y los cuentos de Siete casas vacías (2015). El primero –que relata la pesadilla de una madre y su hija en unas vacaciones campestres y tóxicas– fue editado en 23 idiomas y, en abril de 2017, fue elegido finalista del Man Booker International Prize, quizá el premio literario más prestigioso de la actualidad. Por esos días el diario inglés The Guardian usó tres adjetivos para describir la novela: terrorífica, breve, brillante.

- Aquella chica de Hurlingham.

Mucho antes de los elogios, las traducciones y los premios, Samanta fue una chica de Hurlingham que odiaba el colegio. La sola idea de compartir un recreo con sus compañeros era el horror. Ellos trataban de integrarla, pero Samanta prefería quedarse en el aula, dibujando, escribiendo, sobre todo, leyendo. “Si estaba sola, sin hacer nada, me convertía en un problema para mis compañeros y los profesores. En cambio, si abría un libro, nadie me molestaba porque me veían ocupada. Los libros eran una capa que me volvía invisible, un truco mágico que me permitía desaparecer del mundo y que me hacía muy feliz.” Durante años, su abuelo Alfredo de Vicenzo –artista plástico, maestro de grabado– fue su mejor aliado. Los fines de semana Samanta se mudaba a su departamento en la ciudad y juntos iban al teatro y al cine o visitaban museos. Al final del día, registraban en un diario todo lo que habían hecho. Si habían pasado la tarde en un museo, ella tenía que elegir la obra que más le había gustado y explicar por qué había preferido ésa y no otra. Entonces llegaba el momento cúlmine: de pie, el abuelo tomaba un libro de alguno de sus poetas favoritos –Alfonsina Storni, Almafuerte, Gabriela Mistral– y se ponía a recitar, casi a los gritos. En la hondura de los versos, se ahogaba, gemía, lloraba de emoción, hasta que juntos elegían el poema que mejor simbolizaba lo que habían vivido ese día. “Mi abuelo era pésimo leyendo, pero yo, con 7 años, quedaba fascinada ante semejante show. Sentía que, al leer, mi abuelo experimentaba algo en el cuerpo que yo no podía entender, pero que estaba buenísimo”, recuerda. “Entonces, la literatura me empezó a dar una curiosidad tremenda”. Se convirtió en una lectora voraz.

- Lavar los platos la inspira.

“Mis padres me dieron la primera biblioteca hogareña, que tenía los libros del boom latinoamericano que se compraban en los supermercados. Mi generación está cansada de escuchar hablar de esos autores, pero García Márquez y Vargas Llosa estaban en todos lados. Ellos, como Cortázar o Bioy Casares, fueron los primeros que leí”, cuenta.

También su abuela, Susana Soro, hizo su parte. “Siempre me decía que hay que saber que la vida es un lugar espantoso, gris y triste. Porque si uno espera una felicidad plena, la vida no para de defraudarte. En cambio, si estás preparado para la tristeza, te sorprende con un par de lindas alegrías cada día”. Hoy, cada día, Samanta se despierta, desayuna, responde mails y se pone a trabajar. “Escribo”, dice, pero nada es tan sencillo. “Escribir”, para ella, es muchas cosas: es poner una historia en palabras, claro, pero también es pasear, leer, salir a correr, corregir, lavar los platos. También lavar los platos. “Es un estado mental, es estar disponible para la historia. Cuando ‘escribo’, mi cabeza está ahí. Hago cosas que me abren puertas desconocidas; son momentos en que una idea se cruza con otras de manera casual. En ese sentido, lavar los platos puede ser un gran disparador”, sonríe.

- ¿De dónde surgen tus historias?

- Hay demasiadas dando vueltas, más bien, busco un narrador, un ritmo. La historia de Distancia de rescate, por ejemplo, no me interesaba: lo importante es el modo que elegí para contarla.

- Más allá de las formas, en la novela aparece el poder destructivo del glifosato en los campos de Argentina…

- Era una buena manera de poner el tema sobre la mesa. Es un problema que, más allá de lo que pasa en Argentina o en otros países, dice tanto de nosotros… Somos una especie que envenena su propia comida: ¿hay algo más interesante y literario que eso?

Cuando Samanta escribe, lo hace acá, en el living de su casa. Frente a la pared blanca, un escritorio blanco. Bajo la mesa hay un Scrabble; sobre la mesa, un monitor, el teclado, una notebook, papeles y un cuaderno oficio garabateado. Según dice, es su controlador aéreo. Ahí registra, aunque sea en una línea, lo que escribe cada día y lo que va a escribir al día siguiente. El truco lo aprendió de su abuela –también artista– que dejaba de pintar sólo si sabía cómo seguir más adelante. Para corregir, prefiere algún café: leer sus textos en un lugar distinto le permite tomar distancia y reescribir lo que sea necesario. “El problema es que tengo un olfato enorme para los bares condenados al fracaso”, dice. “Como tengo que concentrarme, busco lugares sin música, con poca gente y muy buen café. Y esos locales, en general, se funden. Me duran poco.”

- Taller para expatriados.

Por las tardes, un par de veces a la semana, Samanta dicta talleres de escritura a expatriados argentinos, mexicanos, españoles, guatemaltecos. “Un lío de lenguajes espectacular”, se ríe. Algunos recién empiezan y otros ya piensan en publicar su libro, pero entre todos se genera una atmósfera de camaradería e intimidad. “La literatura es un ejercicio de mucha soledad: uno está solo contra sí mismo, contra sus expectativas, contra las pesadas ganas de escribir genialidades. En el taller podemos hablar de esas cosas. Más allá de eso, y aunque suena tonto, lo más importante para alguien que quiere escribir es aprender a leer lo que dice su texto.”

Ella misma empezó a formarse en talleres literarios cuando tenía 12 años. El primero, en el colegio, fue algo rudimentario. En dos cuatrimestres leyeron apenas un par de cuentos, pero eso bastó para que ella alucinara y escribiera sus primeras historias acostada en el piso del aula.

Ya a los 17 empezó a madurar su textos en talleres más formales, en el centro de Buenos Aires. Para llegar hasta ahí desde Hurlingham tomaba un colectivo, el tren y el subte, una viaje sin fin que ella vivía como una aventura. Por esa época, cuando terminó el colegio, pensó en estudiar Letras, pero lo descartó después de presenciar un par de clases como oyente. “Lo que pasaba ahí era interesante, pero no tenía nada que ver con el acto de la escritura, con la cocina literaria. Era algo absolutamente distinto de lo que yo buscaba, que era aprender a contar una historia.”

Así, siguió haciendo su propio camino y, a los 24, llegó al taller de Liliana Heker, donde cambió su manera de trabajar para siempre. “Fue la única escuela seria que tuve”, dice. “Fue fundacional no sólo porque Liliana es una gran autora y una gran maestra –dos cosas que no siempre van de la mano–, sino también por los pares que encontré ahí, grandes escritores como Pablo Ramos, Inés Garland, Romina Doval, Azucena Galettini.”

- El portero que detecta a los nazis.

Algunas noches, cuando los talleristas se van, Samanta termina el día en Gloria, el restaurante de su pareja frente al Görlitzer Park, donde la bartender la recibe con una copa de su vino favorito y un vaso de agua . Allí siempre encuentra a algún amigo y, si no, se queda hablando con Dieter, el portero del edificio –Samanta lo dice en alemán, “Hausmeister”–, que ella adoptó como un nuevo abuelo. “Es un amor. Cada dos días, sin exagerar, nos hace una torta. Tiene 90 años y siempre vivió en el mismo lugar. Nos ha contado cosas increíbles; sus historias son oro puro. A veces, se sienta en la vereda y, cuando pasan otros viejitos del barrio, los va marcando: nazi, no nazi, nazi, no nazi.” El otro lado, siempre, acá nomás.

Schweblin habla de los textos que está escribiendo como si fueran caballos. Siempre hay uno, dice, que lidera la tropilla, mientras otros cuatro o cinco le muerden los talones. El primero, por supuesto, es al que más tiempo le dedica y, a medida que se acerca al final, concentra más y más su atención. En este momento, hay un claro ganador: desde hace unos años, todos los esfuerzos de Schweblin están puestos en una novela que espera publicar este año o el que viene.

Por supuesto, ya recibió ofertas de varias editoriales para publicar el texto, pero por el momento prefiere evitar compromisos. “Lo hago por cagona”, confiesa. “Quiero tener completo control sobre lo que hago hasta último momento. Me gusta la libertad de poder tirar todo a la basura si al final el texto no me gusta.”

- Vivís en Berlín, pero tus historias siguen atadas a Argentina. ¿Por qué?

- Argentina es mi país. Para mí, incluso hoy, lo natural es pensar historias que ocurren en Buenos Aires, no en Berlín. No es una decisión que tome, sino algo que exuda el texto: mi bagaje es el lugar donde nací, la clase media, la provincia de Buenos Aires.

- ¿De dónde creés que surge tu impulso de contar?

- Es algo que siempre me gustó. Cuando era chica, tenía una colección de 50 autitos, algo inédito para una nena. Los varones se acercaban entusiasmados para jugarme carreras, pero a mí no me interesaba: yo hacía actuar a los autos. En una hoja dibujaba el escenario –una casa, por ejemplo– y empezaba la acción. Cada auto era un personaje con una personalidad particular: no era lo mismo un Mustang que un Fitito. Los hacía actuar, los ponía en crisis, al borde de la muerte. En un momento me sentía súper adulta porque leía a Stendhal y, al mismo tiempo, me preguntaba por qué seguía jugando con autitos mientras otras chicas tenían novios. Me daba mucha vergüenza. Después me di cuenta de que, en ese momento, estaba jugando a escribir. Evidentemente, siempre tuve el impulso de armar lío sobre el papel.

Son las 6 de la tarde y, del otro lado de la ventana, en Berlín, hay silencio y oscuridad. Pero un sonido se repite al otro lado de la pared, hasta que se hace reconocible: una tos ronca que llega desde la habitación. Indica que la maratón de Stranger Things debe continuar.

- Queremos tanto a Samanta (Patricia Kolesnicov).

Schweblin es una narradora que nos asusta con el mismo miedo que cada uno guarda adentro

La amamos porque nos asusta con lo que tenemos dentro de la cabeza. Por lo menos yo.

Porque pone la mesa con precisión y no podemos más que servir la comida, comerla, atragantarnos, sufrir, correr al baño a vomitar y todo lo hemos hecho solos. Por eso la amamos (por lo menos yo). Dos ejemplos.

El primero, el cuento Un hombre sin suerte. Por razones de fuerza mayor –necesita agitar una tela blanca para que le abran paso hacia el hospital, porque su hija menor está en riesgo–, un padre le pide a la hija mayor que se saque la bombacha ahí, en el asiento de atrás. Pero, abracadabra, la salud de la nenita, que ya nos angustia, no es el foco. Llegan, llegan a tiempo. La mayor se queda esperando en el pasillo, pasa mucho rato. Llega un hombre, se sienta al lado, la saluda. ¿Se acuerdan de que está sin bombacha? El resto del cuento –no lo voy a contar– tendremos eso en mente mientras pasa lo que pasa. Pero todo, otra vez, lo haremos nosotros: Samanta tiene las manos limpias.

Segundo ejemplo: una bitácora, un texto, que escribe Schweblin para el festival Filba 2014. Funciona así: el festival elige un escritor y lo manda a algún lugar que le resulte, no sé, incómodo. Y tiene que escribir un relato. Schweblin fue al Bingo de Belgrano. A las dos de la tarde se mete en ese espacio nocturno marque lo que marque el reloj. Y tres horas después puede explicarlo todo de ese mundo. Aparece gente, gente mayor, que ha estado ahí hace años. Nosotros lo miramos de afuera, cancheros, con los ojos de ella, que no sólo no pertenece al bingo sino que vive en otro país: menos local no puede ser. Hasta que el tiempo parece haberse detenido también para ella y, ay, ¿podremos salir? Una amenaza que no vimos venir.

Por eso amamos a Samanta Schweblin, porque nos hace entrar, porque –como en las artes marciales que usan la fuerza del oponente– da miedo con el miedo de cada uno, lo pone afuera, lo expone, lo hace literatura.

(Juan María Fernández, Patricia Kolesnicov, Viva, Clarín)