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¿Somos todos enfermos mentales? (Miguel Espigado)

Hay un libro de enorme poder que no reside en un templo, ni en el Congreso. No lo conforman leyes humanas ni sagradas, y solo es leído por especialistas, pero ha condicionado la vida de millones de personas en los últimos años. Se llama DSM, también conocido como la Biblia de la Psiquiatría, y lo utilizan casi todos los profesionales de la salud para dictar quién sí y quién no es un enfermo mental.

Al menos así lo pinta Allen Frances, editor de este tratado cuyo nombre completo es Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales. Tras abandonar ese cargo, el eminente psiquiatra decidió entonar el mea culpa y escribió ¿Somos todos enfermos mentales? (Ariel, 2014), en el que nos confiesa cómo la última versión del DSM ha multiplicado el número de diagnósticos, convirtiéndose, junto con la industria farmacéutica, en un impulsor fundamental de la explosión de enfermedades mentales en Occidente.

En el mundo antiguo la única enfermedad mental era la locura, y con ella se catalogaba a cualquier infeliz lo suficientemente atípico como para que sus vecinos quisieran encerrarlo. Los estragos psicológicos que causaban las calamidades y miserias se consideraban padecimientos del espíritu, y la ciencia nada ofrecía para solucionarlos. Tardamos mucho en darnos cuenta de la utilidad de clasificar muchos de nuestros comportamientos como patológicos.
Dicen que vivimos en el siglo de la enfermedad mental, pero más bien vivimos en el siglo de su explotación masiva. Hemos descubierto que nos vienen bien, que nos son útiles más allá de su función curativa. El diagnóstico de tu salud mental puede decidir si vas a la cárcel o no por cometer un crimen; si te mereces una baja laboral, una indemnización, la custodia de tus hijos, cambiar tus últimas voluntades, un puesto de responsabilidad o una educación especial. El Sistema las asume como criterio determinante para decidir sobre tu destino.

Pensemos si no en cómo están afectando a nuestros niños las “epidemias” actuales de TDAH y autismo infantil, que comenzaron (oh, casualidad) cuando las farmacéuticas decidieron ampliar su mercado más allá de los adultos. Recuerdo la estupefacción que me produjo un póster de la Asociación Salmantina de Niños Hiperactivos en la farmacia de mi pueblo: “¿Tu hijo no escucha cuando se le habla? ¿No presta atención durante largo rato? ¿Corre y salta en situaciones en las que no debe? ¿Parece que tiene un motor interno que no le deja parar? ¿Tiene dificultades para organizar sus tareas? ¿Habla mucho y no piensa antes lo que dice?”.

Cuando subí este cartel a mi Facebook las reacciones no se hicieron esperar: “La profesora de infantil de mi hijo mandó a diecinueve familias a que les hiciéramos pruebas de hiperactividad y déficit de atención a nuestros niños. ¡diecinueve de veinticinco! Mi pediatra le escribió una nota diciéndole que la que tenía déficit de atención era ella” (Manuel, visitador médico); “Mi madre es maestra y ha tratado con cientos de niños, y no todos son iguales ni actúan como niños. El consumo de tabaco durante el embarazo está detrás de ese trastorno” (Ana, escritora); “Yo creo que el problema lo tenemos más los adultos, que en lugar de ver lo bonito de la diversidad en todos sus aspectos y lo especial de cada persona permitimos esta tendencia imperante hacia la estandarización…”(Carmen, profesora); “Es cierto que el cartel no transmite mucha seriedad, pero el TDAH es un trastorno real y muy serio” (Víctor, padre).

Como se ve, todavía algunos luchan por que se reconozca la existencia de estas enfermedades, aunque el problema actual parece ser justo el contrario. Una creciente inflación diagnóstica ha provocado que se apliquen tratamientos perjudiciales a demasiadas personas normales. En palabras de Allen Frances: “la normalidad ha sido asediada y se ha visto tristemente reducida […] vivimos en un mundo homogeneizado, y cada vez somos menos tolerantes frente a las diferencias o excentricidades individuales y tendemos a considerarlas enfermedades”.

Y no es solo cosa de especialistas; con el cambio de siglo muchos legos nos hemos vuelto psicólogos de pacotilla, y en lugar de juzgar a nuestros semejantes, los diagnosticamos: en lugar de llamarte malvado, te digo bipolar; en lugar de estúpido, dictamino que tienes déficit de atención. Ya no es que seas incapaz de disfrutar de la vida, es que estás deprimido. Y si te digo que tienes un problema mental no te estoy insultando, te estoy ayudando a ser normal. Las personas ya no deben redimirse, sino diagnosticarse, tratarse, medicarse: curarse de sí mismas. A esa frase que dice que mi libertad empieza donde acaba la de los demás, podíamos sumar hoy que mi anormalidad debe acabar donde empieza la normalidad ajena.

Cuando leo la descripción del TDAH del cartel de la farmacia de mi pueblo veo a un niño rebelde, que para mí es el caldo de cultivo de una persona rebelde. Lo que en mi infancia era un desasosiego y una distracción por las normas de los mayores, en mi madurez se convirtió en un desafío al stablishment. Y si estamos curando a los niños de la rebeldía, ¿de dónde saldrán los rebeldes del mañana? Antes una estricta moralidad (sobre todo religiosa) dictaba la manera en que debíamos adocenarnos; ahora se está usando la salud mental para lo mismo.

Pese a todo ello, hasta las luchas sociales se han lanzado al uso de los trastornos mentales, como si para hacer la revolución ahora necesitáramos una baja médica. Y así, en un artículo reciente de El Diario se nos informaba del llamado síndrome del desgaste profesional o burnout, “resultante de una exposición prolongada de las personas al estrés, que se traduce en ineficacia o, peor aún, fatiga crónica”. Desde esta perspectiva me pregunto si deberíamos concluir que los campesinos rusos hicieron su revolución aquejados por el “síndrome de la servidumbre esclava”, o los cubanos por un “trastorno por déficit de autogobierno”.

Parece que nuestras opiniones se recargan de verdad cuando las revestimos con el lenguaje científico. Pero revolucionarios, librepensadores y filósofos del pasado no necesitaron recurrir a la medicina para explicar la condición humana, pues poseían una mayor fe en las humanidades. La literatura, el arte y el pensamiento ya habían encontrado formas muy profundas para explorar y definir nuestro comportamiento. Y durante cientos de años narradores de todo tipo profundizaron en las posibilidades del lenguaje para explicar la condición humana desde la subjetividad, hasta llegar a la novela, a la que como dice Lodge, nada iguala en cuanto a riqueza, variedad y profundidad psicológica de su retrato de la naturaleza humana. Sin embargo, cada vez más despreciamos ese legado para abrazar la pseudociencia que hoy llena las librerías.

Quienes hemos padecido enfermedades mentales conocemos los enormes beneficios que la ciencia médica reporta para tratarlas. Pero cuando usamos la medicina y la farmacopea para curar nuestra humanidad en lugar de nuestras enfermedades, estamos pervirtiendo no solo lo que significa estar enfermo, sino también lo que significa ser humano.

(Ctxt, Contexto y Acción)