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¿Tristes o enfermos? De cómo la tristeza intensa se convirtió en Patología (Virginia Ballesteros)

En primer lugar, nos gustaría señalar que esta contribución se encuadra en una investigación más amplia, sobre lo que podemos denominar "procesos de patologización de la vida cotidiana". En este sentido, el caso de la depresión no es sino uno más, aunque posiblemente sea el más llamativo por la desorbitada prevalencia de la enfermedad en nuestra sociedad y, también, por la fama que han tenido fármacos como el Prozac. Pero realmente, si miramos de modo global la cuestión, hemos de percatarnos de que, en las últimas décadas, hemos asistido a una expansión del diagnóstico psiquiátrico. El trastorno por déficit de atención e hiperactividad -que se podría entender como una patologización de los comportamientos normales, si bien a veces molestos, de la infancia (Eisenberg, 2007)- o la fobia social -la patologización de la timidez (Lane, 2007)- son dos ejemplos de trastornos que han florecido en las últimas décadas. Para explicar este fenómeno, se pueden plantear dos hipótesis: la primera de ellas es que ahora contamos con mejores herramientas diagnósticas y por eso somos capaces de detectar enfermedades o trastornos mentales que antes nos pasaban desapercibidos -es decir, que ahora no hay un mayor número de enfermos, sino de enfermos diagnosticados-; la segunda hipótesis -la cual quiero defender- es que, en realidad, lo que estamos haciendo es considerar como patológicos estados del ánimo, comportamientos, personalidades... que antes considerábamos normales; es decir, que esa barrera que delimita la normalidad de la patología se está tornando cada vez más difusa y, además, se está desplazando, de modo que lo normal se ve más y más reducido.

En el caso del trastorno depresivo mayor, aportar algunas cifras nos ayuda a comprender por qué las proporciones de esta enfermedad suelen ser narradas en términos de epidemia. Mientras que décadas atrás se consideraba que la depresión afectaría alguna vez en sus vidas al 2-3% de la población occidental, las cifras actuales se sitúan en torno al 20% (Wakefield y Horwitz, 2016, p. 177). A estas cifras acompañan, en proporciones aún más alarmantes, las de consumo de fármacos antidepresivos. En Estados Unidos, en las últimas décadas, su consumo se ha incrementado más de un 400% (Pratt, Brody y Gu, 2011, p. 76). En Europa las cifras se han doblado también en cuestión de una década -siguiendo la progresión ascendente desde los ochenta-, dando por resultado el hecho de que hoy día consumen fármacos antidepresivos un 10% de los adultos de edad mediana (Wakefield y Horwitz, 2016, p. 180).

Para abordar este fenómeno, habitualmente se atiende a tres elementos: el primero de ellos es la introducción del DSM-III, en 1980; el segundo, la aparición de nuevos fármacos, llamados antidepresivos de segunda generación, que comenzó a finales de esa misma década, con el Prozac (fluoxetina) como máximo exponente, seguido de otros fármacos más o menos populares como Zoloft (sertralina) o Celexa (citalopram), todos ellos inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina; el tercer elemento es el entramado que forman las grandes farmacéuticas, los sistemas sanitarios públicos y las aseguradoras privadas.
En este trabajo nos centraremos en el DSM y en los aspectos más epistemológicos de la psiquiatría, aunque haremos referencia a otras cuestiones también. Así pues, nuestro objetivo será comprender el auge del diagnóstico y medicación del trastorno depresivo mayor, preguntándonos por su naturaleza y criticando su abordaje desde el paradigma médico-psicofarmacológico reinante en la actualidad.

- El trastorno depresivo mayor en el paradigma médico-psicofarmacológico.

El DSM-III marca un antes y un después en la práctica psiquiátrica, en tanto que vino a solucionar problemas acuciantes en la época en dos áreas. En la clínica consiguió establecer un consenso diagnóstico -necesario dada la enorme disparidad de diagnósticos según la escuela a la que perteneciera el terapeuta-; esto fue posible gracias a su -aparente, como veremos más adelante- estatus ateórico respecto a la etiología de los síntomas mentales -esto es, el DSM únicamente establecía agrupaciones de síntomas y determinaba unos criterios diagnósticos, pero no entraba en la consideración de la formación de los síntomas o de su tratamiento más apropiado-. Además, en el campo de la investigación se instauró igualmente como manual de referencia y logró crear una evidencia científica consistente. El DSM-III fue, por lo tanto, muy útil a la hora de lograr un consenso. Ahora bien, conseguir un consenso diagnóstico no implica que lo que se está definiendo esté apuntando a clases naturales; es decir, que todos los profesionales de la salud mental hablen en los mismos términos no implica que los criterios y las agrupaciones de síntomas que han elegido sean adecuados a la realidad. Nos gustaría aquí citar la opinion de Allen Frances (2014, p. 64) -quien sería presidente, años más tarde, del comité de redacción del DSM-IV- respecto de la redacción del DSM-III:

"El proceso no fue muy bonito de ver -tenía, más bien, la apariencia de una virtuosa 'performance' artística que de una deliberación científica-. Todas las reuniones seguían un patrón notablemente uniforme. Un grupo de sobre 8 ó 10 expertos serían virtualmente encerrados en una sala y no saldrían hasta llegar a un acuerdo [...]. Sus apasionados puntos de vista eran argumentados con la feroz determinación que proviene de la experiencia vivida, más que de los datos científicos, y parecía no haber manera racional de elegir entre las diferentes sugerencias [...]. Ésta es una terrible manera de desarrollar un sistema diagnóstico, pues quedaría sujeto a todo tipo de sesgos, pero era la mejor opción disponible en aquel momento".

Esta cita de Frances ilustra a la perfección el carácter consensuado de los criterios recogidos en el DSM-III y es aplicable, en mayor o menor medida, a las siguientes revisiones del popular manual.

Veamos ahora, pues, cuáles fueron los criterios que se establecieron para el trastorno depresivo mayor, recordando que su definición es crucial para entender el auge de su diagnóstico. Por cuestiones de extensión, no podemos entrar a considerar en detalle todos los síntomas necesarios para el diagnóstico ni tampoco las variaciones a lo largo de las distintas revisiones del manual: señalaremos únicamente que, en lo esencial, los criterios son prácticamente iguales desde el DSM-III al DSM-5 (1). Así pues, si una persona acude a consulta manifestando malestar (2) por los siguientes síntomas, durante la mayor parte del tiempo en un período superior a dos semanas, habría de ser diagnosticada de trastorno depresivo mayor: a) ánimo deprimido o triste, sentimiento de vacío; b) pérdida de interés en actividades que normalmente le resultaran placenteras; c) insomnio o hipersomnia; d) falta de energía, y e) dificultad de concentración. El problema de estos criterios es que son demasiado laxos respecto a los síntomas característicos del episodio depresivo, poco exigentes respecto a su duración y carentes de referencia al contexto. Este último punto es clave pues, si entre los criterios no se encuentra mención al contexto personal o social, no podremos evaluar si los síntomas que se manifiestan son una respuesta normal ante las adversidades de la vida o si se trata de una patología; es decir, el auge del diagnóstico del TDM se explica, en parte, por la confusión sistemática entre tristeza intensa normal y tristeza patológica. Un período de dos semanas en el que uno se siente triste, apático, insomne, falto de energía y descentrado puede ser perfectamente la manifestación de una tristeza normal, esto es, proporcional al contexto; por ejemplo, podemos pensar en una persona que no ha conseguido un deseado ascenso -o que esté desempleada- y que, además, atraviesa una crisis de pareja. ¿Acaso no sería normal que presentara esos síntomas durante un par de semanas o incluso más tiempo? ¿Diríamos que esta respuesta es anormal? Necesitamos, pues, el contexto para evaluar si una respuesta es normal o no lo es, para evaluar si la duración o la intensidad de los síntomas es proporcionada.

Al plantear la necesidad de referencia al contexto, no estamos sino sumándonos a muchas voces críticas con estas definiciones operativas. Dentro de ellas, consideramos particularmente valiosas las de Allan Horwitz y Jerome Wakefield, quienes en su libro 'The Loss of Sadness' definen el trastorno depresivo, precisamente, por la ausencia de un contexto apropiado para la aparición de dichos síntomas: es decir, los síntomas no son 'per se' patológicos -como se desprende de los criterios operativos-, sino que lo son cuando no hay un contexto que justifique su aparición, duración o intensidad. Horwitz y Wakefiled parten de un punto de vista evolucionista, donde la tristeza intensa -y otros síntomas- se entienden como mecanismos adaptativos de respuesta ante la pérdida; esto es, mecanismos que han sido fruto de la selección natural y, en tanto que han aportado algún tipo de ventaja evolutiva, permanecen hasta nuestros días. El trastorno aparecería cuando dichos mecanismos no funcionan adecuadamente; esto es, no funcionan según fueron "diseñados". Así pues, tenemos tres elementos para distinguir el funcionamiento normal del anormal. El primero de ellos es el contexto: los síntomas sólo deberían aparecer en respuesta a una pérdida, como puede ser una pérdida de estatus social o poder económico, la ruptura de una relación, el fallecimiento de un ser querido, etc., o también frente a situaciones crónicas de estrés. El segundo es la intensidad proporcionada: debe haber una percepción cognitiva adecuada, no distorsionada, de la situación; para juzgar la adecuación, se debe atender a criterios tanto culturales cuanto de significación individual. El tercer elemento sería la duración: la tristeza normal remite cuando desaparece el estresor o cuando se logra superar la pérdida.

Llegados a este punto, uno podría preguntarse por los motivos que llevaron a la no inclusión de referencias al contexto en el DSM. La respuesta la encontramos en la pretensión de cientificidad del manual, guiada por los deseos de la comunidad psiquiátrica de convertir dicha disciplina en una rama de la medicina e impulsada también por la necesidad de crear un consenso diagnóstico en la clínica y en la investigación. Desde esta perspectiva, es necesario eliminar cualquier interpretación o rasgo subjetivo para alcanzar la objetividad necesaria en las ciencias naturales; estamos ante una empresa neopositivista (Aragona, 2013). La 'ventaja' de esta desatención al contexto es que así es fácil crear evidencia consistente; la 'desventaja' es que se está obviando el hecho de que los síntomas necesitan ser interpretados a la luz de parámetros culturales e individuales. Además, es preciso hacer notar otro aspecto de dicho manual: el DSM aparece como una obra ateórica, es decir, que no entra a cuestionar la etiologia de los trastornos. Este aspecto fue también decisivo para su amplia aceptación, pues, en principio únicamente lista criterios operativos para el diagnóstico, sin entrar a considerar la formación de los síntomas mentales. Esto propició que especialistas de distinta orientación pudieran acogerse al manual. Ahora bien, hay que señalar que, bajo esta pretendida ateoricidad, se esconde realmente una limitación en la comprensión de los síntomas mentales: al no hacer referencia al contexto, ya se está decantando la balanza hacia el terreno interno individual y se está imposibilitando la comprensión de los síntomas como una respuesta adecuada.

Como ya hemos indicado al inicio, es preciso atender también al papel de los llamados antidepresivos de segunda generación, así como al entramado farmacéutico-sanitario. Por motivos de espacio, no podemos extendernos en estas cuestiones, pero sí que consideramos necesario apuntas dos cosas. La primera es que la relevancia de los nuevos antidepresivos no reside en su mayor eficacia en el tratamiento de la depresión, sino en sus menores efectos secundarios; ello facilitó la prescripción por parte de los profesionales de la salud y el consumo por parte de los pacientes (Frances, 2014, p. 92). La segunda es que no podemos pasar por alto la importancia de las presiones de la industria farmacéutica en la expansión del diagnóstico y su tratamiento farmacológico -bien sean a través de la financiación de la investigación, de la publicidad al público general, de la formación a profesionales de la salud mental...-, así como el diseño de las estructuras sanitarias públicas -con poco tiempo que dedicar a escuchar al paciente- o privadas -donde, para conseguir asistencia, se precisa de un diagnóstico preciso.

La suma de todos los factores expuestos, en relación de 'feedback' permanente, lleva hacia un paradigma médico-psicofarmacológico, donde las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro y su cura reside en la corrección farmacológica de la disfunción o desequilibrio cerebral (Sanjuán, 2016, p. 26). Así, 'grosso modo', la depresión se presenta como un déficit de serotonina, que se soluciona mediante fármacos que inhiben su recaptación.

Además, el despegue de las neurociencias a partir de los noventa acaba por instaurar un reduccionismo de corte biologico, que hoy se halla presente en buena parte de la psiquiatría. No son pocos quienes ven en el desarrollo de las neurociencias las herramientas necesarias para dotar a la psiquiatría y al diagnóstico psiquiátrico de la cientificidad que una rama de la medicina precisa: en las neurociencias encontraríamos, pues, la solución a los problemas de inflación de diagnóstico psiquiátrico, en tanto que nos permitirian discernir con claridad, objetivamente, quién está enfermo y quién no, sin tener que recurrir a algo 'tan poco científico' como es la narración en primera persona y su interpretación. Obviamente, esto tiene un impacto nada despreciable en la subjetividad: comprender el malestar como un desequilibrio bioquímico diluye la cuestión de la responsabilidad individual y social. En el terreno individual, se entiende que la solución al malestar no pasa por la participación activa en una psicogerapia, sino que la farmacoterapia, pasiva, aparece como la mejor vía. En el terreno social, las estructuras públicas que se despliegan para aliviar el sufrimiento individual proporcionan acceso a los psicofármacos, pero cada vez menos a la psicoterapia. Además, si localizamos el trastorno únicamente en el terreno interno individual, sin referencias al contexto social, carece de sentido la reflexión y la responsabilidad colectiva por el sufrimiento del individuo, puesto que éste nunca aparecería como respuesta proporcionada, normal, a las condiciones sociales o culturales.

- La naturaleza híbrida de los síntomas mentales.

Por fortuna o por desgracia, lo cierto es que, tras décadas de investigación biológica, aún no se ha encontrado un solo biomarcador que pueda emplearse en la clínica para el diagnóstico de trastornos mentales (Sanjuán, 2016, p. 30). Así pues, frente a aquellos que consideran que para solucionar los problemas a los que nos ha llevado el paradiga médico-psicofarmacológico, debiéramos apostar con mayor contundencia por él, nosotros deseamos defender que la propia naturaleza de los objetos de la psiquiatría -esto es, de las enfermedades y síntomas mentales- no permite esa aproximación reduccionista.

Siguiendo lo propuesto por la Escuela de Cambridge -con Germán Berrios a la cabeza-, hemos de hacer notar la naturaleza híbrida de los objetos de la psiquiatría: son híbridos en tanto que una parte de su naturaleza es biológica, pero otra parte es constructo cultural, social, dialógico. En un editorial que lleva por título "La psiquiatría y sus objetos", Berrios defiende que los síntomas y los trastornos mentales no son entidades físicas, como las flores o los tumores cerebrales, y tampoco son entidades abstractas, como las virtudes o los símbolos, sino que son el resultado de un complejo proceso en el que las señales cerebrales son configuradas por códigos culturales. Así pues, la explicación psiquiátrica tiene que darse en dos ámbitos: en el de las causas y en el de las razones, en el del cómo y en el del porqué. La psiquiatría precisa de una epistemología regional porque sus explicaciones no pertenecen enteramente al reino natural, pero tampoco enteramente al reino cultural. Necesitamos las neurociencias para entender los síntomas mentales, pero también la hermenéutica para comprender su significado. La historia nos enseña que los objetos de la psiquiatría no se pueden tratar sin hacer referencia al contexto en el que aparecen: es preciso atender a "las respuestas emocionales, cognitivas y administrativas, así como a las representaciones que las sociedades formulan para tratar con aquellos de sus miembros que son consensuadamente considerados diferentes, problemáticos, locos, desviados, etc." (Berrios, 2011, p. 179). Por lo tanto, la psiquiatría no puede aspirar a la formación de objetos transculturales y transhistóricos.

Por todos estos motivos, no podemos obviar el hecho de que, antes de acudir a las neurociencias -a la neuroimagen, a la neuroquímica...- para descubrir la enfermedad inscrita en la biología, habremos de haber definido el trastorno que estamos buscando; es decir, que únicamente podremos identificar un trastorno psiquiátrico en el cerebro cuando hayamos declarado un determinado comportamiento, personalidad, etc., como patológico; solo entonces podremos acudir a la biología en busca de una correlación. Los hallazgos de las ciencias naturales no pueden, por sí mismos, encontrar trastornos mentales, sino que la intervención previa de las ciencias sociales es necesaria (Marková y Berrios, 2012). En el caso que nos atañe, hasta que no hemos descrito los síntomas de la depresión y hemos establecido un criterio diagnóstico, no podemos interpretar los datos que nos ofrecen las neurociencias. No podemos ver una resonancia magnética cerebral y determinar que estamos ante un cerebro deprimido anormalmente: es posible que, sencillamente, estemos ante un cerebro que responde adecuadamente ante las adversidades de un medio; es posible que estemos ante un mecanismo adaptativo. Por lo tanto, aquí se abre una problemática axiológica, en la que cuestiones de valor han de aparecer a la hora de realizar el diagnóstico psiquiátrico (3). Ya hemos explicado, apoyándonos en Horwitz y Waefield, que, para evaluar la adecuación de una respuesta emocional, es preciso atender a los valores fijados por la cultura del individuo y también a la propia significación personal. Pero es preciso también realizar una crítica a los valores impuestos por la cultura, puesto que, si no, la psiquiatría se convertirá en una herramienta que sencillamente facilite la adaptación del individuo al medio, sea cual sea éste.

Para concluir, nos gustaría apreciar que, obviamente, esta vertiende normativa de la psiquiatría no es nueva y mucho se ha hablado ya sobre ella. Lo que sí creemos que es novedoso es la forma bajo la cual se presenta hoy día, patologizando aspectos de la vida cotidiana bajo la pretendida legitimación científica que le otorga el paradigma médico-psicofarmacológico.

- Bibliografía.

Aragona, M. (2013), «Neopositivism and the DSM psychiatric classification. An epistemological history. Part 2: Historical pathways, epistemological developments and present-day needs», History of Psychiatry, n.º 24 (4), pp. 415-426.

Berrios, G. (2014), «Psiquiatría y sus objetos», Revista de Psiquiatría y Salud Mental, n.º 4, pp. 179-182.

Eisenberg, L. (2007), «Commentary with a Historical Perspective by a Child Psychiatrist: When “ADHD” Was the “Brain-Damaged Child”», Journal of Child and Adolescent psychopharmacology, n.º 17 (3), pp. 279-283.

Frances, A. (2014), Saving Normal: An Insider’s Revolt against Out-of-Control Psychiatric Diagnosis, DSM-5, Big Pharma, and the Medicalization of Ordinary Life, Nueva York, HarperCollins.

Lane, C. (2007), Shyness: How Normal Behavior Became a Sickness, Nueva York, Yale University Press.

Marková, I. y Berrios, G. (2012), «Epistemology of Psychiatry», Psychopathology, n.º 45 (4), pp. 220-227.

Pratt, L., Brody, D. y Gu, Q. (2011), «Antidepressant Use in Persons Aged 12 and Over: United States, 2005-2008», NCHS Data Brief, n.º 76, pp. 1-8.

Sanjuán, J. (2016), ¿Tratar la mente o tratar el cerebro? Hacia una integración entre psicoterapia y psicofármacos, Bilbao, Desclée de Brouwer.

Wakefield, J. (2015), «The Loss of Grief: science and pseudoscience in the debate over DSM-5’s elimination of the Bereavement Exclusion», en S. Demazeux y P. Singy (eds.), The DSM-5 in Perspective, Dordrecht, Springer.

Wakefield, J. y Horwitz, A. (2016), «Psychiatry’s Continuing Expansion of Depressive Disorder», en J. Wakefield y S. Demazeux (eds.), Sadness or Depression? International Perspectives on the Depression Epidemic and Its Meaning, Dordrecht, Springer.

(Notas):

(1) El cambio más relevante sería referente a la eliminación de la "exclusión del duelo" en la última versión del manual. Para más información, puede consultarse Wakefield (2015).

(2) El malestar ha de ser "clínicamente significativo", pero qué significa exactamente "malestar clínicamente significativo" no es algo que quede definido, por lo que podemos asumir que una persona que acude a consulta expresando tales síntomas está manifestado algo significativo en la clínica.

(3) Allen Frances parece tenerlo bastante claro cuando defiende la necesidad de no perder de vista la máxima utilitarista que nos exhorta a hacer el mayor bien al mayor número de personas a la hora de trazar la arbitraria línea divisoria entre lo normal y lo anormal (Frances, 2014, p. 5).

(Universidad de Valencia)