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‘Yo soy una antología. 136 autores ficticios’ (Fernando Pessoa). Toda una literatura

‘Yo soy una antología. 136 autores ficticios’. Fernando Pessoa. Traducción de Nicolás Barbosa López. Edición de Jerónimo Pizarro y Patricio Ferrari. Pre-Textos. Valencia, 2018. 527 pp.

En la célebre carta –incluida en los apéndices de esta edición– al crítico Casais Monteiro en la que Fernando Pessoa (1888-1935) explicaba el origen y función de sus heterónimos más conocidos y productivos –Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos, más el “semiheterónimo” Bernardo Soares– , escamoteaba el autor el dato, que ahora entendemos como revelador, de que las personalidades ficticias a las que había encomendado lo mejor y más significativo de su propia obra no se reducían a los cuatro nombres citados, y que el fenómeno mismo de la heteronimia no había surgido en él como consecuencia de la experiencia epifánica por la que le fueron deparados, en un solo “día triunfal” –8 de marzo de 1914–, los treinta y tantos poemas en los que se le reveló la voz de Caeiro, el primero de los heterónimos y maestro de los otros y del propio Pessoa; sino que, por el contrario, la invención de personalidades ficticias era un procedimiento al que el autor se venía entregando desde sus propios comienzos como escritor, en plena adolescencia, y que la suma total de los “nombres con que Pessoa firmó textos, o [a quienes] encomendó funciones” alcanza los ciento treinta y seis compilados en la edición que nos ocupa, en la que se descartan otros setenta y siete nombres postulados por otros investigadores y cuarenta y nueve registros más de los que no hay más datos que una simple mención o una firma.

El lector puede sentirse abrumado por estas cifras; y es fácil que, al adentrarse en la erudita pesquisa que le proponen Jerónimo Pizarro y Patricio Ferrari, responsables y compiladores de Yo soy una antología, termine perdiéndose en la intrincada red de parentescos, débitos literarios mutuos y autorías fluctuantes que une a estos ciento treinta y seis escritores conjeturales ideados por la imaginación de Pessoa. Pero esa segura desorientación quizá sea lo de menos. ¿Tiene alguna importancia, por ejemplo, que el autor a quien Pessoa quiso llamar –está claro que humorísticamente– “Dr. Nabos” sea o no el mismo a quien más adelante llama “Dr. Neibas”, en lo que parece una transcripción de la pronunciación inglesa del nombre anterior? Lo que se advierte en estos detalles, y en muchos otros –por ejemplo, que muchos de estos autores se multipliquen en varios hermanos del mismo apellido, que otros escriban cartas al propio Pessoa o a sus conocidos, que algunos sean voces mediúmnicas que se han manifestado en sesiones de espiritismo, etcétera– es que el humor no suele estar lejos de estas creaciones pessoanas e incluso puede postularse, al menos en la fase anterior al mencionado “día triunfal”, que fue el principal motor de las mismas.

Las primeras, en efecto, surgieron cuando el adolescente Fernando Pessoa vivía y estudiaba en la ciudad surafricana de Durban, hasta 1905, y se expresaba literariamente en inglés. Y tienen un indudable sabor inglés las charadas, los enigmas y demás bromas que diseñó para O Palrador [“El Parlador”], un periódico manuscrito que Pessoa confeccionó entre 1901 y 1902 y para el que concibió una primera pléyade de corresponsales y colaboradores, definiendo así un modo de proceder que duraría hasta las vísperas mismas del “día triunfal”: la elaboración de ambiciosos proyectos colectivos para los que, antes que buscar colaboradores reales, el autor prefiere inventar aquellos que específicamente necesita y ofrecen el perfil más idóneo. Es lo que ocurrirá, por ejemplo, con la editorial Ibis (1909), un complejo y efímero proyecto para el que diseñó todo un elenco de traductores, tratadistas y colaboradores. De estos y otros proyectos dejó Pessoa detallados bosquejos en los que asignaba trabajos concretos, y a veces primeras versiones o bosquejos de los mismos, a los diversos autores inventados.
No es de extrañar, por tanto, que cuando, en plena madurez creativa, conciba el proyecto de refundar la literatura portuguesa, recurra al mismo procedimiento: inventar un maestro (Caeiro), asignarle discípulos (Reis, Campos) y crear alrededor de uno y otros una tupida red de estudiosos, exégetas, polemistas, etcétera, que remedasen la existencia de una sociedad literaria en la que arraigasen las propuestas de esos adelantados.

Pero más llamativo incluso que este ambicioso proyecto de refundación es el hecho de que, aparentemente al margen de estos propósitos claramente enunciados, la inagotable imaginación del poeta portugués produjera otras figuras cuyo rasgo más llamativo es el absoluto aislamiento o la más inabordable soledad: por ejemplo, el barón de Teive, a quien encomendará la redacción de un opúsculo, La educación del estoico, en el que el imaginario autor anuncia su suicidio y desgrana las razones por las que una mente privilegiada y unas circunstancias que predisponían a la felicidad no le bastaron para consagrar su existencia a una labor cuyo fruto necesariamente iba a quedar por debajo del ideal de perfección que su propia inteligencia le ponía por delante. El desolador opúsculo de Teive, en efecto, extiende su crítica a autores que, como Leopardi o Antero de Quental, convirtieron sus flaquezas humanas en fundamento de su visión pesimista del mundo: “¿Cómo puedo enfrentarme con seriedad y con pena al ateísmo de Leopardi si sé que ese ateísmo se curaría con la cópula?”. De nuevo, se entrevé un soterrado humorismo, no solo en la concepción del personaje, sino en la crítica que este hace de la tradición literaria occidental. Y, sin embargo, por encima de ese humorismo se impone la percepción de la grandeza del propio Teive al tomar, como el lord Chandos de Hofmannsthal, la opción del silencio.

Pessoa consuma así una vez más el triple logro, no solo de encontrar un procedimiento eficaz para encauzar su propia producción literaria, sino también de proponer a la posteridad una figura ficcional memorable y dotarla de una voz reconocible. El escritor Pessoa habla a través de tales voces, pero deja también que éstas expresen el pensamiento individual e intransferible de los autores que les sirven de soporte. Llama la atención, sin embargo, que no siempre esas voces ficticias respondan a personalidades que encarnan diversos aspectos del complejísimo proyecto intelectual del propio Pessoa. Así, en el texto asignado a una tal María José, cronológicamente la última de sus heterónimos, deja que ésta se presente como una humilde jorobadita e inválida que, desde su balcón, se ha enamorado de un tal “señor Antonio” que pasa diariamente por su calle y nunca ha reparado en ella. Aunque, como sagazmante indican los editores de esta compilación, el pesimismo y el dolor que expresa esta desgraciada mujer sin cultura ni ambiciones intelectuales no andan lejos de los que anidan en la mirada del también acérrimo pesimista Álvaro de Campos.

Puede decirse, así, que el bullente hormiguero humano que Pessoa llevaba en la cabeza cumple su ciclo: desde el desenfado juvenil y deportivo de los personajes que firman charadas o se retan intelectualmente en sus escritos juveniles a la absoluta renuncia a toda esperanza que caracteriza a figuras crepusculares como Soares, Teive o la humilde María José. Queda así cartografiada, no ya la obra más o menos compleja de un autor, sino toda una literatura –o varias: recuérdese que estos heterónimos se expresan en más de un idioma– que, como la de Juan Ramón Jiménez y otros que no solo dejaron obras terminadas, sino el esbozo de muchas otras, quizá haya todavía de depararnos alguna que otra sorpresa más.

(José Manuel Benítez Ariza, CaoCultura)