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Raro, raro... (Marinella Terzi)

Tengo quince años y ya he dado el estirón, dice mi madre. Si es cierto, me quedaré con una altura de 1,60 y un pie del 37. No es ni mucho ni poco. Del montón, vaya. Lo digo porque, aunque pueda parecer intrascendente, saber mi número de zapato es importante para esta historia.

Tengo unas zapatillas de la marca Converse. Bueno, no; eso quisiera yo: que fueran Converse. Pero, como os podéis imaginar, mi paga de chica de quince años de familia media baja no me permite ciertos despilfarros. Desde luego, las zapatillas son de marca, pero vete a saber de cuál. El caso es que el diseño es muy, muy parecido, y me encantan.

Las compré hace cosa de un mes, y nunca las he estrenado. Raro, raro... ¿verdad?
Veréis... Iba yo por la calle Conde de Peñalver cuando me quedé mirando el escaparate de un bazar oriental de esos tan típicos ahora mismo en las grandes ciudades. Había ropa, había centros de flores de plástico, había utensilios de cocina y había zapatos, sandalias, deportivas... De repente, las vi: eran la ilusión de mi vida: blancas, de cordones, con puntera y ojetes, con una línea azul y una roja bordeando la suela. Chulas. Y lo más importante es que valían muy poco dinero. Ésa era mi ocasión, entré muy decidida. Miré el expositor y observé que las únicas blancas que había allí eran del 39. Buf, enormes. Le pregunté a la dependienta. La joven no conocía muy bien nuestro idioma, pero nos entendimos. Me dijo que me probara unas azules que sí eran del 37. Como se trataba del mismo modelo, le hice caso. Me iban perfectas, como un guante. Ella me pidió que esperara, se metió en la trastienda y trajo una caja con unas zapatillas iguales pero blancas, con un 37 de color rojo marcado en el cartón y en la suela. Asunto arreglado. Pagué, me las metió en una bolsa y me fui para casa. Contentísima.

Era sábado. Mis padres habían ido a la compra y los gemelos tenían su habitual entrenamiento de fútbol. En resumidas cuentas: no había nadie en casa que me pudiera jalear la compra, o recriminármela. Abrí la caja y miré mis Converse con embeleso. De pronto, se me instaló un nudo, tan duro como una pieda, en el estómago. Las vi muy grandes, gigantescas, diría yo. Me quité los zapatos y me las probé con rapidez. Lo dicho, gigantescas. Me sobraba más de un dedo de zapatilla por detrás. El problema no se arreglaba ni poniéndome tres pares de calcetines gruesos. Miré la hora en el móvil. Todavía era temprano, así que volví a meterlas en la caja, y ésta en la bolsa, comprobé que tenía el tique y me fui de nuevo a la tienda de Conde de Peñalver. A paso ligero porque, no sé, tenía un mal presentimiento. Llegué a la una y cuarto del mediodía y aparentemente todo seguía igual. Allí estaba la tienda, el escaparate, la ropa, las flores de plástico, los utensilios de cocina y las Converse. Eché mano al pomo de la puerta, pero fue imposible, no pude abrir de ninguna de las maneras. Por más que empujé, no había forma, la puerta de cristal no se movía. En resumidas cuentas, estaba cerrado. Busqué y busqué un rótulo que me lo confirmara. Pero no lo encontré, ni tampoco un horario de apertura y cierre. Nada de nada. ¿A quién se le ocurría cerrar un bazar oriental a la una y cuarto del mediodía de un sábado? Pensé que tal vez la dependienta hubiera tenido que salir para hacer un recado, o por una urgencia. Así que decidí esperar un rato. Estuve dando vueltas a la manzana hasta las dos, pero nada cambió. Finalmente me volví a casa, cansada y de mal humor. Mañana sería otro día.

Volví el domingo con las zapatillas bajo el brazo. Nada que hacer. Cerrado a cal y canto. Debía de ser el único bazar oriental de la capital que cerraba los domingos. Increíble. Volví el lunes, el martes y el miércoles, siempre por la tarde, a la salida de clase. Nones. Naranjas de la China. Que si quieres arroz, Catalina. No, no me he vuelto loca. Con tres expresiones que emplea mucho mi abuela cuando quiere decir que no hay manera de que ocurra lo que ella desea y está claro que ahora mismo me vienen como anillo al dedo porque la tienda continuaba cerrada. ¿Se tenía que ir a pique precisamente cuando yo quería cambiar las Converse? Vaya mala pata.

Dejé pasar unos días porque no quería obsesionarme. Pero el sábado quedé con mi amiga Marga para dar una vuelta por El Retiro, aprovechando la llegada de la primavera. De regreso a casa, pasamos por el bazar oriental de pura casualidad. Estaba abierto y yo no llevaba las zapatillas. Madre mía, casi me doy de cabezazos contra la pared. Marga me miraba y se reía sin parar. Decidí entrar y le pregunté a la dependienta si había algún inconveniente en cambiármelas por mi número real. Me dijo que claro que no, que las llevase y me daría otras sin problema. Le pregunté qué horarios tenía y ella me soltó una retahíla en chino de la que no entendí absolutamente nada.

Volví con las zapatillas a los dos días, a los tres y un montón de veces más. Y sí, lo que os imagináis, cerrado y bien cerrado. En fin, ya no me queda nada más que contaros. Ha pasado un mes y yo sigo con mis queridas Converse en el armario. Relucientes, perfectas e inmensas. Creo que ya sólo me queda la posibilidad de venderlas en eBay. Tal vez me saque un dinerito por ellas.

(Supergesto, enero-febrero 2020)