En la década de 1860 los químicos franceses no juraban sino por Pasteur. Todos creían en él tanto como los románticos de 1830 en Víctor Hugo. Este químico, físico, matemático y bacteriólogo francés es uno de los grandes héroes científicos de todos los tiempos. Inventó la pasteurización y el principio de la vacuna que todavía hoy aplicamos
"El rol de lo infinitamente pequeño es infinitamente grande" (Louis Pasteur)
"Ser científico implica estar convencido de que has descubierto algo importante, sentir deseos de proclamarlo y, pese a ello, obligarte a ti mismo durante semanas, y a veces años, a rebatir el propio descubrimiento y refrenarte de anunciarlo hasta agotar cualquier hipótesis contraria"
"Dios en el Génesis ya dice que se creó al hombre para reinar sobre los animales. El problema fue que Dios se olvidó de mencionar a los microbios. Son los únicos a los que el hombre nunca ha podido domar"
Lograr entrevistar a Pasteur no fue fácil. Sabíamos que tenía misofobia y no quería acercarse ni loco a una ciudad como Madrid, tan afectada por el coronavirus. Aun así, aprovechando que entrábamos en la desescalada, pude contactar con una historiadora de la medicina y a través de ella congregar a siete virólogos en una habitación del Hospital Clínico San Carlos donde, juntando todos las manos enguantadas, murmurando detrás de las mascarillas, encendiendo velas en su honor, cada cual con un vaso de leche pasteurizada delante, conseguimos que la 'ouija' encima de la mesa empezase a moverse. La médium que habíamos contratado fue la primera en preguntar: "¿Eres Louis Pasteur?"
La aguja se movió sobre el tablero. Se acercó a la casilla del sí. Mis compañeros cerraron los ojos. La médium me murmuró al oído: "Tú, primero. Es todo tuyo". Di un trago a mi leche pasteurizada. Aprovechando que los demás callaban, encendí la grabadora y escruté la oscuridad. En la silla que teníamos preparada en la cabecera de la mesa se materializó paulatinamente la figura de un señor bajito, grueso, con levita decimonónica y expresión tremendamente adusta. Yo sabía que tenía la misma fobia a la suciedad que Michael Jackson, de modo que no me sorprendió cuando vi que lucía una mascarilla FFP4 mientras nos observaba a unos y otros con unos ojos azules y penetrantes. Tenía una frente altísima.
- Perdone que le saquemos de esta manera de su confinamiento, señor Louis -le dije en francés-, pero entenderá mi insistencia. En un momento como el actual, donde todo el mundo está como loco buscando la vacuna contra el coronavirus, me parecía importante entrevistarle. Nadie sabe más de la guerra contra los microbios que usted, que la inició, y en 'tintaLibre' necesitábamos conocer su opinión sobre lo que está sucediendo.
- 'Bien sûr'. Estoy al tanto de la gravedad de la situación y puedo decirle que todos los científicos muertos la estamos siguiendo con grandísimo interés. Hacía mucho tiempo que no nos fijábamos tanto en la actualidad. Pregunte, por favor.
- Ya veo que la moda de las mascarillas quirúrgicas les ha llegado, y eso que ustedes vivieron plagas mucho peores. La historia aún recuerda la primera epidemia de peste bubónica en tiempos de Justiniano, en el año 541, y sobre todo la del siglo XIV, que mató a 25 millones de europeos, un porcentaje altísimo de la población. Y después de eso los diferentes brotes de peste, cólera, tifus, etc., han seguido haciendo escabechinas tremendas. Hasta que usted llegó en el siglo XIX y explicó el origen bacteriológico de estas enfermedades, se apuntaba a Dios, a los pecados o a los inmigrantes. A partir de usted la gente se dio cuenta de que no había ningún flagelo divino, sino que todas estas enfermedades eran propiciadas por el crecimiento y reproducción de gérmenes microscópicos. Supongo que le hará ilusión saber que gracias a la introducción masiva de la vacunación, la OMS estima que, en el año 2018 se ha evitado la muerte de entre dos y tres millones de personas en el mundo y que si se generaliza todavía más, se pueden salvar entre uno y cinco millones más. Son unas estadísticas extraordinarias y la humanidad tiene, en concreto, una deuda muy particular con una única persona: usted.
- 'Je me sens honoré, messieurs et dames'.
- Digamos que hasta que usted apareció poca gente estaba buscando las soluciones con microscopio. Pero aclare una cuestión. ¿Cómo llegó un químico de formación a enfrentarse con los pocos medios de su época a enfermedades tan imponentes como la rabia, el cólera o el tifus?
- Pues fue muy paulatino. Yo empecé trabajando en la cristalografía. De ahí pasé a analizar el proceso de la fermentación acética en el vinagre, y la experiencia con el vinagre me llevó a estudiar las enfermedades que atacan a los vinos: 'la tournée', 'l'amer' y 'la grasse', principalmente, que estaban produciendo millones de pérdidas a mis compatriotas viticultores...
- Y fue cuando descubrió usted la pasteurización.
- Y fue cuando descubrí que al calentar los líquidos a partir de cierta temperatura se mataba a los gérmenes. Eso hacía que la leche y el vino durasen más, en efecto. Mi país pasó entonces a pedirme que me ocupase de las enfermedades de los gusanos de seda, de los que, por cierto, no sabía absolutamente nada, salvo que había detrás una gran industria. Y por último di en interesarme por las enfermedades humanas. La enfermedad fue el hilo conductor de todos mis estudios. Lo que pasa es que, en un principio, me concentré en aquellas que afectaban al vino y a los animales y solo hacia el final de mi vida abordé las del hombre. Pero siempre pretendí servir a la humanidad y mi manera de hacerlo fue luchando contra las enfermedades importantes que estaban afectando a mi país. Siempre fui, ante todo, un patriota.
- Ya sabemos que usted creció en la época del Imperio y tuvo una relación muy cercana con Napoléon III y con su esposa, quienes estimaban mucho sus descubrimientos y financiaron sus experimentos. Hubo un momento en el cual el emperador le dijo que le sorprendía que usted no hubiese sacado más provecho de un invento como la pasteurización que procuró millones de beneficios a los viticultores franceses, y usted le contestó que cualquier científico se habría sentido degradado por algo así. ¿Es eso cierto?
- 'Absolument'. Era mi ética. Patria y trabajo. Eso fue lo que me enseñó mi padre. Él era un curtidor que había luchado en las tropas napoleónicas durante la guerra de España. Apenas tuvo instrucción. Por eso siempre me animó a continuar con mis estudios y triunfar académicamente.
- Usted fue un exponente de lo que se puede llamar, por contraposición al sueño americano, el sueño francés, que es el éxito a ravés de la enseñanza pública. Tanto usted como Camus, Sartre o incluso Rimbaud, por poner un puñado de ejemplos, son, cada cual a su manera, el fruto notable de la Educación Nacional francesa. Los alumnos más aventajados de los húsares negros de la República. Usted mismo siempre tuvo un profundo respeto por la jerarquía administrativa y trabajó toda su vida con dureza para encaramarse a ella. Usted siempre quiso ser profesor y dijo que prefería ser el primero de la clase a recibir mil aplausos por su pericia con los pinceles, su gran afición en la juventud...
- Es cierto que siempre me gustó la jerarquía universitaria y que la respeto. Trabajé muy duro para entrar en la Escuela Normal y, aunque aprobé el examen a la primera, como la puntuación no me pareció lo suficientemente buena, retrasé mi ingreso un año hasta que ya sí obtuve la cuarta mejor nota en el examen. Entonces me trasladé a París.
- ¿Quiere contarnos algo de su infancia? Tengo entendido que tuvo usted mucho apego a su tierra natal.
- Todo el mundo sabe que yo nací en Dole, una pequeña localidad del Franco Condado, llena de artesanos y viñedos. Mi bisabuelo todavía era un siervo de la tierra y toda mi familia permaneció siempre apegada a la tierra. De mi padre heredé la voluntad, la terquedad, el sentido común de los campesinos. De mi madre, la intuicion, la bondad y un cierto gusto por la poesía. De hecho, me consideraban un artista porque yo era bueno con las acuarelas. Había quien quería que fuese pintor, pero mi padre consideraba que no era una cosa seria. Él quería verme triunfar en lo académico y al final se salió con la suya. Aunque al principio yo no era un estudiante que destacara, sino que era más bien perezoso, en cuanto llegué al liceo ya despunté hasta el punto de que me consideraron listo para la Escuela Normal. El problema fue que nada más llegar a París, a los 16 años, me entró la morriña. Mis profesores me vieron tan mal que escribieron a mi padre. Este decidió traerme de vuelta a casa y a partir de ahí hice mis estudios en Besançon, mucho más cerca. Siempre fui una persona profundamente tradicional y apegada a mis raíces.
- ¿Y es por eso por lo que llegó a presentarse como senador por el Partido Conservador? En su época se le consideraba cercano a la extrema derecha.
- Siempre he tenido valores tradicionales. El honor, el deber, la patria. Pero no se olvide de que yo viví la guerra contra Prusia que puso fin al Imperio y que el patriotismo era la religión de aquella epoca.
- Ha dicho antes que usted llegó al final de su vida a interesarse por las enfermedades de la humanidad. Pero también es cierto que a lo largo de su vida siempre tuvo contacto con ellas.
- Yo y cualquier persona del siglo XIX. Ahora, todos ustedes, en el siglo XXI, han asumido como natural cosas que en mi época no lo eran tanto. La higiene y desinfección en los hospitales, por ejemplo. En la Francia de mi tiempo, tres de cada 10 parturientas morían en el momento de dar a luz solo porque las condiciones higiénicas no eran idóneas. Una de mis mayores obsesiones y de las mayores victorias en vida fue lograr que se higienizasen los vendajes y se desinfectasen por sistema las ropas y herramientas de los médicos en los hospitales. Eso causaba muchas muertes absurdas. Digamos que cuando cobré conciencia de la peligrosidad de los gérmenes, me volví un maniático de la limpieza. Ya sabrá usted que nunca doy la mano y que limpio muy cuidadosamente mi plato y mis cubiertos antes de cada comida, un tipo de conducta que no era habitual ni siquiera entre los médicos. Muchos ni se limpiaban las manos antes de operar, y así sucedía lo que sucedía. La generalización de los métodos antisépticos en los hospitales fue importantísima para rebajar la mortandad de los pacientes.
- En el siglo XIX había muchas enfermedades, me imagino.
- Muchas y muy graves. Para que se haga usted una idea, cuando yo era joven la esperanza de vida de un hombre de clase media era de 45 años. Y cualquier campesino podía estimarse afortunado si pasaba de los 25. En mi propia familia, en 1819, mi hermana de tres años, Jeanne-Emile, sufrió una encefalitis. Una inflamación del cerebro le causó un daño cerebral permanente, paralizada para toda la vida. A los ocho años vi cómo llevaban a una decena personas del pueblo a los que había mordido un perro rabioso al herrero, donde cauterizaron sus heridas con hierro al rojo vivo. Los chillidos que daban eran horribles y, pese a eso, todos murieron. Yo veía aquello y sentía ganas de entender qué era lo que sucedía y de aliviar el dolor de toda aquella gente. Todavía en la década de 1860, de cinco hijas que tuve, tres murieron de fiebre tifoidea.
- Y, sin embargo, arrancó ustd con la cristalografía.
- Fue mi primera investigación, exacto. En mi tesis doctoral probé que las moléculas no eran todas simétricas, como se creía entonces, sino disimétricas. Pero muy rápidametne pasé a analizar los microbios nocivos en el vinagre y el vino y a interesarme por esos enemigos pequeñísimos que tan grandísimo daño estaban haciendo. Hoy se habla mucho de la guerra contra el virus, pero yo fui el primero en tomar conciencia de que aquel era un gran enemigo e iniciar la lucha contra los gérmenes y las esporas. Como yo soy un hombre muy creyente, si me permite la referencia bíblica, Dios en el Génesis ya dice que se creó al hombre para reinar sobre los animales. El problema fue que Dios se olvidó de mencionar los microbios. Son los únicos a los que el hombre nunca ha podido domar.
- Recordaré para nuestros lectores que usted fue el primero en inventar el proceso de vacunación a base de inocular en el cuerpo de animales vivos una muestra lo suficientemente debilitada del virus como para que el sistema inmunológico produzca anticuerpos. Aquel experimento suyo con el anthrax en el que vacunó a la mitad de 40 ovejas y 10 vacas y en el que luego inyectó anthrax a todos y solo murieron aquellos animales no vacunados sigue siendo, hasta la fecha, uno de los experimentos más famosos de la historia de la ciencia. Usted mismo, apoyado por un flamante Instituto Pasteur, desarrolló las vacunas de la rabia, el cólera y el tifus. Y desde entonces, la humanidad ha generalizado la vacunación como medio de protegerse contra las enfermedades contagiosas. Como estará viendo, hay una carrera ahora mismo por encontrar la vacuna contra el coronavirus. ¿Qué consejo daría a sus colegas científicos al respecto?
- Muy pocos. Hoy, afortunadamente, los medios en los laboratorios son extraordinarios comparados con los que yo tuve: no hay más que ver las fotos de mi laboratorio en la buhardilla de la Escuela Normal, con los matraces de globo y las pipetas que yo manejaba. Además, el mundo académico no cuestiona el método científico como se podía llegar a hacer en mi día. Entonces uno perdía mucho tiempo defendiéndose de pensadores mediocres, asistemáticos, acientíficos. Hoy la ciencia ha triunfado y obtener una vacuna fiable contra el coronavirus es solo cuestión de tiempo. Lo único que puedo decirles es lo que digo siempre a mis compatriotas, que cultiven el espíritu crítico, porque aunque por sí mismo no ayude a tener ideas, lo cierto es que sin ese espíritu nada es estable, él siempre tiene la última palabra. Y, sobre todo, tengan paciencia. Ser científico implica estar convencido de que has descubierto algo importante, sentir deseos de proclamarlo y, pese a ello, obligarte a ti mismo durante semanas, y a veces años, a rebatir el propio descubrimiento y refrenarte de anunciarlo hasta agotar cualquier hipótesis contraria. Es una tarea muy ardua.
- Sin embargo, es notorio que usted mismo precipitó su vacuna contra la rabia sin haber tenido la seguridad absoluta...
- Bueno, tomé riesgos dada la urgencia de la situación. Pero salió bien.
- ¿Y cree que existe la necesidad de hacer hoy lo mismo?
- No lo sé. A lo mejor incluso se extingue el brote antes de que llegue la vacuna. Ya pasó con el ébola, por ejemplo.
- Para terminar, sigue pensando que una botella de vino contiene más filosofía que todos los libros del mundo.
- Ja, ja. Soy francés, sí.
- ¿Quiere decirle alguna cosa a los científicos españoles?
- Lo mismo que al resto. Soy un hombre que siempre ha creído que la ciencia y la paz triunfarán sobre la ignorancia y la guerra, y que los diferentes pueblos de la tierra llegarán a un acuerdo para no destruir y constuir juntos un futuro que premiará a aquellos que hicieron lo máximo contra el sufrimiento humano. Yo viví la guerra franco-prusiana y veo que hoy vuelve a haber turbulencias políticas en el planeta que hacen que haya dos leyes contrarias luchando una contra la otra. Una ley de sangre y muerte que cada día inventa nuevos medios de combate y obliga a la gente a estar lista para el campo de batalla. Y otra ley de paz, trabajo y salud que sueña únicamente con liberar a la humanidad de las plagas que la acosan. La primera busca violentas conquistas, la otra triunfar sobre los males de la humanidad. La ley que a mí me gusta coloca cualquier vida humana por encima de todas las victorias. La otra sacrificaría cientos de miles de existencias a la ambición de un único hombre. Los científicos existimos para detener la sangría que provocan las guerras. Solo Dios sabe cuál de estas dos leyes triunfará sobre la otra, pero lo que sí les puedo asegurar es que la ciencia hará lo imposible para servir a la humanidad y extender las fronteras de la vida. Y dentro de esa guerra yo hice siempre todo lo que pude.
(José Ángel Mañas, Tinta Libre, junio 2020)