El coronavirus reconfigura el nexo entre ganar y gastar, cambia nuestras vidas como consumidores, no solo cuánto sino también cómo consumimos. La forma de consumir y vivir nuestras vidas no es un asunto privado; genera profundas repercusiones para las comunidades, nuestra nación y el planeta
El consumidor es más que un cliente. El gasto es solo un elemento en la cadena de consumo
El coronavirus es un espejo que refleja las contradicciones del capitalismo de consumo. Y muestra sus estrategias claramente incompatibles. Milán, por ejemplo, ha apostado por la peatonalización y la flexibilidad, la rinaturalizzazione. Probablemente no comprarán un coche nuevo a corto plazo. 800 kilómetros al norte, en Wolfsburgo, las plantas de Volkswagen han acelerado su ritmo de producción y, quizá, su fe en la demanda futura no esté mal encaminada. Con aeropuertos cerrados, el transporte público como fuente potencial de contagio, con playas con acceso limitado, es muy posible que la gente desee comprar más coches para visitar a amigos y familiares o para escapar de manera segura al campo.
¿Cómo será el futuro del consumo? ¿Habrá un futuro? Estamos ante una crisis sin precedentes. Los científicos advierten de que es posible que algunas medidas de distanciamiento estén en vigor hasta 2022. Incluso Suecia y Corea del Sur, que permitieron que tiendas y restaurantes permanecieran abiertos en primavera, no han podido escapar al colapso comercial.
Frank Trentmann, sobresaliente especialista en la historia del consumo, profesor asociado del Centro de Investigación de la Sociedad de Consumo de Helsinki y autor del aclamado libro “El Imperio de las Cosas: Cómo nos convertimos en un mundo de consumidores, desde el siglo XV hasta el XXI”, acaba de publicar un ensayo en el que desgrana las tendencias que emergen en esta fase histórica de pandemia y dibuja las claves del futuro que nos aguarda.
Dondequiera que miremos, las cifras y los pronósticos son cada vez más nefastos. En el primer trimestre de 2020, la economía de EEUU se contrajo un 4,8% y 30 millones de personas solicitaron ayudas por desempleo. El Estado español está sufriendo la mayor recesión desde la Guerra Civil. Alemania y Suiza pronostican una caída del PIB del 6 al 7% para este año. A principios de mayo, el Banco de Inglaterra publicó su escenario que situaba la caída en el 14%. Sería la peor recesión que ha sufrido ese país de comerciantes en tres siglos; en comparación, en la crisis financiera de 2009, su economía se contrajo un 4%.
El coronavirus está sacudiendo los cimientos sobre los que se ha construido la cultura de consumo moderna durante los últimos 500 años. El comercio imperial de productos exóticos, el atractivo de la novedad y la moda, la expansión del confort, la acumulación y reemplazo cada vez más rápido de posesiones han sido el resultado de un intercambio dinámico entre lo local y lo global, el hogar y la ciudad, lo público y privado. Algodón brillante y colorido de India; tazas de porcelana de China; azúcar, café y cacao del Caribe y América Latina; cortinas y alfombras, cines y grandes almacenes, todo dependía del movimiento conjunto de mercancías, personas y gustos.
El virus ha detenido varios pistones de la economía de consumo a la vez. Turismo y movilidad, restaurantes y comercio minorista, entretenimiento y deportes en directo: cada uno de estos es un gran sector por derecho propio, pero juntos son enormes. En EEUU, el 6% del gasto total de los consumidores se destina a restaurantes y hoteles, y otro 4% se destina a la recreación. Italia, Austria y el Estado español obtienen alrededor del 14% de su PIB del turismo, Grecia hasta el 20%. Alemania tiene 70.000 hoteles y restaurantes. ¿Cuántos sobrevivirán?
Lo que hace que el virus sea tan dañino es su efecto sincronizado sobre las actividades que dependen mutuamente de la movilidad y la proximidad. Muchos asumen que «recuperaremos» y gradualmente reanudaremos nuestras vidas más o menos donde nos detuvimos antes del confinamiento, como si la experiencia de aislamiento y distanciamiento no cambiara la forma en que consumimos (y lo que «exigimos»).
Es una visión muy limitada de los consumidores y de cómo llevan su vida diaria: los ojos están puestos en el dinero, en los bolsillos y en cuánto ingresa en la caja registradora. Pero el consumo no es simplemente un reflejo de cuánto dinero hay para gastar. Hay que saber por qué las personas recurren a ciertos bienes y servicios en primer lugar. Y la disrupción del coronavirus cambia eso.
El consumidor es más que un cliente. El gasto es solo un elemento en la cadena de consumo que conecta los motivos, los deseos y la adquisición con nuestros hábitos y lo que hacemos con las cosas que tenemos. Cuando se trata de motivos, muchos señalan la búsqueda de estatus. El alarde, por supuesto, existe, pero es solo uno de los impulsos. Poseer también es clave para nuestro «yo material». Nuestra ropa, automóvil, teléfono, reliquias y recuerdos: no son solo la expresión equivocada de «necesidades falsas», nos hacen quienes somos. El consumo también funciona como una gramática cultural que usamos para comunicar normas y valores sociales. Piénsese en la comida familiar en el txoko o en la costumbre emergente de hacer fiestas virtuales en casa.
El pilar de la cultura de consumo más afectado por el distanciamiento es la ciudad, resumen de la proximidad y la movilidad. Las ciudades han sido el corazón palpitante de la cultura de consumo moderna, y sus tiendas, restaurantes y espacios culturales son las arterias cruciales para la circulación de bienes y experiencias.
Al cerrar las ciudades, el coronavirus ha apagado la economía del placer urbano, las discotecas, el teatro o los partidos de fútbol. Estas grandes reuniones no suelen ser eventos aislados, a menudo se combinan con una cena antes y una bebida y una conversación después. Lo que lo hace tan difícil para bares y restaurantes, como para otros sectores, es que no hace más que amplificar tendencias preexistentes. En este sentido, la gran disrupción del coronavirus resulta ser una gran aceleración. Sí, hay planes para ayudar a bares y restaurantes abriendo calles y espacios públicos para cenar al aire libre, a distancia. ¿Pero cómo funcionará esto en noviembre o febrero, o en lugares más inclementes?
El distanciamiento corta el cordón umbilical entre las formas de consumo cultural en directo y reproducidas. ¿Cuáles serán las consecuencias? Podemos prever algunos efectos democratizadores. Será más barato ir a la ópera. Pero por otro lado, dado que ir a la ópera sigue siendo una fuente de distinción, es probable que las élites intenten preservar su estatus a través de formatos alternativos, más íntimos y seguros, como actuaciones privadas solo para invitados especiales y proyectados, como ya está sucediendo, entre los muy ricos. En otras palabras, corremos el peligro de un sistema de consumo cultural de dos clases: galas y conciertos digitales, para los muchos; lo real y en directo, para unos pocos.
Podría ser más sensato revertir la lógica de la movilidad: llevar la cultura a las personas donde viven. De hecho, los anales de la cultura del consumo están llenos de sugerentes ejemplos. ¿Qué son la feria y el circo? No viajas a tierras lejanas para ver un tigre; el tigre se te acerca. El cine primitivo era un entretenimiento itinerante e introducía al público a la imagen en movimiento en ferias y escuelas. La furgoneta de la biblioteca, los músicos y acróbatas que viajan, todo esto podría revivirse y adaptarse a nuestro tiempo. La mayoría de los países todavía subvencionan la cultura en una escala apreciable, y sus grupos lucharán duro para mantener las fuentes de financiación pública. En el futuro, estos podrían vincularse a formas de consumo más difusas y localizadas.
El turismo, pasatiempo de alto consumo, está atrapado en una tormenta perfecta de movilidad y proximidad. Los destinos de fiesta en la nieve o al sol necesitan repensar radicalmente su identidad. El Gobierno alemán ha negociado un «corredor» turístico seguro con Grecia y Croacia. Si la movilidad se vuelve más costosa, probablemente favorecerá las vacaciones individuales y más largas en lugar de viajar unos días a Barcelona o Nueva York. Los hoteles comenzarán a competir entre sí por los espacios seguros y los estándares de higiene.
En Milán, el uso compartido de bicicletas y scooters cayó un 84% en abril. Una bicicleta desinfectada regularmente sigue siendo mejor que el transporte público. Pero si tiene su propio automóvil, esa es una opción mucho más segura; según una encuesta, el doble de chinos usa ahora su coche privado que antes del coronavirus.
El segundo hogar ha dado lugar a graves fricciones. En Bretaña y Provenza, algunos propietarios de segundas residencias sufrieron actos de vandalismo: tenían matrículas de París. En Nueva York, los ricos de Manhattan escaparon a sus casas de verano en Long Island. Karl Marx distinguió entre la burguesía que controlaba los «medios de producción» y el proletariado que no lo hacía. Las clases pospandémicas podrían distinguirse entre el burguesía de la casa de campo que controla los «medios de distanciamiento» y el claustrofóbico que queda atrapado en un piso sin espacio al aire libre. El «balconariado» sería la nueva pequeña burguesía.
Estamos viendo una amplificación de tendencias preexistentes, no una revolución. En Gran Bretaña, 30 peniques de cada libra gastada en otras cosas que no sean alimentos ya se gastaban on line antes de que estallara la crisis; para la comida, aún eran 7. La pandemia ha traído muchos más pedidos con un clic. Y una vez configuradas las cestas digitales, es fácil seguir llenándolas. Las tendencias en otros países van en la misma dirección. Se cerrarán más contraventanas en las tiendas físicas en el centro de las ciudades.
Pero, al mismo tiempo, ha dado un nuevo impulso a las tiendas locales que mostraron ser más flexibles y tomaron medidas. En Francia, las ventas on line de alimentos aumentaron un 98%, pero luego vinieron las tiendas rurales (37%) y los minisupermercados urbanos (25%). Es posible que estemos viendo una nueva simbiosis emergente entre los grandes proveedores como Amazon y tiendas pequeñas y flexibles: difusión combinada con descentralización.
Entre el 40 y el 44% de los hogares en Suecia, Noruega y Finlandia están ocupados por una sola persona; en Japón, el 35%, Alemania, el 42%; EEUU, el 28%. La fascinación por la «economía colaborativa», olvidó que la vivienda, una de las cosas más preciadas en la vida de la gente, se ha compartido cada vez menos en las últimas décadas.
Cuando el coronavirus golpeó Europa, los suecos bromeaban: no era problema para ellos, porque por naturaleza eran buenos en el «distanciamiento social»; desde entonces, el número de muertes en Suecia supera con creces el de sus vecinos. Pero la pregunta es: ¿el virus nos convertirá en escandinavos físicamente distantes? Los arquitectos y diseñadores de «ciudades inteligentes» tenían ideas innovadoras sobre la «convivencia», con cocinas, lavadoras y salas de entretenimiento compartidas. ¿Quién querrá eso ahora? En muchas casas, las áreas comunes están actualmente cerradas.
El confinamiento está destinado a cambiar nuestras vidas como consumidores, no solo sobre cuánto sino también sobre cómo consumimos. La mayor recesión que el mundo ha visto en un siglo dolerá mucho, incluso con todo el alivio administrado por los bancos centrales. La gente tendrá menos dinero y, al mismo tiempo, subirán los precios de los alimentos y la mayoría de los demás bienes. Esto por no hablar de otras posibles crisis de nuestra renta colectiva disponible, como una crisis de pensiones. Más hogares dependerán de las ayudas sociales. Todos los desinfectantes y láminas de plástico solo salvarán un número limitado de tiendas y restaurantes. Para fin de año, muchos estarán en bancarrota y habrán cerrado.
Da pena, pero todo apunta a que la descentralización y la flexibilidad gobernarán. La cultura del abierto las 24 horas y 7 días a la semana, se impondrá. Y el teletrabajo y el consumo on line seguirán repartiéndose lo que queda del fin de semana.
(Gara)