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Permiso para la ira (Teresa Sesé)

David Wojnarowicz tenía motivos de sobra para estar enojado con el mundo. Hijo de un padre alcohólico y abusador, a los doce años el artista vendía su pequeño cuerpo a los pedófilos que merodeaban por Times Square, sobrevivió al infierno de las calles refugiándose en la cocaína y la heroína, y cuando ya en los ochenta, pese a su condición de paria había logrado convertirse en una estrella de la escena artística del East Village, todo volvió a desmoronarse a su alrededor. Muchos de sus amigos se estaban muriendo a causa del sida y él mismo fue golpeado por la enfermedad que le quitaría la vida en 1992, a los 37 años. Miedo, frustración, furia. Su arte cada vez más airado no prometía un cielo y una tierra nueva, ni siquiera la resurrección de los muertos, pero hizo mucho más que eso: encontró las palabras y las imágenes para su indignación moral ante la brutal indiferencia y hostilidad de la administración Reagan, que condenaba a la comunidad gay a una muerte segura y encendía la llama de la homofobia. “Me imagino cómo sería si, cada vez que un amante, amigo o extraño muriera a causa de esta enfermedad, sus amigos, amantes o vecinos tomaran el cadáver y lo llevaran en un automóvil a cien millas por hora hasta Washington, DC, atravesaran las puertas de la Casa Blanca, se detuvieran chirriando antes de la entrada y arrojaran su cuerpo sin vida en los escalones de la entrada. Sería reconfortante ver a esos amigos, vecinos, amantes y extraños marcar el tiempo, el lugar y la historia de una manera tan pública”, escribió en 1991. Cinco años después, sus cenizas fueron esparcidas sobre el césped del presidente de Estados Unidos, justo allí donde ya no podían ser ignoradas.

En el último año no puedo evitar volver a Wojnarowicz. Cada uno tiene sus héroes, y él nos recuerda que la ira no solo puede ser destructiva, sino también una cualidad moral y una afirmación de la vida. Porque el mindfulness castrador anestesia y la indiferencia mata. Lo denunciaba la semana pasada el periodista Michel Mompontet en un tuit con en el que daba a conocer la muerte del fotógrafo de flamenco René Robert, congelado en las calles de París tras sufrir una caída y permanecer nueve horas en la acera sin que nadie le prestara ayuda. Y la dramaturga Angélica Liddell, en una entrevista de Justo Barranco publicada en estas mismas páginas, arremetía contra la “indiferencia homicida” en tiempos de pandemia y aplausos en los balcones: “Si en vez de nuestros mayores, los muertos hubieran sido nuestros hijos, nuestros recién nacidos, no se hubiera hecho de la peste una fiesta, una burla incesante”. Días después el cineasta Sergei Loznitsa lanzaba una constatación sonrojante: “Ucrania lleva siete años rodeada por un ejército y nadie se ha interesado”. Tal vez si hubiera muchos más Wojnarowicz furiosos el mundo se detendría en seco.

(La Vanguardia, 02/02/22)