Desde que Torra presidió la Generalitat, la épica se confunde con el pellizco de monja. Pero en torno al 2017, hubo momentos para la épica independentista. Mucha gente estaba sinceramente convencida de participar en un cambio histórico. Terminó como un triste vodevil; y tuvo una no menos triste deriva carcelaria y judicial. Sin embargo, movidos por una ola emotiva auspiciada por profesionales de la información, muchos anónimos militantes de la causa de la independencia arriesgaron dinero y seguridad para hacer del sueño realidad.
Mucho más cautos, en cambio, los líderes políticos de este movimiento nunca dejaron de realizar cálculos de conveniencia. Participaron de farol en la gran ola, se chantajearon mutuamente, proclamaron con mucha pompa algo parecido a la nada e intentaron apearse después de un gran sarao en el Parlament, en el que diputados y alcaldes independentistas levantaron la vara sin alegría, conscientes de que la cosa acabaría en manos de los jueces y de que más de uno las iba a pasar canutas. Solo los militantes de base fueron consecuentes con la decisión de desobedecer la legalidad. Atizaron a muchos de ellos el día 1 de octubre. Otros han sido multados o encausados. Pero son muchos más los que, sin haber tenido problemas con jueces o policías, han pagado el precio de su credulidad: la decepción. Ahora saben que están mal dirigidos.
Muchos ya no votaron en las pasadas elecciones, pero quienes siguen votando (y hacen posible la mayoría actual) lo hacen por lealtad a una causa que ahora saben imposible, con lo que suman a la decepción un amargo derrotismo, que líderes y propagandistas han abonado con el relato de la cárcel y el exilio.
Como explicaba Toni Aira, Aragonès y Junqueras han apostado por el realismo, pero, por miedo a la competencia simbólica de Puigdemont, tienden a prácticas de simbolismo rupturista que solo sirven para boicotear su propia gobernación. Ahora es la presidenta Borràs quien propone forzar una huelga parlamentaria. Su épica sigue siendo de estilo Torra: un enfrentamiento con los jueces de tono muy menor, más inútil que simbólico, que quizás esconde el miedo a hacer un verdadero gesto personal de desobediencia.
¿Qué sentido tiene una medida de parte que va a repercutir en todo el Parlament? Se supone que será una acción de fuerza. Una embellecedora protesta institucional. Ya se sabe que el diputado Juvillà ha caído; y que la acción será, una vez más, teatral. Lo que quizás no saben Borràs y compañía es que el independentismo, ya sin el martirologio de los presos, se está convirtiendo en un manierismo retórico que habría hecho las delicias sarcásticas del joven Espriu, narrador de El País moribund: “Soy, ya ves, un país sin alma. Y precisamente ahora, moribundo y cansado, vivo a la fuerza una mascarada grotesca”. No usarás el nombre del poeta en vano, Laura. El severísimo Espriu no soportaba los usos carnavalescos.
(La Vanguardia, 02/02/22)