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África convive con el sida. África es más fuerte que tú

Una madre con sida y su hijo bromean en Lowley, un barrio de chabolas en Soweto, donde sobreviven gracias a la ayuda de vecinas

El continente ha tejido toda una red social espontánea y solidaria para hacer frente a la amenaza del sida.

No hace falta buscar demasiado. Están en todas partes. Es la vecina, la secretaria, la abuela. También el tío segundo, el profesor o el amigo. Llevan treinta años en su sitio. Donde había que estar. Eso tan difícil.

En treinta años, el sida ha matado a más de 25 millones de personas en todo el mundo. Desde siempre el virus ha clavado sus zarpas más largas en África. Ha roto familias, castigado comunidades y consumido aldeas enteras. Sin embargo, el continente sigue en pie, porque África está llena de héroes. Ese tipo de héroes que ni tan siquiera sospechan que lo son. Del tipo de los imprescindibles.

Seguramente nadie diría que Agnes Bebe, de Bulawayo (Zimbabue), lo es. Nadie se imagina a una heroína con arrugas, los brazos fláccidos y un dolor de espalda que doblaría un baobab. Pero Agnes lo es. Tiene 80 años y cuida de un nieto y dos bisnietos. Los padres del mayor, de diez años, murieron de sida en el 2002. El segundo, de ocho, es huérfano de padre y su madre se fue a Sudáfrica a trabajar. No sabe más de ella. El pequeño, de cuatro, apareció una mañana cuando apenas tenía tres meses. "Mi hijo (su padre) murió de sida y alguien trajo al bebé en furgoneta; me lo dejaron en la puerta como si fuera una carta", cuenta. Agnes es de esas ancianas tan dignas que les basta una mirada para dejarte claro que no se van a rendir.

–¿Cómo es su vida?
–Es difícil.
Y no se extiende más.

Otra heroína, Caroline Mpofu, le tira de la lengua con complicidad. Caroline es de esa raza de trabajadoras sociales que llaman a todos por su nombre, se lleva problemas de vecinos a la almohada y vuelve al día siguiente para ver qué más se puede hacer. Es de esas personas que deslizan discretas un billete de su bolsillo a un par de huérfanos para que ese día puedan comer. Caroline conoce de sobras a Agnes, pero le pregunta para que explique ella.

La anciana lava la ropa de los vecinos, que le pagan lo que pueden –y lo que no tienen también– para que alimente a los niños. "A ver hasta cuándo me aguanta la espalda", dice Agnes.

En toda África hay miles de ancianas que cuidan a los hijos de la generación que ha sido aniquilada por el sida. En Zimbabue hay un millón de huérfanos. En Sudáfrica, dos. Nadie cuenta a las abuelas del sida.

Pero cuando Agnes no esté, estarán sus vecinos o mujeres como Caroline. Es habitual escuchar que en África la vida vale menos, que la reacción ante la muerte es diferente. Que la vida es barata. Quizás lo cierto sea que la vida es cruda. Y con el puñetazo del VIH, aún más.

Pero aunque parezca un contrasentido, la amenaza del sida también ha sido una oportunidad: ante la tragedia se ha tejido una red social espontánea y solidaria que recupera lo mejor de la tradición comunal africana.

Millones de abuelas, vecinas, amigos o voluntarios arriman el hombro para cuidar a enfermos y huérfanos o educar para que el virus no se siga expandiendo en su barrio.

La lucha contra el sida está en el punto más importante de su historia. El mayor acceso a tratamiento evitó 700.000 muertes el año pasado, y en 22 países de África subsahariana las nuevas infecciones se han reducido hasta un 25%.

No obstante, el peligro sigue acechando. La crisis económica ha diluido las donaciones, y existe el riesgo de volver atrás justo cuando se soñaba con derrotar al virus. Por primera vez en la historia, el Fondo Global para la Lucha contra el Sida anunció a principios de mes que debía recortar recursos y no podría ampliar programas a nuevos infectados.

No es una guerra ganada –con 7.000 nuevos casos de infectados diarios, no puede serlo–, es una guerra que se puede ganar. En algunos de los países más afectados del mundo como Botsuana, Sudáfrica o Suazilandia, ya ofrecen tratamiento a más del 80% de los afectados, y el cambio apunta adonde siempre ha sido más difícil: la mente del hombre. Desde hace una década se sabe que la circuncisión reduce un 60% el peligro de contagio de VIH, y el año pasado se practicaron 350.000 circuncisiones voluntarias en ocho países africanos.

A Mantshadi Moralo esas cifras le suenan a novena sinfonía de Beethoven. Esta mujer lleva combatiendo contra el virus prácticamente media vida. Al principio, luego de sacudirse el terror a aquel asesino silencioso y desconocido, aprovechaba los entierros para explicar a sus vecinos de Soweto, en Sudáfrica, como protegerse del sida.

Más tarde se convirtió en su día a día. Es enfermera, pero sería más ajustado llamarla mamá. Ayuda a todo el barrio. "¿Cómo no voy a ayudar? –explica con naturalidad–. Sé cómo hacerlo. El sida está en todas partes, y hay que hacer algo".

Cada semana se pone al frente de un grupo de mujeres que se dedican a visitar a los infectados, les recogen y lavan la ropa, les escuchan y les lleva comida cuando tienen. Y lo mejor es que Moralo no es una excepción. Miles de africanos han reaccionado con dignidad y sentido comunitario para afrontar la epidemia. Simplemente, porque había que hacerlo.

A veces, aunque cueste casi todo lo que uno tiene. Moralo, por ejemplo, no cobra desde hace cinco meses. Todo el dinero que nutría su proyecto –y que estaba sufragado mayoritariamente por Cruz Roja española– se secó, y ahora trampea como puede. Pero no va a abandonar.

–¿Hasta cuándo seguirá así?
–Hasta siempre. No es el dinero lo que me impulsa. Siempre he sabido que de enfermera en un hospital ganaría más.
–¿Por qué lo hace?
–Porque el sida ha matado en mi familia, en mi comunidad, en mi barrio y me gustaría que no matara más.
–¿Y cree que llegará ese día?
–Lo sé desde el día que empecé a luchar.

Xavier Aldekoa, La Vanguardia