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Las letras muertas (Joan Barril)

Mi familia nació en Venecia a mediados del siglo XVII. No era un buen lugar para triunfar en la vida. No teníamos estudios y veníamos del campo. Todo lo más podíamos dedicarnos al cultivo del arroz en el delta del Po, pero por aquel entonces el arroz todavía no estaba de moda. Por eso, cuando mi familia tuvo una oportunidad, se dedicó a la venta del primer periódico impreso de la historia. Ya se sabe que todos los países se consideran a sí mismos la cuna de la prensa escrita: ingleses, franceses, incluso barceloneses. Pero fue en Venecia donde se empezó a imprimir el primer papel con noticias. Su precio era una moneda de escaso valor conocida como gazetta. Y así fue como todos los periódicos del mundo se llamaron de esta manera.

A los fundadores de los repartidores de periódicos les sucedieron sus hijos. Los periódicos crecieron en peso y en noticias. Se imprimían las llegadas a puerto de los buques y sus cargas, los fallecimientos ilustres y también algunas bodas. Poco a poco llegaban con la diligencia noticias de Milán o de Padua que los editores se encargaban de poner en página. No era un gran negocio, pero el papel era una mercancía cara. Y servía para extraños palimpsestos. La gente escribía en los márgenes, o envolvía los despojos de carne. Siglos después, los periódicos sirvieron para llevar la comida a las obras o para cubrir las baldosas de los suelos recién fregados. Poco a poco los periódicos se llenaron de novelistas y de poetas. Se publicaron manifiestos llamando a la batalla y se loaron las virtudes de nuevos dictadores. Todo eso me lo contó mi abuelo, que a él le había contado el suyo. Pasaron las guerras y los papas, pero jamás los periódicos dejaron de aparecer. En algunos lugares de mi ciudad alguien puso los periódicos junto a flores y tabaco y caramelos para los niños y así nacieron los primeros quioscos. Un día mi padre me regaló una camioneta y me dijo que ya no iría más por la calle voceando periódicos, sino que los vendería todos llevándolos a los puntos de venta y que eso sería un gran avance en nuestra familia.

Así lo hice. Pero pronto me di cuenta que algo sucedía en la caja de la camioneta. Cuando llegaba a casa con el vehículo vacío quedaban unas motas negras sobre la carrocería. Vistas de cerca no eran más que letras. Pero cada día se perdían más letras impresas. Cobraban vida propia y los papeles iban enflaqueciendo por momentos. A veces, aunque sólo fuera por probar, sacaba unos cuantos periódicos de la carga y me ponía a venderlos uno a uno con una frase que condensaba la actualidad impresa. Pero cada vez eran menos los que se detenían frente a mí y me compraban algo. Todo lo más lo hacían con esa actitud apresurada de quien se considera el benefactor de un pedigüeño.

Hasta que llegó un día en el que todos los periódicos que repartía eran hojas en blanco. Y eso no hay quien lo compre. Le dije a mi padre que jamás continuaría con un negocio familiar tan prolongado. Que lo sentía mucho y que prefería ser noticia que ir por el mundo creyendo que un papel en blanco es una noticia. Me sacó de casa. Le devolví las llaves de la camioneta y se pasó los años de vida que le quedaban leyendo ejemplares antiguos de noticias que la historia se había encargado de desmentir. Nunca pudo llegar a verme como el joven directivo de una empresa de noticias online, de esas que creen más en los rumores que en los hechos.

Dominical, El Periódico de Catalunya