El tumulto que se armó fue enorme. Unamuno tuvo que salir protegido por Carmen Polo y Pemán. Aquella tarde, Unamuno se dirigió como todos los días al casino, del que era presidente honorífico, donde fue insultado y rechazado. Diez días después, Franco firmó un decreto por el que se le destituía de todos sus cargos. Lo mismo había hecho Manuel Azaña, al otro lado del frente, algún tiempo atrás. Estaba claro: no había sitio para la tercera España. Así lo había percibido él, unos días antes: “No son unos españoles contra otros (no hay anti-España), sino toda España, una, contra sí misma. Suicidio colectivo”. Confinado en su casa y vigilado, salía sólo para dar una vuelta por la plaza Mayor. Un día, acompañado por Eugenio Montes, se dirigió a la tienda del marmolista que estaba haciendo la lápida para su mujer, muerta hacía poco, y, tras sacar un papel del bolsillo, dictó con cuidado los versos de su propio epitafio: “Méteme, Señor, en tu pecho, / misterioso hogar, / que vengo deshecho / de tanto bregar”. Era el 21 de diciembre. Diez días después, murió. Antonio Machado – santo laico siempre generoso-escribió en su necrológica: “Murió, sin duda alguna, tan noblemente como había vivido”. Rechazado por unos y por otros.
“Cartujo laico, ermitaño civil y agnóstico, acaso desesperado de esta vieja España”. Así se definía a sí mismo Miguel de Unamuno, protagonista destacado de la vida pública española durante el primer tercio del siglo XX. No fue -ni es- muy leído por el gran público, pero su figura estuvo siempre presente en el debate diario como un personaje raro, original y paradójico. Comenzó su participación en la vida pública fundando La Lucha de Clases,primer órgano socialista bilbaíno, y terminó ubicado – según Federico Urales-”en el anarquismo místico a lo Tolstói, en el anarquismo cristiano”, si bien reconoce que, paradójico hasta el tuétano, “también de ahí se escaparía”. Pero él tenía clara su misión: “Suele, con mucha razón, decirse que cada loco con su tema; ymi tema es el de la espiritualidad, el del estado íntimo de las conciencias de un país, de sus inquietudes supremas”; para concluir que: “Yo he buscado siempre agitar y, a lo sumo, sugerir más que instruir. Si yo vendo pan no es pan, sino levadura o fermento”. Un valenciano – Vicente Blasco Ibáñez-veía al vasco de otra manera. Un día, estando ambos en el parisino café de la Rotonde, durante su exilio, le dijo: “Usted, Unamuno, con este aspecto levítico, debía ir a Norteamérica a fundar una religión y a hacerse rico”. Unamuno lanzó a Blasco una mirada indignada.
La sociedad española actual es enormemente distinta de la que conoció Unamuno. Su nivel de vida ha alcanzado cotas entonces inimaginables, y su integración en Europa torna antigua y extraña buena parte de la obra ensayística de Unamuno. ¿Qué sentido tienen hoy, por ejemplo, las muchas páginas que dedicó a la europeización de España y a la españolización de Europa? Pero siguen estando vigentes, hoy más que nunca, dos constantes de su obra. La primera es una decidida voluntad superadora de aquel sectarismo cerril y gregario que encubre – hoy igual que entonces-una grosera avidez garbancera, más escandalosa aún y más obscena en los que son de verdad ricos, es decir, en aquellos para los que su riqueza ha llegado a ser un instrumento de poder y de influencia. Y la segunda es su crítica del individualismo hispano, expresado en la atroz máxima de “ande yo caliente…”, y que – bajo las formas del egoísmo personal, del corporativismo grupal y del secesionismo tribal-impide la consolidación de cualquier organización racional de la vida colectiva. En este sentido, sigue vigente esta dura reflexión de Unamuno referida a España: “¡Qué país, qué paisaje y qué paisanaje!”.
La Vanguardia