"Los ministros dicen que el Anticristo está a punto de llegar. Lo primero que va a hacer el Anticristo, antes del fin del mundo, es hablar por la radio. Por eso nos prohíben escucharla. Yo creo en la llegada del Demonio. Pero no sé si será verdad que la radio va a emitir sus mensajes. Algunas emisoras no lo permitirán, ¿no? ¿Usted que opina?".
Permanezco callada, a pesar de las cuestiones que atormentan a Johann Wiebe, el granjero que me acoge en su comunidad religiosa menonita, en la región subtropical de Santa Cruz, al sur de Bolivia.
Acabo de cruzar una frontera que no existe en los mapas. Me hallo en un limbo temporal anclado entre los siglos XVI y XIX. En un mundo sin Internet, sin hoteles, sin luz eléctrica. Así que ahora no me veo con fuerzas para valorar el comunicado radiofónico de Satán. Me preocupa cómo instalarme entre los seguidores del líder reformista anabaptista holandés Menno Simmons (1496-1561), quien da nombre al credo.
Existe un millón y medio de menonitas repartidos por 51 países. Bolivia es el refugio de las comunidades más fundamentalistas. Y el único lugar donde se ha conocido un terrible delito de violaciones en serie. Ningún extraño ha conseguido pasar un largo tiempo de convivencia aquí. Para intentarlo cuento con una cámara, un saco de dormir y el propósito de averiguar por qué el granjero Johann, y otros 70.000 correligionarios de ascendencia alemana, suiza y holandesa, obedecen sin cuestionar las férreas leyes de los 58 obispos que les gobiernan. Esa cúpula religiosa, y sus ministros, dice basarse en la Biblia para vetar la tecnología avanzada, e impedir la educación moderna de sus hijos. Creen que la ignorancia les acercará a Dios. Según explican, «cuanto más sabes, más quieres». Consideran que el conocimiento lleva a la ambición y al pecado. «Luego al Paraíso», razonan, «se llega cuando uno ni sabe, ni ambiciona mucho».
Estos son extractos del diario que llevé durante ocho meses de estancia en varias colonias menonitas, entre ellas la de Manitoba, donde sucedieron la mayoría de violaciones y donde encuentro al atribulado Johann.
- 666, el código de Satán.
Mientras Johann Wiebe calcula la inminencia del Apocalipsis, contemplo la magnífica noche estrellada. Ni postes de luz, ni farolas, ni carteles luminosos, enturbian la visión del cielo. Menos aún, los destellos del tráfico. Los vehículos que recorren las rutas de tierra, son calesas tiradas por caballos. Del camino llega el agradable sonido de los cascos. Ahora cambiaría mi vida urbana por esta tranquilidad granjera. Se lo digo a Johann. «Nosotros vivimos de forma distinta —contesta— porque el 666, el número del diablo, está en los inventos modernos. No podemos tener coches, teléfono, televisión o cámara de fotos, porque contienen el código de Satán». Sin embargo él guarda, secretamente, un teléfono móvil. «Como se entere el obispo, puede presentarse en mi casa con los ministros y obligarme a romperlo a martillazos».
Me cuesta creerlo, hasta que lo veo. No en su caso. Sino en el de uno de sus vecinos, obligado a triturar, con las ruedas de su tractor, el móvil decomisado. ¿Por qué?, pregunto. «Porque debemos caminar por una senda estrecha y difícil, y apartarnos de la sociedad, para salvarnos» me dice un ministro. «Mateo 7, versículos 13 y 14», cita.
- El animal parlante.
Esta mañana he visitado la escuela donde se forman los hijos de Johann. Leen dos únicos libros: la Biblia y el Catecismo menonita. Ni siquiera tienen mapas. Hoy repasan un esquema de los campos de labranza, numerados, que conforman las 22.000 hectáreas de su comunidad. La misión de los pequeños es memorizar los artículos de su fe. Los repiten todos los días, durante siete años. Aprenden a leer, a escribir y a hacer cuentas básicas. Nada más. A los 13 años abandonan la escuela. Las niñas lo hacen a los 12, porque los obispos calculan que están a punto de menstruar y no deben compartir aula con los varones.
Pruebo a charlar con ellos. Aunque han nacido en Bolivia, hablan muy precariamente el castellano, idioma oficial del país. Las niñas, ni lo intentan. Se supone que el contacto de las mujeres con los bolivianos debe de ser nulo.
— ¿Por qué no aprenden castellano en la escuela? —pregunto al maestro.
— Porque no quieren los obispos. Lo dice la Biblia: tenemos que apartarnos del resto del mundo. Por ejemplo, no podemos tener ordenadores. Eso figura aquí claramente —asegura, señalando la negra tapa bíblica.
Atónita, le pido que me lea ese párrafo. El profesor duda:
— No sé en qué parte está. Pero habla del animal parlante. ¿Y qué es ese animal que habla? Según nos han enseñado, se trata del ordenador.
Llegados a este punto, me atrevo a preguntar si los niños pueden comprender las palabras de la Biblia, con la que él les instruye.
— No, no. Y tampoco entienden el Catecismo. Ahora sólo aprenden a leer. Cuando sean mayores, el obispo les explicará el significado.
Quizá se pregunten cómo es posible. Pues bien: lo que ocurre es que la lengua que impera en las colonias es una variedad de sajón antiguo: el Plautdietsch, empleado en Prusia hace unos 400 años. Pero la Biblia y el Catecismo que memorizan están escritos en un alemán evolucionado, que no entienden.
Busco a Peter Knelsen, abuelo de los niños de Johann. Y dictamina: «Es peligroso que aprendan mucho. Si saben demasiado, no querrán quedarse en la colonia. Ellos deben vivir como sus antepasados. La Biblia lo dice: conserva las enseñanzas de tus padres».
Esta es la cuestión. Tanto o más importante que el supuesto riesgo de resbalar hacia la perdición eterna: preservar una forma de vida centenaria, desde un prisma radical. Durante cuatro siglos, los menonitas más conservadores se han trasladado de un país a otro, en busca de un lugar donde nadie cuestionara sus tradiciones. Sobre todo, han protegido la manera de educar a sus hijos, para separarlos de las sociedades en las que recalaban. Desde que, en el siglo XVI, salieron de Holanda, Suiza y Alemania, apenas han descansado. Entre 1600 y 1800 llegaron a las actuales Polonia, Lituania y Rusia. Cuando el Gobierno ruso quiso imponerles la enseñanza del ruso y reclutarles para el ejército, se embarcaron a Canadá y a EEUU, donde arribaron hacia 1870. Y cuando Canadá les obligó a adoptar la misma educación que el resto de los niños, emigraron a México, en 1920.
Las primeras familias llegaron a Bolivia entre 1954 y 1968, por dos motivos: la gran extensión de tierra que el Estado les otorgó para que la hicieran productiva; y la firma de un privilegio con el Gobierno, por el que este les permitía fundar sus escuelas, sin ninguna injerencia. Ese documento, fechado en 1962, sigue vigente y nadie se ha planteado si a los niños menonitas se les puede seguir bloqueando el acceso a una educación integral, y excluyendo de la Declaración de los Derechos del Niño. No estudian ni Geografía, ni Ciencias, ni Historia, ni ninguna de las materias universalmente aceptadas.
Una tarde, Johann me confía: «A mí me gustaría que mis hijos aprendieran más, pero no es posible hablar de eso con el obispo».
- Enséñanos a bailar.
Hoy he vivido uno de los domingos más curiosos de mi vida. Al terminar el servicio religioso, unos jóvenes me han invitado a una fiesta clandestina. La cita es en un galpón abandonado. Cuando llego, chicos y chicas descargan bultos envueltos en mantas. Al descubrirlos, me quedo perpleja: aparecen radiocasetes, CDs, cámaras de fotos y hasta un Mp3. Hay una botella de ron. Alcanzará a un sorbo para todos.
Me cuentan que, últimamente, el alcohol es difícil de conseguir. Cierto menonita trae —de tapadillo— botellas de la ciudad y las entierra en su granja, a la espera de demanda. Pero un rumor ha llegado a los ministros, y el menonita contrabandista no se arriesga. «Le quedan pocas botellas y son caras», me dicen.
Cuando el alcohol escasea, su valor se dispara. Y la mayoría de estos chicos no tiene dinero propio. Reciben propinas a cambio de ayudar en el campo. Si se ven en apuros, se las ingenian para birlar dinero a sus mayores. Escucho los mismos trucos que cualquier otro joven ha ideado alguna vez. Y entonces, sucede lo increíble: alguien me pide que les enseñe a bailar. «Cuando vamos a la ciudad, lo vemos por la tele. ¿Puede enseñarnos?», insiste un muchacho.
¿Se divierten estos jóvenes? Tienen prohibido jugar al fútbol, hacer deportes, tocar cualquier instrumento musical, oír música. El baile no existe. Sin embargo, parecen felices. Son dóciles. Los domingos se saltan algunas reglas, pero poco más. Todos buscan su pareja, puesto que no podrán casarse con nadie que no sea menonita.
Johann rememora: «Me bauticé, y entré en esta fe, porque quería casarme. No podía tener esposa si antes no aceptaba todas las normas de la colonia en el día de mi bautismo, con la mayoría de edad. Entonces es cuando el obispo explica qué significa el Catecismo y todas las reglas que hay que obedecer hasta el fin de nuestros días».
- Violaciones en serie y perdón.
Hoy ha llegado una noticia de la ciudad, Santa Cruz de la Sierra. Va a celebrarse el juicio contra ocho menonitas acusados de violar en serie a sus propias vecinas. A Johann se le ensombrece la mirada. Recuerda el día que se destapó el mayor delito conocido en la historia de su religión. El caso dio la vuelta al mundo. Esos menonitas, la mayoría vecinos de esta colonia, Manitoba, violaron a —por lo menos— 60 mujeres, niñas y adolescentes de la comunidad. (Muchas no denunciaron por temor a ser estigmatizadas, ya que la mujer debe llegar virgen al matrimonio). Aquello se difundió en junio de 2009.
Luego se supo que algunas víctimas habían sufrido agresiones sexuales durante tres años. Callaron, porque creían padecer «pesadillas provocadas por el diablo», según sus declaraciones. Las violaron bajo los efectos de un somnífero, utilizado en veterinaria para animales de granja. Con este producto, transformado en espray, los colonos rociaban a las víctimas, mientras dormían. Abusaban de ellas en sus dormitorios, cuando entraban en estado semiinconsciente. El caso se resolvió el pasado agosto: siete de los ocho menonitas fueron condenados a 25 años de cárcel y uno a 12 años, por proveer la droga.
Recuerdo una noche horrible en casa de uno de los violadores, Jacob Wiebe, cuando en 2008 visité la colonia Manitoba por primera vez. La oscuridad me había sorprendido lejos del galpón donde me cobijaba, y pedí ayuda al único padre de familia que hallé. Jacob me prestó un colchón y me instaló en el comedor de su casa. Entonces no podía imaginar que aquel hombre acabaría entre rejas. Pero sí sospeché que en la habitación contigua, donde el menonita dormía con sus dos hijas y su esposa, abusaba de una de las niñas, de cuatro y cinco años.
Avanzada la noche, me despertaron los quejidos de una vocecita infantil y los gemidos de placer del hombre. Percibía los susurros de protesta de la esposa, pero no lograba entender lo que decía. Me atormentaba pensar que no era con ella con quien el menonita mantenía relaciones, sino con la pequeña. ¿Debía entrar a tientas al dormitorio? Estábamos en total oscuridad y yo carecía de linterna. Temía un malentendido. Quise pensar que mi imaginación se había desbordado. Al día siguiente, la cara de una de las niñas daba lugar a todo tipo de dudas. Ojerosa, muy seria. La otra chiquilla, en cambio, parecía tranquila. Su madre esquivaba mis miradas interrogantes. Traté de hacerle entender que podía confiar en mí. Ella callaba. Hoy Jacob cumple 25 años de cárcel, por violación de su propia hermana, embarazada. Las niñas no han sido sometidas a prueba médica alguna.
Hasta que se difundió esta tragedia, la ley del silencio dominaba la colonia. El suegro de Johann, Peter Knelsen, me dice: «Pensábamos castigarlos en la colonia, como es costumbre cuando ocurre algún pecado. Los violadores tendrían que haber pedido perdón en la Iglesia, delante del obispo y de las víctimas, y prometer ante Dios que no lo harían más. Entonces, los hubiéramos perdonado». Con «castigo», Knelsen se refiere al aislamiento temporal o «excomunicación»: veto de entrada a la Iglesia, retirada de la palabra de todos los vecinos, prohibición de dormir en la cama matrimonial y orden de no comprar ni vender productos en el almacén comunitario. Después, el perdón. Johann opina que «un violador, aunque pida disculpas a Dios, es peligroso y puede volver a hacerlo».
- Mi último día.
Recojo mis cosas ante la mirada desvalida de Johann. En esta sociedad donde está mal visto expresar las emociones, la única despedida posible es un apretón de manos. Durante meses, le he escuchado preguntarse cuántos años perdurará este mundo al margen del mundo. «Lo que vosotros permitáis», le digo. Su respuesta es invariable: «Aquí todos tienen miedo. De los obispos, de que nos aparten de la familia, de que nos condenen al Infierno». Me alejo pensando en los hijos de Johann, de 6, 8 y 10 años. Y en su pequeña, de 4. Todos tienen su futuro marcado por una ley: la del temor.
- Solos en el Paraíso, el documental.
La experiencia de la periodista Mercedes Ibaibarriaga en las comunidades menonitas del sur de Bolivia se transformó en una propuesta al grupo Vértice 360º y a la productora Nathalie García, directora general de Notro Televisión. La periodista se embarcó en el guión, dirección y producción sobre el terreno, del documental Menonitas, Solos en el Paraíso, que National Geographic Channel ha adquirido para su difusión en América Latina. En enero, el filme viajará a EEUU para participar en los festivales Natpe y Real Screen, dos de las grandes citas del mercado internacional audiovisual. Aunque Crónica recoge las vivencias de Ibaibarriaga en las colonias fundamentalistas, el filme también aborda un fenómeno nuevo en Bolivia: el progreso de una minoría rebelde frente a los obispos radicales. Son unas 1.500 personas y construyen nuevas escuelas, porque desean que sus hijos accedan a las universidades. Sin embargo, esos colegios se mantenían en situación irregular y el gobierno desconocía su existencia. La periodista recibió peticiones de ayuda de cientos de padres angustiados por el futuro de sus hijos, y las trasladó al Gobierno de Evo Morales. Hoy, el Ministerio de Educación ha puesto en marcha un plan especial para regularizar la escolarización de unos 500 niños menonitas cuyos padres dejaron las colonias o fueron expulsados por discutir las normas.
Mercedes Ibaibarriaga, Crónica, El Mundo