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¿Qué nos pasa? (Imma Monsó)

Desde hace tiempo, absorta por ese ritmo vertiginoso que es el signo de nuestra era, me veo arrastrada a una espiral de actividad sin freno; y aunque resistirme a ella es mi objetivo prioritario, confieso que no lo consigo en absoluto. En este año que acaba, además, el ritmo de los acontecimientos colectivos ha acompañado al ritmo individual con acordes desenfrenados: el mundo ha girado más deprisa, el tiovivo se ha desbocado en una cadena de incesantes “sucesos”: “¡Alerta máxima!”, “Peligro inminente”, rezaban los titulares día sí día también, casi siempre en referencia a la crisis, pero también a otros temas, yhasta las tripas del planeta se han removido y han dado lugar a insólitos tsunamis, erupciones y terremotos, como si una gran náusea enfermara el subsuelo. Tanto suceso contribuye fácilmente a darnos la impresión de que en verdad nos pasan cosas muy emocionantes (además de horribles). Pero, ¿es cierto que “nos pasan” o tan sólo circulamos a toda prisa por ellas? ¿En verdad nos pasan o tan sólo nos atropellan y nos aplastan? ¿Nos pasan o tan sólo nos rozan sin dejar huella alguna?

Inmersos en ese tráfago continuo de agendas, en ese ir y venir en aeropuertos y autopistas, en ese repetitivo rellenar formularios, teclear mensajes y recibir llamadas, no solemos detenernos a dejar que estos sucesos nos modifiquen, o desvíen ni un milímetro la trayectoria de nuestra enloquecida vida, lo que de pronto me recuerda algo sobre la diferencia entre “hacer cosas” y “pasarle cosas auno”. Es un fragmento que aparece en el libro titulado Que no, que no, donde Agustín García Calvo expresa a la perfección las tribulaciones de un individuo que acude a una extraña consulta porque le pasa algo muy gordo: “¿Qué me pasa?”, le pregunto, sintiéndome sonrojar de que la voz me haya salido más dramática de lo que quería. Me considera él unos largos segundos y al fin responde: “Que no le pasa nada”. “¿Es eso?”, farfullo, desalentado. “Eso más o menos”, y con prodigiosa agilidad echa las piernas hacia adelante y se queda sentado mirándome con la cabeza entre las rodillas. “Y ¿qué puede hacerse?”, le pregunto al fin. “¿Hacerse? Demasiadas cosas habrá hecho ya, trabajos, locuras, diversiones, para intentar llenar la falta y creerse que le pasa algo”. “Pero no sirve, ¿no?”. “No sirve, no; porque hacer cosas no es lo mismo que pasarle cosas a uno; a lo mejor es lo contrario; a lo mejor no tiene nada que ver lo uno con lo otro”.

Ahí queda eso, y aquí me quedo rumiando un rato el asunto.

¿Y usted, qué tal? ¿Cuál fue la última vez que le sucedió, de verdad, algo? ¿Cuál fue la última vez que se enamoró de algo o de alguien y sintió que toda su alma vibraba, enardecida, o la última vez que al cerrar un libro la cabeza le hervía de ideas y contradicciones? ¿Cuál fue la última vez que una voz o una mirada o un cuadro o una melodía, le hizo sentir la vida en la plenitud de su potencia máxima? ¿Cuál fue la última vez que se detuvo a formularse una pregunta de respuesta inexistente y se quedó sumido en una inmensa perplejidad durante días? ¿O la última vez que, ebrio de indignación, sintió la rebelión crecer en sus venas, o la última que tuvo una idea y creyó tocar el cielo con ella, aunque no valiera un pimiento...?

Si la última vez fue ayer, pues oiga, es usted muy afortunado. Pero es probable que le suceda como a mí, que sea usted un adulto o adulta en edad de merecer (de merecer cargas) y que este año haya hecho tantas y tantas cosas que en ningún momento se haya podido detener a abrir el alma de par en par y a dejar que le pase, de verdad, algo, a usted.

La Vanguardia