Hace unos 2.000 años que la comunidad siriaca vive en tierras anatolias. Antes que los turcos, que los kurdos. Viven, sobre todo, en la región conocida como Tur Abdin, que significa Montaña de los Esclavos de Dios, alrededor de Midyat, en la provincia de Mardin, fronteriza con Siria. Se calcula que originalmente 200.000 siriacos poblaban Turquía. Ahora tan sólo unos 15.000 permanecen, la mayor parte en Estambul. En la zona de Midyat quedan menos de 2.000. Y, sin embargo, ahora su número crece poco a poco.
Desde el 2006 han vuelto a Kafro unas doce familias siriacas –más de cuarenta personas– del exilio en Alemania, Suecia o Suiza. Tuvieron que partir en los ochenta y noventa debido a la guerra civil que se llevó más de 35.000 vidas. Eran los tiempos en los que el ejército apoyó activamente al islamismo para frenar y desactivar la insurgencia kurda. Entonces era peligroso hasta fumar un cigarrillo o beber agua en público en época de Ramadán, recuerda Sohdo.
Unos años, entre 1985 y 1994, en los que hasta 35 siriacos fueron asesinados como daño colateral de la guerra sucia, según un recuento facilitado por Yuhannas Aktas, joyero y vicepresidente de la Asociación Cultural de los Siriacos en Midyat.
Después de aquello, muchos de los pueblos alrededor de Midyat quedaron vacíos cuando los cristianos hicieron las maletas. En 1995, las dos últimas familias de Kafro tuvieron que irse porque el ejército acordonó la zona. Atrás dejaron iglesias como Mor Yahkup o Mor Barsaymo, construidas en el siglo V. Todas las familias se fueron pero la mayoría no vendieron sus tierras por lo que les siguen perteneciendo.
En el exilio sufrieron la añoranza de Tur Abdin mientras ahorraban, echaban de menos los paisajes de la niñez y soñaban con el retorno. Ahora han vuelto con las arcas llenas –o al menos así piensan muchos de sus vecinos musulmanes, que ven con envidia como de la noche a la mañana los pueblos abandonados recobran vida– y edifican con orgullo grandes casas de varias plantas dotadas con una arquitectura peculiar que muestran con orgullo. La caliza blanca propia de esta zona es buena defensa contra las temperaturas gélidas del invierno y el verano caliente y seco.
“Todas las familias intentan que el idioma no se pierda”, indica Jahko Demir, otro retornado. En los cursos de siriaco los niños aprenden a escribir y leer la lengua de sus antepasados. El siriaco, también conocido como caldeo, es un dialecto del arameo.
A pesar de que la situación ha avanzado desde los noventa, todavía hay mucho espacio para la mejora. “No estamos aceptados como una minoría en Turquía. Por lo tanto, no podemos dar clases de religión de forma oficial. Solamente tenemos derecho a renovar iglesias”, enfatiza Demir.
Lo más acuciante ahora: asegurar puestos de trabajo para que la nueva generación no tenga de nuevo que hacer las maletas.
Ricardo Ginés, La Vanguardia