El mundo de la globalización ha hecho evidente el desacoplamiento entre estados y naciones; una miríada de pueblos reclama en los cinco continentes reconocimiento, respeto de su dignidad y autogobierno. Las reacciones represivas centralizadoras que se producen no son sino los coletazos de la bestia herida en su cubil. Las formas de estas demandas son muy distintas entre sí; pero la globalización permite a las naciones sin estado comunicar sus experiencias y aprender unas de otras a través de los océanos. Hace mes y medio, un orador de Amaiur aludía en el mitin de la Plaza Nueva de Bilbo al lema aymara «no robar, no mentir, no holgazanear», que en aymara se dice ama sua, ama llulla, ama kella. De las reivindicaciones nacionales aymaras hablo en dos libros recientemente publicados tras mi trabajo de campo en estas tierras, «Pueblos y fronteras en los Pirineos y el altiplano andino» y «El indigenismo en Sudamérica, los aymaras del altiplano», sobre todo en éste último. Este pueblo de dos millones y medio de habitantes, concentrado en las orillas del lago Titicaca y dividido artificialmente entre Perú, Bolivia y Chile, se estructura en ayllus, unidades productivas rurales basadas en la reciprocidad, cuyas autoridades, jilicatas o tenientes gobernadores y mallkus, son elegidas por los vecinos en asambleas comunales, y respetadas, por tanto, por todos. Esta autoorganización se reproduce en las ciudades a las que emigran, aymaras -El Alto, La Paz, Puno- o no -Arequipa, Moquegua, Lima-, en las que su dinamismo comercial les ha deparado triunfos notables.
A ello debe este pueblo no haberse quebrado tras los estragos padecidos: la leva forzosa que era la mita para ir a morir a las minas de plata de Potosí durante la Colonia, y ya en la República la expropiación de sus tierras por los gamonales para convertirlas en pastos cuando la lana de sus alpacas y vicuñas se puso de moda. Las rebeliones aymaras comenzaron a fines de siglo XVIII con Tupac Katari, contemporáneo del quechua Tupac Amaru, y duraron hasta bien entrado el siglo XX, seguidas de represiones implacables, pero los ayllus sobrevivieron a la Colonia, la República y las reformas agrarias.
Los aymaras, como los demás pueblos originarios, sufrieron tras las independencias el liberalismo, que en nombre de las leyes del mercado entregó sus tierras a los gamonales, y después el positivismo, que los identificó con la barbarie que debía ser barrida por la civilización encarnada por los criollos blancos.
El indigenismo que duró desde la revolución mexicana hasta los años 70 supuso una primera toma de conciencia del genocidio cometido y una revalorización de los pueblos originarios. Pero se trataba de la mirada no indígena sobre unos indígenas vistos solo como campesinos, a quienes se les proponía fusionarse en el nuevo crisol nacional fruto de la simbiosis de todas las razas.
Hubo que esperar a los años 70 para que emergiera un indigenismo real en manos de los propios indígenas, fruto, sí, del horror provocado por el neoliberalismo de las multinacionales que desforestaban, contaminaban y expropiaban las tierras indígenas; pero también de las oportunidades que ofrecía la sociedad de la información a los pueblos originarios para organizarse y comunicarse a distancia.
Este movimiento tiene en Suramérica su punta de lanza en los aymaras. Su cosmovisión andina, su culto de la Pacha Mama o Madre Tierra, cuyos dones hay que agradecer, su sentido de la dignidad y de la justicia, su democracia de base y su rechazo del individualismo liberal, valores que no son discursivos como en el Occidente, sino pautas de organización social, están modelando las conciencias y las políticas del subcontinente.
El katarismo aymara en sus distintas corrientes -la indianista del Mallku Quispe, la ciudadana del MAS- ha tenido un papel protagonista en las movilizaciones de Bolivia, llevando al poder al primer presidente indígena de América, el aymara Evo Morales, y a su proyecto de estado plurinacional y multicultural. En Perú, la extrema violencia que sufrieron los pueblos originarios a manos del senderismo y de la contrainsurgencia retrasó la aparición del nuevo indigenismo. Este ha emergido en el siglo XXI en los territorios del lago Titicaca que van de Puno a Desaguadero, teniendo como epicentro el conflicto de Ilave de abril de 2004.
Este conflicto, al que los aymaras llaman Sartawi, o Levantamiento, tuvo su origen en el desencuentro radical entre la estructura del poder local peruano y la autoorganización social aymara. El no reconocimiento de esta por el Estado se había intentado suplir creando «centros poblados» que se superponían a las comunidades, pero que carecían de presupuesto propio. En los años 90 algunos alcaldes habían financiado a las comunidades a través de los centros poblados; pero este procedimiento, al ser alegal, era reversible. En 2002 accedió a la alcaldía Cirilo Robles, quien cambió la política anterior retirando la financiación y despreciando a las autoridades comunarias. La situación se tensó hasta el estallido del mes de abril de 2004, cuando la población en pleno, con sus autoridades al frente, acampó durante las noches de tres gélidas semanas en la Plaza de Armas exigiendo la dimisión del alcalde. Ante su negativa, elementos extremistas lo mataron en público el 26 de abril. Este hecho, de enorme repercusión en Perú y fuera de él, fue condenado por la totalidad de las autoridades y asociaciones de Ilave, lo que no impidió la represión subsiguiente, el procesamiento de los responsables comunarios y el lanzamiento en Lima de una fortísima campaña mediática de denigración de los aymaras, tratados de salvajes.
La municipalidad había quedado descabezada, y su funcionamiento bloqueado. Fue entonces cuando las autoridades comunales mostraron su legitimidad y buen hacer al tomar en sus manos la gestión de la ciudad de 35.000 habitantes que es Ilave, creando un orden que todos asumían como propio. Se suscitó una intensa red interaymara de solidaridad con los represaliados, se convocó en agosto el I Congreso Aymara y la fachada del palacio municipal se coronó con el lema «Ilave, capital de la gran nación aymara». El sentimiento de recuperación de la dignidad expresado en el lema del «orgullo aymara» se ha extendido desde entonces por todo el Titicaca peruano; muchos edificios municipales de la zona presentan lemas parecidos al de Ilave.
La delimitación del territorio nacional reivindicado permanece voluntariamente en la penumbra. Las dos organizaciones aymaras activas en la parte peruana, la UNCA (Unión de Comunidades Aymaras) y la CONQA (Coordinadora de Organizaciones Quechuas y Aymaras de la Región Cusco y Puno) emplean diversos referentes simbólicos: Abya Yala, nombre indígena de América, Tawantinsuyo, el territorio inca precolombino, Kollasuyo, el territorio aymara, la wiphala, símbolo aymara, pero también andino... La CONQA reivindica en su programa la restauración del Estado plurinacional del Tawantinsuyo. Ello se debe finalmente a que los aymaras son conscientes de la necesidad de hacer un frente común con los quechuas de la sierra y los múltiples pueblos amazónicos.
Gara