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Habitación propia (J. F. Yvars)

Nada más apropiado que el título polémico y reivindicativo de Virginia Woolf para entrar en el tema: el interior femenino en la pintura holandesa del momento clásico con La encajera de Vermeer como modelo. El Museo Fitzwilliam de Cambridge ha tenido la luminosa idea de solicitar del Louvre el préstamo de la magnética pintura de Vermeer de Delft, que visita por primera vez el Reino Unido, y rodearla de certeros ejemplos artísticos del esplendor de la vivienda burguesa flamenca durante la época de la emancipación española, cuando recién lograda la independencia se consolidaba una sociedad abierta y meritocrática, de carácter estamental orientada al comercio marítimo. Desde el punto de vista artístico, además, se trata de celebrar la difusión del minucioso realismo de lo cotidiano que en el arte holandés alcanzó niveles de perfección. La pintura se presenta acompañada por otras tres obras maestras de Vermeer que representan la culminación de una manera de hacer arte que, a la postre, resulta irrepetible y adelanta un audaz sistema figurativo alejado de la suntuosidad táctil veneciana y del rigor constructivo del renacimiento toscano. Las pinturas reunidas son: Lección de música, Joven sentada a la espineta y una sorpresa que llega de Nueva York, Joven al virginal, procedente de una colección privada. La exposición –Vermeer women. Secrets and silence– se completa, innecesariamente a mi entender, con otras obras de la época propiedad del museo que dan idea del gusto ciudadano en el periodo dorado del interiorismo holandés, con Pieter de Hooch y Gerrit Dou entre los artistas destacados.

Sin embargo, la muestra disimula una doble intención que aclara el subtítulo: los secretos y silencios que traman la cotidianidad del mundo femenino de entonces y rinde homenaje a la callada entrega de la mujer de ese tiempo, laboriosa y vigilante del patrimonio familiar, y diestra partícipe en la rica cultura artesana. Una llamada de atención, a la mirada contemporánea, hacia la clase media emergente que aspira a usurpar el protagonismo social a la aristocracia guerrera y absolutista, a la par que reivindica dos virtudes burguesas decisivas: el orden y la sensibilidad privada. La exposición de Cambridge puede verse también como una apuesta por el realismo descriptivo frente a la experimentación geométrica o cromática, es cierto, e incluso insiste en la compleja trama artística que centra el realismo holandés abiertamente formalizador más que naturalista. Incluso cabe apuntar, asimismo, otra apreciación que hace hincapié en la ostentación diáfana de los interiores holandeses, lentes de aumento de la gozosa plenitud de los nuevos poseedores, satisfechos del éxito de sus empresas comerciales esencialmente ultramarinas y exportadoras. Una tarea arriesgada en los tiempos de indefinición geopolítica que siguieron en Europa a la guerra de los Treinta Años. Una interpretación, pues, sociológica. El despliegue de accesorios de adorno, por ejemplo, que presenta Mujer en el tocador insinúa la coquetería frente al espejo, pero subraya también el sinfín de pequeños objetos de artesanía preciosa que pueblan el mundo cotidiano de los privilegiados –peines, peinetas, pinzas, horquillas y lazos–, al igual que las draperies en brocado y costosos bordados nos hablan del elevado nivel de vida de la burguesía urbana. Un estrato social abierto, a la manera de Virginia Woolf, a sensibles matizaciones morales: la concentración, la aplicación productiva, el trabajo, las exigencias del día que dividen la jornada en diversos momentos de actividad.

Jan Vermeer es, pese a su fortuna póstuma, un artista secreto. De su vida apenas sabemos nada, sólo la trágica almoneda de los bienes que a su muerte afrontó la viuda. Fue discípulo de Carel Fabritius y destacó pronto con Vista de Delft, una pintura que subvierte el género y lo aproxima a las preferencias narrativas modernas: una panorámica ideal de la ciudad , la muestra de su potente industria cerámica. Pero, sobre todo, la obra temprana de Vermeer destaca por una estética nada usual en su tiempo: renuncia al claroscuro y apuesta por los colores detonantes –como el verde y el amarillo limpios– que dan a su obra una presencia ligera que huye del sombreado o lo somete al ritmo geométrico de los planos sobrepuestos. Las superficies de las telas –sedas o brocados– alcanzan ahora una sutileza magistral que las hace accesibles al espectador. Como el reflejo de las aguas del canal de Delft, en su interpretación de la ciudad, evita la mera descripción factual que exige el paisajismo para concebir la urbe como una delicada naturaleza muerta, en la que breves toques de pincel definen el reflejo decisivo, como ha entendido Antonio López en su depurado realismo espectral.

La pintura de interiores es para Vermeer el espacio ideal para la experimentación, en la que pone en práctica la iconografía cotidiana, pero en una dimensión abstracta que sostiene su valor de verdad: el color y la luz se conjuran para conseguir la visión ilusoria a partir de un objeto de uso. El historiador Stoichita ha profundizado en el contenido simbólico del interior luminoso de Vermeer y el diálogo formal establecido entre los motivos diversos como la ventana o el espejo. Un complicado diagnóstico formal enriquecedor de La encajera, absorta o ensimismada en su trabajo pero que controla incluso el descuidado deslizarse de la almohada sobre el brazo del sillón, en tanto puntea rítmicamente el bolillo que trenza el encaje. Lección de música es, en sí misma, la síntesis del arte moderno de Vermeer: cuadro dentro del cuadro que recurre al espejo frontal como factor desestabilizador de un recinto de geometría ilusoria y perspectiva forzada. No hay motivo secundario en este sobrecogedor interior. La extraña alumna de espaldas, la viola abandonada al pie de una silla en azules, la lineal espineta que centra el falso retrato del fondo, el brocado del mantel que sostiene una blanca jarra morandiana. Motivos todos que van más allá del testimonio documental de una lujosa habitación propia, a la búsqueda diríamos de un significado inteligible. Esa misteriosa grandeza transforma las imágenes realistas de Vermeer en tentadores jeroglíficos para el apresurado visitante contemporáneo.

La Vanguardia