No es la primera vez en España que se puede detectar, por debajo del ruido propagandístico de unos o de otros, una sustancial continuidad en el propósito, sentido y dirección de las políticas económicas, entre gobiernos con partidos de signo distinto. Así, el primer Gobierno socialista de 1982 heredó una buena parte de los mandatos de su antecesor de la UCD, como el Gobierno popular de 1996 continuó las políticas iniciadas por su antecesor socialista con el común objetivo de entrar en el euro desde el principio. La principal diferencia con ambos momentos es que, ahora, empiezan a acumularse serias dudas sobre la bondad del actual camino para hacer frente a la grave recesión en la que seguimos metidos, en Europa y en España.
El Gobierno de Rajoy ha aceptado el discutible calendario de reducción del déficit público pactado por el Gobierno de ZP con Bruselas hace tres años, incluso cuando en el mismo se establecía la obligación de cerrar 2012 con un déficit del 4,4% del PIB, en un escenario de crecimiento económico del 2,3%, muy alejado de las actuales perspectivas recesivas. Partiendo de la convicción generalizada de que en 2011 se superaría el déficit comprometido, adelanté hace semanas en esta columna que el ajuste necesario para cumplir sería de unos 30.000 millones de euros, cifra que se sitúa en el espectro de lo confirmado por el nuevo Gobierno. A partir de ahí, el hacerlo en dos partes o en tres, en función de las elecciones andaluzas y de los plazos necesarios para elaborar unos nuevos Presupuestos, más allá de la prórroga de los anteriores, no evita lo ineludible de combinar fuertes recortes de gasto, junto con incrementos significativos de impuestos, para que salga la resta.
Rajoy ha subido el IRPF y el IBI, sin que sea descartable que lo haga en marzo con el IVA o los especiales, porque en el mantra de la «austeridad máxima ya» en el que nos movemos, bajar impuestos no es cosa ni de izquierdas, ni de derechas, es sencillamente imposible. Lo cuestionable, pues, es la lógica misma de una política económica en la entramos en mayo de 2010 según la cual, entre dos urgencias incompatibles a corto plazo, reducir deuda o crear empleo, se elige la primera, con la diferencia de que para reducir deuda, de manera sostenible, es necesario volver a crear riqueza y empleo.
Se opta, así, por priorizar los intereses coincidentes de los mercados financieros, de los acreedores, de los bancos y de Alemania, en vez de hacerlo con los de empresarios, trabajadores y ciudadanos. No es frecuente que una sociedad sacrifique de esta manera sus perspectivas de creación de empleo y riqueza, en base a una supuesta moralidad sobre acciones del pasado («el que la hace la paga»), que se convierte en injusta cuando muchos de los padecen las consecuencias, no generaron el problema y bastantes de estos últimos, han salido indemnes.
Mucho menos, cuando ya está asumido en el nuevo Tratado aprobado recientemente por el Consejo Europeo, que la gravedad de los problemas actuales con el endeudamiento, del que la prima de riesgo es exponente claro, no deriva tanto del volumen de deuda soberana, como de la inexistencia de dos elementos institucionales claves: un banco central prestamista de último recurso y un mercado de eurobonos. Y no por un error en el diseño del euro, sino porque, desde el principio, Alemania no quiso, cuando otros lo propusieron y sí existe en Estados Unidos.
La segunda pata del pensamiento hegemónico, tiene que ver con la manera en que se aborda la reestructuración del agente desencadenante de esta crisis de sobreendeudamiento: el sistema financiero. Ante el colapso de una parte del sistema bancario mundial y las dudas sobre la solvencia del resto expresadas mediante la inexistencia de mercado interbancario, tres años después de la quiebra de Lehman, la respuesta política ha sido inyectar recursos públicos, que se escatiman para otras cosas, con el argumento de que son entidades sistémicas demasiado grandes e importantes como para dejarlas quebrar; y en segundo lugar, propiciar una reestructuración, que fortalece a los fuertes, exigiendo crecientes requerimientos de capital como fórmula exclusiva para mejorar su cuestionada solvencia.
Casi descartada en España, también por el nuevo Gobierno, la idea de abordar el problema desde el otro lado, con una rebaja del volumen de activos dudosos mediante la creación de cualquiera de las muchas fórmulas de banco malo, como vengo proponiendo aquí desde hace tres años, seguiremos abocados a mantener una fuerte sequía de crédito que coadyuva también a estrangular cualquier posibilidad de reactivación de la economía real.
No es sólo que el año pasado cerrase con una nueva caída del 4% en el volumen de créditos concedidos a familias y empresas españolas, es que los cuantiosos recursos de financiación puestos en el mercado por el Banco Central Europeo, quedan atascados en un sistema bancario que los absorbe para cumplir con sus cuentas y, el resto, los vuelve a depositar en el propio Banco Central donde hay acumulados saldos de más de 400.000 millones de euros de esta procedencia. ¿Se imaginan el impacto sobre la economía real si el más de medio billón de euros que prestó al 1% el BCE a la banca europea, sólo en el mes pasado, hubieran llegado íntegros a familias y empresas? Pues eso. Que hay salidas de emergencia, alternativas. Salidas que, reduciendo el déficit público y reforzando la solvencia bancaria, buscan combatir la crisis y no sólo pagar por ella.
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