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Administración vs ciudadanos (Carlos Cuesta)


La subida del IRPF aprobada la semana pasada acaba de confirmar a España como uno de los países de toda la OCDE con mayores impuestos directos.

Los datos de Eurostat reflejan que España, cuyo tipo máximo de la renta queda en el 52% (sin contar con las subidas adicionales de algunas autonomías españolas), iguala la tributación de las rentas del trabajo de Holanda y es tan solo superada por Suecia y Bélgica, con un 56,4% y un 53,7%, respectivamente. Pasamos, así, de un plumazo, de ser el undécimo país de la UE en el ranking de tributación del IRPF, a ocupar la tercera posición.

Pero, al margen del impacto en las rentas de cada hogar español, ¿qué supone esta subida? No se puede negar que a corto plazo supone una señal a los mercados. Un mensaje que traducido al lenguaje de los inversores significa algo así como «España está dispuesta a hacer lo que haga falta por evitar su quiebra». Pero, más allá de esa carta de presentación –que igualmente se podría haber enviado subiendo el IVA, en vez de castigando las rentas del trabajo–, supone muchas otras cosas.

En primer lugar, significa que a partir de ahora el peaje fiscal en las retenciones tributarias de cada puesto de trabajo –nuevo o viejo– es superior al de las grandes potencias europeas. Mayor que el de Alemania, con un tipo máximo del 47,5%; mayor que el de Francia, 46,7%; que el de Italia, 45,6%; o que el de Reino Unido, 50%. Es decir, que a partir de ahora, al margen de que nuestra negociación colectiva y la presión de los sindicatos ya dificultan más la creación de empleo que en todos estos países, nuestro sistema fiscal se suma al castigo para hacer que la contratación o la progresión laboral sea más difícil que en nuestros competidores. Hagan ustedes mismos el cálculo del impacto de esta subida con respecto al resto de economías europeas, teniendo en cuenta que nuestro nuevo tipo máximo supera en 15 puntos la media de la UE-27.

Pero no será este el único efecto negativo, porque nuestro patrón económico ha dejado claro que somos un país con más tendencia al consumo que al ahorro financiero. Así, esta subida del impuesto sobre el trabajo, se sumará a la aprobada para la rentas del ahorro –hasta seis puntos– para hacer más difícil el saneamiento de las deudas de unas familias que deben 878.000 millones de euros, claramente más que las Administraciones Públicas (706.000 millones). Y que nadie piense que esta segunda subida tiene justificación internacional, porque la comparativa vuelve a arrojar un panorama negativo. España, con un tipo máximo del 27%, contará con uno de los tributos al ahorro más altos de la UE, tan sólo superada por Reino Unido (28%) –todo ello sin contar con que el impuesto británico, sin embargo, castiga con un punto menos que el español a las rentas más bajas (18%, frente al 19% español)–.

¿Era todo esto necesario? Porque, teniendo en cuenta que a cada español le cuesta la Administración Pública 9.800 euros al año de media –tras haber subido el gasto un 37% entre 2002 y 2009–, y que, de ese gasto, el 20% se va a nóminas y sólo el 9,3% llega a las inversiones reales (tras dispararse la masa salarial de los empleados públicos un 55% en los últimos 10 años) ¿no era más lógico cargar el peso de los recortes en el gasto público?

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